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Para ello hay que acudir a los Evangelios Apócrifos; tal vez desechados por los compiladores del Nuevo Testamento, por inconvenientes. Y aquí topamos con un niño Jesús considerado con su madre, buen hermano, buen ayudante de José en la carpintería, y aplicado hijo de su verdadero padre, como veremos al final.
De brazos aún, cuando la familia huía a Egipto para ponerse a salvo de Herodes, atravesando el desierto; María, viendo una palmera, deseó beber el jugo de su fruto. José le dijo, en suave tono de regaño, que cómo se antojaba de una fruta inalcanzable; pero el buen niño le ordenó a la palma inclinarse ante su madre; eso hizo la palma, y María calmó su sed.
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En esa misma travesía, leones y leopardos, sumisos ante el niño, guiaban la caravana. La primera vez que María vio esas fieras sintió gran temor, pero Jesús la sosegó: “No temas nada, madre mía, que no es por hacerte mal, sino por obedecerte, por lo que vienen a tu alrededor”. De esta manera, el niño tranquilizó el corazón de su bendita madre.
Cuando la Sagrada Familia vivía en Nazaret, una serpiente mordió a Jacobo; a sus voces de dolor acudió Jesús, su hermano; sopló sobre la herida, lo curó, y la serpiente cayó muerta.
Por ese mismo tiempo resucitó al hijo de una vecina y a un trabajador a quién tomándolo de la mano le dijo: “Levántate, hombre, y continúa laborando en tu obra, pues yo te lo ordeno”. Y las gentes admiradas y reverentes proclamaron que ese niño venía del cielo.
Y de dónde más podía venir si daba la vista a los ciegos, sacaba los demonios a los poseídos y libraba a los afectados por los maleficios, como a un joven convertido en mula y que él le devolvió su humanidad.
A su madre le acarrea agua de la fuente. Una vez que rompió el cántaro, en su manto recogió el agua y dejó maravillada a María con la cantidad que le llevó. Otra vez tomó un grano de trigo del granero de su madre, lo sembró, lo recolectó él mismo y recogió tanto trigo que alcanzó para su familia y sus parientes.
Cuando se reunían en un banquete los hijos de José: cuatro hombres y dos mujeres, con María, Jesús, la madre de María y su otra hija llamada también María, el niño Jesús los bendecía, y no empezaban a comer si primero no lo hacía Jesús, a quien a la vez que amaban le temían.
En estos evangelios se dice que “José no era hábil en el oficio de carpintero”. Su hijo de crianza lo ayudaba en los trabajos que le encargaban. A veces, cuando José no tenía suficientes tablas, Jesús tomaba una de un extremo, y diciéndole a José que tirase del otro la alargaba y podía lograr los trozos que quería.
Una vez un hombre rico le encargó a José la hechura de una cama. El carpintero la hizo, pero no cuadraron las partes del mueble; el cliente se enojó por la manera como recibió la obra, y José regresó a casa preocupado; viéndolo así, Jesús fue a ver la cama y tirando de un lado y otro con su padre, emparejó las partes, y el mueble quedó a la medida.
Por cosas como éstas bendecían al niño, algunos lo adoraban, y colmaban a sus padres de parabienes por tener un portento de hijo que, como no se cansaban de decir, parecía haber venido del cielo y, más que de mortales, ser hijo del mismo Dios.
Pero este niño ha venido a representar una historia que a la vez es divina y humana. El drama de una divinidad prevalida del poder, que así como hace deshace y cuyo humor fluctúa según los acciones de los hombres, y así parece ser del mismo orden de la humanidad. Así, pues, en estos evangelios encontramos también a un niño Jesús desconcertante, que sabe quién es, a qué ha venido y quién es su verdadero padre; un niño con súper poderes que llena de pavor a la comunidad y al que teme hasta su propia familia. Humano, demasiado humano, comparte el quebradizo mundo real del hombre, y su venida no fue prenda de bondad ni de paz; pues, como lo dirá ya de adulto, no había venido a traer la paz sino la espada.
Un día Jesús jugaba traspasando por canalitos agua de uno a otro pozo que había hecho de barro. Uno de los niños que pasaba por ahí, con una vara deshizo los pozos y con eso se secó el agua. Encolerizado el niño Jesús le dijo: “insensato, injusto e impío, ¿qué mal te han hecho estas fosas y estas aguas? He aquí que ahora te secarás como un árbol, y no tendrás ni raíz, ni hoja, ni fruto”. Y el niño se secó y murió. Los padres del niño se alzaron en tumulto contra los de Jesús, y María afligida le rogó a su hijo: “No permitas, señor, que se levanten contra nosotros”, y Jesús tocó con el pie derecho al muerto, diciéndole: “Levántate, hijo de la iniquidad”; ese hijo de la iniquidad se levantó y echó a correr, mientras Jesús volvía al juego de las lagunitas.
Otro día, un niño que pasaba corriendo chocó involuntariamente con Jesús; airado, éste le dijo: “No continuarás tu camino”, y el niño cayó muerto.
