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La era de Gutenberg —la era de la imprenta, la era del libro en los últimos quinientos cincuenta años— fue una gran excepción en el curso de la historia. Esto es lo que Tom Pettitt, Lars Ole Sauerberg y Marianne Børch, profesores de la Universidad del Sur de Dinamarca, afirman en la teoría que bautizaron El Paréntesis de Gutenberg. Esta teoría establece que antes de la imprenta, antes de que se abriera el Paréntesis, las historias y la información se transmitían de boca en boca a través de la familia, de viajeros, de pregoneros y de juglares. Las noticias, los rumores, los versos y las canciones evolucionaban en el trayecto. El conocimiento y la memoria eran colectivos, colaborativos y a menudo se declamaban con rimas y poemas. Había poco sentido de autoría o de propiedad sobre la información y el relato. El negocio de los libros era costoso, pero simple: un manuscrito, un escriba, un mecenas y mucho tiempo. La principal misión de los escribas era preservar el conocimiento antiguo.
Entonces, a mediados del siglo xv, llegó Johannes Gutenberg con su Biblia y el desarrollo de los tipos móviles. Su Paréntesis se abrió. Con el libro impreso, el conocimiento pasó a estar encuadernado, con un comienzo y un final. Nuestro entendimiento del mundo se hizo lineal; como diría Marshall McLuhan: «La línea, el continuo —esta oración es un buen ejemplo— se convirtió en el principio rector de la vida» . El texto evolucionó hasta convertirse en algo fijo, inmutable, permanente. Con el tiempo, los textos se volvieron idénticos, consistentes, ya no estaban sujetos a las ediciones idiosincráticas, a las enmiendas, los caprichos y los errores de los escribas. Así fue como la imprenta ganó confianza. La sociedad pasó de la credibilidad colectiva a la del experto certificado, honrando al graduado, al profesor, al escritor publicado. La imprenta dio origen al autor como autoridad. Algunas instituciones se vieron desafiadas: los papas y los príncipes; otras renacieron con el surgimiento de nuevas ideas sobre la edición, la religión, la educación, la infancia, lo público y la nación. Tomó más de dos siglos, pero la industria editorial encontró su base económica con la promulgación de la ley de derechos de autor en Inglaterra, en 1710. Entonces, la escritura, el texto y la creatividad se percibieron como producto y propiedad: una mercancía que llamamos contenido, lo que llena el recipiente: el libro. Así, la sociedad ya no conversaba tanto como consumía.
Ahora llega Internet y se cierra el Paréntesis. Hoy, a medida que el mundo avanza más allá de la era de Gutenberg, el conocimiento se transmite nuevamente de forma libre, enlace tras enlace, clic tras clic, mezclado y recreado en el trayecto digital. El valor de la autoría y de la propiedad del contenido ha disminuido, lo que nos lleva a acalorados enfrentamientos legales y políticos sobre la aplicabilidad de los derechos de autor. Ya no nos comunicamos solo a partir del texto, ahora también lo hacemos con imágenes, video e ideogramas modernos: memes y emojis. «La palabra individual, como depósito de información y sentimiento, ya está cediendo ante la gesticulación macroscópica», afirmó McLuhan. Nuestros recuerdos ya no están atrapados en páginas, sino que se guardan para nosotros en una nube figurativa que está presente, pero lejana, a la distancia de un clic. Nuestra percepción del mundo ya no se limita a las dimensiones de la línea y parece estar explotando en una constelación de clics y enlaces, búsquedas y redes sociales, datos y algoritmos que ocasionalmente estallan en guerras epistemológicas. Ya no honramos el conocimiento antiguo y, como es demasiado evidente en estos tiempos que corren, la sociedad presta cada vez menos atención a la experiencia. Ahora, según el filósofo David Weinberger, la persona más inteligente en la habitación es la habitación misma: la red que conecta a todos y a sus conocimientos. Las instituciones de la sociedad están en entredicho y no hay claridad sobre cómo surgirán dentro de la red los medios de comunicación, el periodismo, los derechos de autor, la educación, la privacidad, la autoridad, la ley, la seguridad, lo público, la nación y nuestro propio sentido del conocimiento.
