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En los ratos de ocio se encerraba a estudiar la abstracta e intraducida obra de Heidegger sobre el ser y el tiempo. Pero también lidiaba con asuntos que debió considerar intranscendentes, como lograr una extensión sobre el pago del arriendo ante el viejo de barriga abultada, dueño de un edificio en el centro de la ciudad.
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Martín sólo compartía su vida con Dasein, una canina alemana.
Ya fuera yendo al trabajo o regresando a su apartamento, siempre observaba con detenimiento a la gente, y a veces tenía la leve sospecha de estar frente a seres impersonales, manejados por una intangible mecanicidad. Fue desconfiado y apático con relación a todos, y ni qué hablar de su aversión a la democracia. Aquella tarde se encerró de nuevo, miró el ocaso y esperó el momento exacto para irse a clases.
Mientras llegaba la hora, una angustia súbita lo impulsó a fumar marihuana.
Cuando salía por el pasillo, Martín se topó con el viejo arrendador, en quien ahora descubría también una incipiente calvicie de aspecto siniestro.
– ¿Cuándo me va a pagar la pieza?
–El martes.
–Que no pase del martes.
–Ya le dije que el martes.
–Y vaya buscándole otro sitio a esa perra, aquí no la puede tener.
Mientras respiraba el olor de la tarde, Martín recordó que odiaba al viejo, y que alguna vez pensó en matarlo. Pero nunca se creyó un asesino porque bien sabía el final de aquella historia rusa. En su lenta caminata sobre el 20 de Julio apenas logró divisar sombras en los rostros; solo retuvo vagas figuras que iban y venían. A la altura de Murillo, rozó inadvertidamente con el hombro a un conocido suyo, quien por su parte sí logró identificarlo.
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– ¿Cómo estás muchacho? –saludó el hombre.
– No tan bien estos días, –respondió Martín– lo único que me ha calmado es, precisamente, la lectura de su obra.
– ¿Te gustó mi propuesta de concebir la angustia como algo existencial? –miró fijo a Martín.
–Por supuesto maestro, creo cierta su propuesta, así como a mi juicio lo es también su idea sobre la conciencia de la finitud.
–Martín, tomemos unos tragos en ese viejo bar de la esquina ¿Aun recuerdas cómo se llama?
– ¿La nada vital? Maestro Heidegger, su obra presenta postulados demasiados complejos que me gustaría discutir…
Ambos tomaron hasta embriagarse, y hablaron todo lo concerniente acerca del miedo a la muerte.
–Si se libra uno del miedo, puede vivir con toda libertad y desafiar al tiempo, afrontando el futuro con una autoconciencia de la finitud, – expuso el hombre.
–Y así se olvida la angustia que produce la nada, si se va en retroceso, –concluyó Martín.
El maestro señaló hacia la calle y dijo:
–Martín, eres el único ser capaz de interpretarme. Mira allí, del otro lado de la acera. Esas mujeres afuera, que venden sus cuerpos por dinero… Es culpa de la maldita democracia, les impide contener la impureza de su sangre, la híbrida esencia de su género.
El discípulo asintió ante cada idea. Horas más tarde esas palabras retornarían en su conciencia como una suerte de espiral incandescente. Toda la historia, la última guerra del siglo, le parecieron justificables de alguna manera.
No supo del tiempo cuando despertó. Estaba tendido en la puerta de una taberna con nombre sugerente, ajeno y familiar a la vez: La vid de Adán. Caminó hasta el apartamento, descartando llegar a sus clases nocturnas. Cuando vio el edificio, parado desde la esquina, la policía cercaba el lugar. Alguien señaló con su dedo desde la distancia y los agentes detuvieron a Martín. Lo condujeron a una estación, tomaron sus datos y huellas, y lo encerraron. Al día siguiente recibió la visita de un abogado practicante. En su pequeña celda, mientras le explicaban su situación, Martín reparó en su propio desaliño. Sintió un golpe en el pecho, quería vomitar y lo hizo. Un regusto amargo se deslizó por su garganta, residuos de licor. También se dio cuenta de las manchas rojas en sus ropas.
–Ya recuerdo un poco. Soy Martín, estudiante de filosofía. El día viernes de la semana pasada, salía para clases, estaba muy deprimido, así que fumé más de la cuenta. Me encontré con alguien, nos fuimos al bar, nos embriagamos. Escuché que se debía acabar con todo lo que nos impidiera encontrarle un sentido a las cosas. Salí por un momento, no sin antes advertir que me esperara, pues había captado su mensaje. Llegué al apartamento por mis únicas pertenencias, pero no encontré a Dasein. “Su perra me atacó”, escuché a mi espalda. Era el viejo arrendatario, apoyando su hombro sobre el vano de la puerta, las manos en los bolsillos, un cigarrillo barato en su boca y las cenizas en el piso. Le pregunté por la perra y cínicamente me respondió: “La saqué de aquí, con tan mala suerte que un bus no pudo verla. Estaba parada en mitad de la calle. Sabe una cosa… creo que ella miraba la ventana de su pieza”.
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Una semana después, en medio de la sala de audiencias, Martín se veía muy afectado, pero por indicación del defensor prosiguió su versión de los hechos:
–Caminé dentro, en círculos concéntricos de fugaz sobriedad. No recuerdo que pensara en algo específico, solo me sentía tranquilo. Tomé la única silla que tenía en el apartamento y salí; vi que ahora el viejo hablaba con otro sujeto… –Martín miró a cada uno de los presentes que escuchábamos su relato final– Frío y sosegado, descargué un golpe en la cabeza del viejo. Me fijé en la mirada del otro inquilino mientras el obeso cuerpo caía demasiado lento hacia el suelo. Le propiné otros dos golpes tan fuertes en la vida, yo no sé… Destrocé el mueble de madera y sus astillas se impregnaron de una sangre inmanente. Acto seguido bajé las escaleras, derribé la puerta del viejo, saqué de su mesa de noche una mechera, un paquete de cigarrillos, una biblia judía y cinco ejemplares de revistas pornográficas. Prendí fuego a cada página, esparciendo fulgores por toda la habitación. Supe por fin ante mi hoguera aquello de lo que se refería el maestro. Abandoné la habitación en llamas y regresé al bar, pero el puesto que antes ocupaba mi maestro ahora estaba vacío. Había media botella de anisado sobre la mesa, una sola copa, y ninguna presencia de calor al tocar el fondo de la silla. Eso es todo.
El juez escuchó serenamente, como acostumbrado a este tipo de declaraciones. Por sugerencia de su abogado, Martín se declaró culpable y logró una rebaja de la pena. Considerando todas las causales (episodio alucinatorio producido por consumo de sustancias psicotrópicas, agresión en estado de ira e intenso dolor), fue sentenciado a diez años de prisión por el homicidio de Israel Reyes.
Revisando el expediente de Martín, aún no se ha logrado comprobar la existencia del profesor, además de otras inusuales circunstancias de tiempo y lugar, como el nombre de ciertos establecimientos. Mientras se intenta dar coherencia a este caso, han transcurrido dos años en que Martín mira sin falta la declinación del sol a través de los barrotes de la Penitenciaría Distrital del Bosque. El amarillo y a veces rosado silencio de esa hora última debe encerrar la ambigua verdad de sus acciones.
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Publicado en Antología Relata 2011, Ministerio de Cultura.