Cierto día, Jesús y sus amigos jugaban en una terraza y un niño cayó de ella y murió. Los niños huyeron y Jesús quedó allí solo. Los padres acusaron al hijo de María (como lo llamaban) de haber empujado al niño. Entonces Jesús se tiró de la terraza y dando grandes voces pidió al niño que se levantara y dijera la verdad. Resucitó el pequeño y dijo cómo pasaron los hechos. Y no solo a éste, a otros más resucitó y curó el niño Jesús cuando vivía entre nosotros.
Y un sábado de esos, Jesús, rodeado de otros niños, moldeó doce pajaritos de barro. Viendo que ese día no era permitido trabajar, fueron los judíos a quejarse a José. Vino José y lo reprendió; entonces, el niño agitando las manos les gritó a las figuras: “¡Volad!”, y los avecitas cobraron vida y remontaron el cielo. En ese entonces, Jesús tenía cinco años.
Por estas y otras cosas, las madres le ocultaban los hijos a Jesús. Una vez un grupo de niños viéndolo venir corrieron a ocultarse en un horno. Jesús preguntó a las madres por lo que había en el horno, y ellas le dijeron que unos chivos. Entonces el niño Jesús ordenó: ¡Chivos, salid!; salieron los chivos y, juguetones, se arremolinaron en torno a él. Ante el niño prodigioso cayeron de rodillas las madres rogándole que les devolviera a sus hijos. Y Jesús se dirigió a los animales: Venid, chivos, y volvieron los niños a los trémulos brazos de sus madres.
Un alarmado grupo de vecinos fue a ver a los padres de Jesús para pedirles que controlaran a su hijo; la mamá, por temor, no se atrevió a reprenderlo; le tocó hacerlo al buen padre, y el niño le contestó: yo sé que no hablas por ti; pero los que me acusan quedarán ciegos. Y así quedaron.
Y María lloraba y le decía al niño: “¿Por qué obras así? Nos odian por tu causa, y por ti sufrimos vejaciones de las gentes”. Y en verdad que se amotinaban contra esa familia, tanto que enojado José una vez lo agarró de una oreja; pero mejor no lo hubiera hecho porque tuvo que tragarse la chillona filípica de su hijastro: “Bástete mirarme, mas no me toques. Tú no sabes quién soy. Y si lo supieras, no me contrariarías. Porque aunque estoy contigo, he sido creado antes que tú”.
Un niño debe recibir instrucción, sino quiere andar por el mundo a tientas y ser como las veletas que giran según la dirección del viento. Lo sabía José y por ello lo llevó a la escuela de Zaqueo. Y el maestro empezó por enseñarle el alfabeto. Le ordenó: di Alaph, y Jesús dijo Alaph; ahora, di Beth, y el niño le respondió: no, primero dime qué significa Alaph, y al no saber responder el maestro, cayó sobre él la demoledora sapiencia del Hijo de Dios: “Alaph está hecha de un modo, y Beth de otro, y lo mismo ocurre con Ghimel, Daleth, etcétera, hasta Thau. Porque entre las letras, unas son rectas, otras desviadas, otras redondas, otras marcadas con puntos, otras desprovistas de ello. Y hay que saber por qué cierta letra no procede de las otras; porque la primera letra tiene ángulos; porque sus lados son adherentes, puntiagudos, recogidos, extensos, complicados, sencillos, cuadrados, inclinados, dobles o reunidos en grupo ternario; porque los vértices quedan desviados u ocultos. En suma: se puso a explicar cosas que el maestro no había oído ni leído en ningún libro.”
Se enojó el maestro que a la primera réplica del niño quiso pegarle. José lo llevó a otra escuela. Y el maestro inició con lo de Alaph y Beth; Jesús le respondió lo mismo que al anterior; colérico, el maestro levantó la mano y le pegó. Al instante, se le secó la mano y cayó muerto.
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Y ya no hubo más escuelas para quien a los doce años debía ir al tempo de Jerusalén a impartir su sabiduría a los doctores de la Ley, desconcertados y reverentes ante él; pues dijeron que parecía que por su boca hablaba Dios.
En esa ocasión, ante el reclamo de sus angustiados padres por no haber regresado con ellos a Nazaret y haberlos tenido durante tres días buscándolo desesperadamente, Jesús se mostró molesto e insensible, y en tono de regaño les dijo: “¿Por qué me buscáis? ¿No sabéis que debo estar en la casa de mi padre?”
Los doctores felicitaron a la madre por tal hijo: “Bienaventurada eres, oh, María, por tal maternidad”; pero ellos no sabían que en la casa de María se albergaban la tempestad y el fuego.
Francisco, este niño se parece un poco al presumido de este texto. “Yo vengo de arriba”, parece estar diciendo. Y mire su cara extraña y un tanto adusta.
Vea que quedaría bien ilustrada la nota con imágenes de la devoción popular.