Hace algunos años me senté en una mesa en Nueva York con Pettitt, el hombre que introdujo el concepto del Paréntesis de Gutenberg en los Estados Unidos en una presentación en el Instituto Tecnológico de Massachusetts (mit, por sus siglas en inglés). Había visto un video de su charla y me cautivó su idea, ya que Gutenberg siempre me había fascinado como el maestro inventor, el primer emprendedor, el misterioso héroe de la historia de las historias y el creador de lo que los impresores llaman el arte preservador de todas las artes. Después de conversar a través de blogs y por correo electrónico, Pettitt y yo nos encontramos para almorzar. Él es un caballero británico encantador, apasionado intelectualmente, que durante años fue profesor en Dinamarca. Habla con las grandes abstracciones propias del mundo académico. Es directo, sin perder la educación.
—Qué coincidencia —dije.
—¿Qué? —preguntó él frunciendo el ceño.
—La manera en que dices que el futuro se parece al pasado, antes y después de Gutenberg. Las similitudes son sorprendentes.
—No —dijo Pettitt, conteniéndose de llamarme tonto—. Por eso lo llamamos el Paréntesis. Es un regreso a lo que había antes. La semejanza entre la era de la red y la de los escribas no es una coincidencia ni necesariamente significa un progreso, sino que representa la posible restauración del estado de las cosas antes de Gutenberg. Por lo tanto, la era de Gutenberg es el Paréntesis, la excepción dentro del cercado. (Pettitt explicó que en Estados Unidos un paréntesis se refiere a los símbolos en sí, mientras que en Gran Bretaña se refiere a lo que está adentro, como esta aclaración).
Con su teoría y su conferencia en el mit en 2010, Pettitt se convirtió, muy a su pesar, en una especie de celebridad entre los académicos de Internet, blogueros y periodistas digitales. Él mismo no es un nerd, al menos no uno digital. Pettitt es un medievalista fascinado por la forma en que la información viajaba en los cantos de esa época. «Un medievalista puede ser un futurista porque el Paréntesis de Gutenberg nos dice que el futuro es medieval», dijo Pettitt en una entrevista. O como argumentó en un artículo: «El futuro, al parecer, será un reflejo del pasado, los cambios inherentes en el paso de la imprenta al cine, a los medios electrónicos y a los medios digitales invertirán los cambios inherentes al paso del manuscrito a la impresión».
Estemos o no de acuerdo con los detalles de la visión histórica de Pettitt y compañía, su teoría llama la atención sobre la oportunidad que tenemos de examinar nuestro pasado reciente y no tan reciente —la era de la imprenta— en contraste con el presente digital y el cambio que augura. Es decir, a través de la perspectiva de este contraste de eras tenemos la oportunidad de definir y juzgar lo que fue, cómo llegamos allí, cómo se está transformando, qué debe descartarse como arcaico, qué debe preservarse como valioso y qué debe crearse para una nueva realidad tomando las lecciones del pasado, tanto las buenas como las malas, para informarnos. También debemos cuestionar nuestras suposiciones actuales sobre el pasado, especialmente sobre quiénes fueron o no incluidos en la primera persona del plural de la sociedad. Muchas comunidades que habían sido excluidas de la conversación pública que se llevaba a cabo en los medios impresos y en los medios masivos de comunicación, en la supuesta esfera pública de la era de Gutenberg, llegan, gracias a Internet, a la mesa donde se negocian las normas y se distribuye el poder.
Estar en el umbral de una nueva era nos permite comprender mejor la época que estamos dejando atrás, no avizorando el futuro, sino con la vista hacia el pasado. «Lo último en tecnología siempre es la oportunidad de viajar metafísicamente hacia el espacio exterior, pero retrocediendo en el tiempo: un viaje de restauración tanto como de progreso», dijo el difunto profesor de la Universidad de Columbia, James Carey. El historiador del libro Adriaan van der Weel también dijo: «Reconocer las continuidades y discontinuidades históricas puede iluminar la comprensión de los nuevos fenómenos que están ocurriendo ahora. A su vez, un estudio de las formas digitales de transmisión textual puede arrojar nueva luz sobre tecnologías anteriores y ofrecer ideas inesperadas sobre la historia del libro». La historia del libro ilumina el rol central que la imprenta desempeñó en la construcción de cada institución moderna —cultura, educación, burocracia, comercio—, y ahora ilumina el rol que Internet está desempeñando al desafiar a cada una de ellas.
