Digo artistas solitarios porque seguimos siendo muy pocos en el teatro del mundo los que seguimos creyendo, a pie juntillas, en la necesidad de mantenernos juntos y juntas como grupo y crear colectivamente.
Crear colectivamente es, como decía el maestro Enrique Buenaventura, creer en el otro y en la otra. Para nosotros en La Candelaria es, además, creer en saberes y sabidurías invisibilizados e inéditos, muchas veces negados por la cultura. Es también creer en “lo otro”, en lo desconocido y misterioso, y por tanto muchas veces no nombrado.
Cuando nos invaden las crisis de las que creemos no poder salir, recuperamos el reconocimiento en nosotros mismos. Como dice Nieztche, “no basta conocerse, hay que reconocerse”. La creación colectiva para La Candelaria es, entonces, un trípode sustentado en la creencia de “el otro y la otra”, “lo otro” y “nosotros”.
Nayra es una herida abierta que se muestra, pero es también la memoria del cuchillo. Es un tajo profundo que subyace en el inconsciente del país y del grupo. En este, como en otros casos, emprendimos la búsqueda haciendo las veces de médium. Durante meses de intranquilidad y de perturbación, pero también de felicidad, indagamos desde la memoria individual y colectiva, en el malestar de la pérdida que nos agobia, pero también en formas estéticas inéditas que la contengan. Pérdida irreparable de utopías, de personas y de lugares.
Poco a poco fue apareciendo ese no-lugar, algo así como un espacio mágico, una especie de templo, maloka y casa donde se refugian, nos refugiamos juntos, mitos, personajes y público para ritualizar la pérdida. Y lo que falta en este país y en este tiempo son personas imprescindibles, ideas, árboles y riquezas que creíamos nuestras.
Ese lugar está rodeado por íconos que condensan el mestizaje de lo sagrado, vírgenes mestizas que son transmutadas, madonas que derraman leche y miel por senos desnudos y protuberantes, una virgen doble con los rostros de Eva y de María que deambula sin altar, dos san Gregorios que luchan, se elevan y se operan a sí mismos, una casa-cementerio, una cruz derrumbada y una especie de trono celeste dispuesto para la palabra y el sacrificio. Arriba, tres ángeles-demonios vigilan. En el piso, esparcidos, hojas, piedras, velas y fotos.
El único principio de “realidad” es una mujer doblada por el trabajo que barre y barre obsesivamente ese lugar lleno de hojas que caen.
A ese no-lugar llegan procesiones de dolientes que buscan sanar la herida, mujeres que necesitan un lugar para el grito, una muchacha que se incendia por la vagina y es exhibida como animal de feria para curar la impotencia masculina, una joven “punketa” llena de rencor que no se halla a sí misma, un borracho que trata inútilmente de armar el espejo roto de lo que somos, un sicario que busca sanarse de antemano del dolor que le va causar matar al otro, un indígena brujo y sanador, un travesti enamorado de un actor de cine, una viuda con un carrito lleno de fotos de desaparecidos, un papa negro lleno de oropeles, un loco que se cree Jesús y cree que hace milagros, una mujer misteriosa con un niño muerto y otra que se despoja de su propia piel. Cada tanto cruza un hombre lleno de barro y de polvo como surgido de la catástrofe.
El espacio-tiempo o cronotopo de Nayra quizá tenga que ver con los sombríos tiempos que vivimos, donde el arte que se niega a ser instrumento del mercado está perdiendo su lugar. Y no es solo el arte, somos todos, los artistas, los desplazados, los inconformes y los indignados. En fin, somos los habitantes de la periferia condena dos a la errancia.
La palabra hecha discurso está en boca de cuatro personajes, un profesor de astronomía, una mujer que habla y habla sin interlocución alguna sobre el inconsciente, el borracho que recita nombres y un predicador que lanza improperios contra el dedo acusador de la justicia.
Esta obra nos habla desde el fondo y desde la sombra de lo que nos está sucediendo. Estamos cabalgando en el lomo más bravo de la crisis. Y en este viaje estamos destinados a la búsqueda de los imprescindibles que nos faltan.
El teatro La Candelaria no se detiene
Este grupo emblemático del teatro colombiano se prepara para abrir su sede en el centro histórico con cuatro estrenos realizados en estos largos meses de encierro.
Las obras que se presentarán son Nayra, la memoria, dirigida originalmente por el maestro Santiago García; La historia de la soldado y el combatiente, escrita y puesta en escena por Patricia Ariza; Voces y retrasos, de Nohora González, y No estoy sola, también de Ariza.
La Candelaria es un teatro pionero en la conformación de grupo de dedicación sistemática al teatro y en la creación de obras originales de dramaturgia nacional, así como en el desarrollo de los procesos de creación colectiva.
Desde su fundación, en 1966, La Candelaria ha montado más de 100 obras. Su fundador y director fue Santiago García, un maestro del teatro colombiano y latinoamericano que dedicó su vida a este arte.