La imprenta ha estado implicada en diferentes movimientos telúricos de la sociedad. Gutenberg fue el industrial pionero que introdujo escala, velocidad y estandarización —una cadena de ensamblaje— a la artesanía. Fue el emprendedor pionero que buscó capital de riesgo de su socio, Johann Fust, para pagar el papel, el metal, la mano de obra, la experimentación y el espacio necesarios para producir libros antes de que los clientes pudieran comprarlos. A menudo se dice que la imprenta es un catalizador del capitalismo. En la teoría del capitalismo impreso, de Benedict Anderson, el mercado de la publicación vernácula estandarizó los dialectos como lenguajes, lo que ayudó a definir los límites y conceptos de la nación y el nacionalismo. («Un dialecto», según definición de Umberto Eco, «es un lenguaje sin ejército ni marina»). Por lo tanto, una de las decisiones más trascendentales tomadas por el primer autor superventas, Martin Lutero, fue publicar en alemán, en vez de latín, reuniendo a un público en torno a sus ideas y estandarizando el idioma. La impresión de indulgencias, que empezó en el taller de Gutenberg, provocó que Lutero emprendiera su Reforma, y la imprenta fue el arma que utilizó para desafiar la autoridad de la Iglesia. El libro sembró nuevos métodos en investigación y ciencia, pues los académicos ya no necesitaban viajar en busca de información; esta podía llegar a ellos, proporcionando a mentes distantes los mismos datos con los que podían competir y colaborar para avanzar en el conocimiento. La imprenta, junto con el importante y coincidente desarrollo de las redes postales, abrió el camino a una cultura de noticias, información y debate que, según Jürgen Habermas, fomentó la esfera pública en los cafés y salones de la Inglaterra y la Europa del siglo xviii. Otros afirman que las esferas públicas surgieron antes y en otros lugares, pero, de todas formas, la imprenta desempeñó un papel fundamental. La imprenta alimentó los motores de las burocracias en el Estado moderno con formularios, registros, leyes, proclamaciones y otros documentos efímeros. También con la recopilación de datos. El libro revolucionó la educación, permitiendo a los estudiantes leer por sí mismos en lugar de que les leyeran, transformando, según se dice, nuestra idea de la infancia. Y la lectura, una vez que se volvió silente y solitaria, nos sumergió en nosotros mismos, alterando nuestra interacción con los demás y nuestra visión del mundo.
Aquí no argumentaré que la historia se repite o que incluso es una melodía armoniosa, solo que tenemos lecciones que aprender de lo que ha ocurrido antes. No predeciré, pues no puedo imaginar un oficio más soberbio y fraudulento que el del autodenominado «futurólogo». Como dijo Jean-Claude Carrière en conversación con su compatriota francés, el novelista Jean-Philippe de Tonnac: «El futuro no es una profesión». De Tonnac estuvo de acuerdo: «No podemos predecir el futuro. En estos días, el presente constantemente cambia de piel». No argumentaré que la tecnología en el pasado o en el presente selle algún destino en concreto; no soy un determinista tecnológico. Tampoco añoraré lo que estamos perdiendo; no soy ni un nostálgico ni un revolucionario, solamente pretendo ser realista acerca del cambio que está ocurriendo. Soy optimista (algunos dirían que en exceso), pues creo que con altibajos, disrupción y dolor —y sin escasez de guerras—, como sociedad demostramos que finalmente podríamos gestionar y aprovechar los cambios que la imprenta trajo para nuestro beneficio. En 1900, cuatrocientos cincuenta años después de la invención de los tipos móviles, con motivo de la inauguración de un museo en honor a Johannes Gutenberg en su lugar de nacimiento, Maguncia, Mark Twain consideró que era momento de evaluar el impacto de los libros en la sociedad. Utilizando términos que ahora escuchamos sobre las tecnologías actuales, Twain ponderó lo bueno frente a lo malo —verdad versus mentira, libertad versus despotismo, ciencia y arte versus guerra— y concluyó que lo bueno que los libros trajeron había triunfado mil veces sobre lo malo. Estoy de acuerdo.
Es demasiado pronto, y lamento decir que tal vez usted y yo estamos en una edad en la que no podemos esperar a vivir lo suficiente para presenciar cómo la tecnología transformadora de hoy, Internet, va a terminar. Como ya lo dijo Nietzsche: «La imprenta, la máquina, el ferrocarril, el telégrafo, son inventos sobre los que nadie se ha atrevido a predecir qué les va a pasar en mil años». No podemos saber si Internet se convertirá en un eje fundamental de la historia como lo ha sido la imprenta, pero imagino que así puede ser. La cantidad de cambios que estamos viviendo son solo el comienzo; no terminarán ni en años ni en décadas, tal vez ni en generaciones o siglos.
Aunque no sabemos lo que va a pasar, sí conocemos el pasado. Estamos presenciando el ocaso del día de Gutenberg. Esto no es para predecir la muerte del libro, ni la obsolescencia del texto. En cambio, lo que quiero decir es que la era de la imprenta y del texto están siendo eclipsadas en su influencia por la era de Internet y la información, que nos brindan nuevos medios de conexión, nuevos mecanismos para analizar nuestro mundo y nuevas formas de memoria. Somos afortunados al vivir en un momento de contrastes en el que, al examinar lo que es diferente, lo que podríamos perder, lo que estamos luchando por salvar y lo que podemos inventar, nos permite analizar mejor lo que ha sido: lo que significaba vivir en la época del texto y qué libertades, limitaciones y suposiciones implicaba en nuestras perspectivas del mundo. Vivimos en un momento decisivo, y es justo y necesario que examinemos lo que podríamos ganar y perder.
Tenemos tiempo. Consideremos la cronología de la imprenta, que voy a relatar en estas páginas: Hacia 1450, Gutenberg estaba imprimiendo su Biblia, habiendo desarrollado los mecanismos para diseñar, grabar y moldear letras como tipos de metal y para imprimir sus imágenes en papel. Su obra maestra salió de la imprenta alrededor de 1454. En su primer medio siglo, la impresión se limitó a emular lo que había ocurrido antes: el trabajo de los escribas. El libro en la forma que conocemos hoy, con portada, números de página e índice, no surgió sino hasta alrededor de 1500, al final de lo que se conoce como la fase incunable o comienzos de la imprenta. En 1517, Martin Lutero imprimió Las noventa y cinco tesis, desafiando a la Iglesia y trastocando al mundo. Siglo y medio después de la Biblia de Gutenberg se produjo un auge de innovación en la imprenta. En 1570, Michel de Montaigne comenzó a publicar lo que él describió por primera vez como ensayos. Miguel de Cervantes escribió lo que se considera la primera novela moderna, Don Quijote, en 1605. En ese mismo año se publicó, de forma constante, el primer periódico. Los derechos de autor y un modelo económico para esta industria surgieron en Inglaterra otro siglo más tarde, en 1710. Los primeros avances tecnológicos importantes en la impresión, como la prensa de hierro, la máquina de vapor, el papel de bajo costo fabricado a partir de madera y la estereotipia para moldear y duplicar páginas para imprimir no llegaron sino hasta principios del siglo XIX. La máquina de composición tipográfica apareció a finales de ese siglo. La impresión enfrentó su primer competidor, la radio, a principios del siglo XX, y después llegó la televisión. Y aquí estamos hoy, más de quinientos setenta años después.
Lo que he omitido en esta línea de tiempo es, por supuesto, el nacimiento de Internet. Aunque una red predecesora existía desde la década de 1970, entiendo que el debut de la red como una iniciativa pública y popular ocurre con la aparición del primer navegador web comercial, Netscape Navigator, en el otoño de 1994. Mientras escribo estas líneas, ha transcurrido poco más de un cuarto de siglo desde ese momento. En la línea de tiempo de Gutenberg, eso nos sitúa, aproximadamente, en el año 1480. Esto solo para decir que si estas invenciones trascendentales, la imprenta y lo digital, resultan tener alguna similitud en su progreso e impacto, entonces consideremos la idea de que quizás estemos solo al comienzo de un largo período de cambios vastos y profundos. Algunos dicen que las alteraciones que experimentamos hoy en día suceden de manera rápida. Pero ¿y si en realidad ocurren lentamente? ¿Qué tal si hay muchos más cambios por venir? ¿Y si estamos solo en el inicio? Internet está lejos de su versión final. Desarrollar una tecnología, aprender a explotarla y controlarla y comprender los cambios que se hacen posibles gracias a ella podría llevar mucho, mucho tiempo.
La historia de la imprenta comienza mucho antes de Gutenberg, en China, donde inventaron los tipos móviles, la impresión con bloques de madera y el papel, y en Corea, donde se utilizaba la tipografía móvil antes de Gutenberg, pero no se difundió, tal vez debido a la geografía, a la complejidad de los idiomas o simplemente por cuestiones de tiempo. La historia que cuento aquí rastrea la cultura de la imprenta occidental hasta sus orígenes: hasta Gutenberg y la apertura de su Paréntesis, principalmente en Europa. Cuando la impresión se extendió a otros lugares, como América Latina e India, a menudo fue debido al colonialismo. El surgimiento de la imprenta en el mundo de habla árabe y en África llegó más tarde. Las mujeres entraron lentamente en la narrativa, trabajando como impresoras en conventos o en negocios que heredaban de sus esposos. Como lectoras, las mujeres fueron objeto del pánico moral que suscitaba la lectura como influencia degradante, especialmente de ficción. Con el surgimiento de las revistas, las mujeres finalmente fueron reconocidas como un público y un mercado valiosos. En América del Norte, las personas negras esclavizadas a menudo trabajaban en talleres de impresión y, en la figura de Frederick Douglass, por fin se convirtieron en editores y autores, aunque gran parte de la historia negra impresa se perdió porque no se valoraba ni se conservaba.
La historia de la imprenta es una historia de poder, de control, de intentos de gestionar la herramienta y de cercar los pensamientos que transmitía, de restringir quiénes pueden hablar y qué pueden decir a través de autoridades, mercados, edictos, leyes y normas. Y así, la oportunidad que se nos presenta ahora es la de utilizar nuestras nuevas herramientas para reparar ese crimen y compensar, al menos en atención y respeto, a las personas que durante mucho tiempo no fueron escuchadas. O, por el contrario, ¿lograrán las instituciones dominantes proteger su pasado, descartando a aquellos a quienes los poderosos ven como rivales, invocando el miedo y el pánico y promulgando leyes — como hicieron príncipes y papas hace medio milenio— para restringir quién puede usar estas nuevas herramientas y qué pueden decir y hacer con ellas? Esa es nuestra elección al decidir qué debería ser la red y cómo debemos usarla: ¿con qué propósito?
¿Qué es la red? Mis colegas en los medios de comunicación ven el mundo a imagen y semejanza de ellos y entienden la red como un medio: un nuevo y tercer subconjunto de los medios junto con la imprenta y la radiodifusión. Yo aseguro lo contrario: los medios de comunicación se están convirtiendo en un subconjunto de la red, junto con la mayoría de los demás sectores de la sociedad, todos atraídos por su gravedad de agujero negro. La comunicación ahora está completamente dentro de la red, en la forma de loque llamamos redes sociales, que nacieron allí; el comercio minorista, las finanzas, la educación, la política, el gobierno e incluso el crimen también están siendo absorbidos por la red (aún más rápidamente cuando el mundo «real» se cerró a favor del «virtual» en la pandemia de covid-19 que comenzó en 2020). Por eso, como profesor de periodismo, estoy más interesado en estudiar Internet que los medios de comunicación. Los medios de comunicación son un producto de la era de Gutenberg. Internet es algo distinto.
De entrada, cuando nos enfrentamos a algo tan nuevo, una reacción natural es la de tratar de adaptar lo que existía antes, revisar y rediseñar las formas antiguas, y preguntarnos: ¿Qué tal un periódico que pueda actualizarse minuto a minuto? ¿Cómo sería un libro sin los confines de sus portadas materiales? En un libro anterior propuse que un libro debería evolucionar en cuanto a que cualquier volumen pudiera actualizarse, buscarse, corregirse, enlazarse y discutirse. Ahora entiendo que ese era un pensamiento erróneo, y al final de este libro, expondré mi arrepentimiento. Vivo en el final de la era del texto; todavía veo el mundo a través de los anteojos de Gutenberg. Él mismo no vivió en su propia era; vivió en la época de los escribas, que no terminó hasta mucho después de su muerte. Él replicó el estilo de los copistas, automatizando y perfeccionando su trabajo. Del mismo modo, los editores de hoy insisten en publicar libros, periódicos, revistas, programas y anuncios en Internet, sin duda reconocibles como formatos antiguos ejecutados con una nueva tecnología. Fueron los descendientes de Gutenberg quienes crearon la siguiente era en la apertura del Paréntesis. Serán nuestros descendientes quienes construyan la que sigue.
Pregunto de nuevo: ¿qué es la red? Hasta ahora, la veo como un mecanismo de conexión. Conecta a las personas con la información, a las personas con otras personas, a la información con la información y a las máquinas con las máquinas. ¿Qué hay de diferente en eso? Creo que todos podemos estar conectados. La comunicación unoa-muchos es reemplazada por cualquiera-a-cualquiera y cualquiera-a-muchos. La masa está muerta. Surgen comunidades y movimientos (y con ellos, a veces, conspiraciones e insurrecciones).
Todos tendrán permitido hablar. Cuando la conexión sea universal, hablar dejará de ser un símbolo de privilegio, que es precisamente lo que molesta a quienes tenían ese privilegio. Voces que durante mucho tiempo no fueron escuchadas en los medios masivos de comunicación ahora pueden hablar a través de nuevos medios, lo que plantea nuevas oportunidades y problemas. ¿Quién escuchará? ¿Toda esta charla seguirá siendo una cacofonía o puede convertirse en un discurso productivo?
La información también está conectada. Los datos que antes estaban atrapados en archivadores y hojas de cálculo, al igual que el texto estaba en las páginas de los libros, ahora pueden combinarse con más datos para ampliar la escala y el alcance de la información y el conocimiento, y para enseñar a las máquinas. Algunos se preguntan si es posible saber demasiado.
Y las máquinas pueden encontrar ideas. Con suficientes datos y suficiente capacidad de procesamiento, las computadoras pueden hallar conexiones en la información y predecir el comportamiento humano, a menudo mejor que los propios humanos, lo cual puede tener un efecto perturbador en nuestro conocimiento del mundo.
Hoy en día pensamos que Internet es un relato de tecnología. Por eso, en los próximos capítulos, exploraré la imprenta como un relato de tecnología: su invención, difusión, desarrollo, explotación y control. Sin embargo, la verdadera historia de la imprenta no se trata de las máquinas, sino más bien de lo que las personas podían hacer con ellas, de lo que podían inventar, desde ficción hasta ensayos, enciclopedias hasta diccionarios, periódicos hasta revistas, burocracia hasta propaganda. En las dos primeras secciones de este libro trazaré la historia de la imprenta desde sus inicios hasta su eventual ocaso y examinaré el debate sobre su significado. En la tercera y última sección me enfocaré en Internet y preguntaré qué podemos hacer con ello, utilizando las lecciones que aprendimos en la era de la imprenta.
Fundamentalmente, esta es la historia de una sociedad que vuelve a aprender cómo mantener una conversación consigo misma. Los primeros días de la imprenta eran de naturaleza conversacional: Martin Lutero enfrentándose a la Iglesia a través de panfletos y libros; el filósofo Erasmo de Rotterdam conversando con Tomás Moro a través de los Adagios y de Utopía; Montaigne decidiendo si mantenía una conversación consigo mismo, con sus amigos o con el mundo en sus Ensayos; John Milton, Benjamin Franklin y John Wilkes defendiendo la importancia del debate público en sus publicaciones, todos ellos continuando con las grandes tradiciones de Platón, Sócrates y Cicerón al valorar la conversación como una herramienta de amistad, aprendizaje y, en última instancia, de democracia. La conversación pública quedó ahogada a medida que los medios de comunicación se hicieron verticales, unidireccionales, homogéneos y genéricos. También es un relato de tecnología: de máquinas de vapor que brindan escala a la impresión para crear el mercado masivo, los medios masivos de comunicación, la cultura masiva, la política masiva y la idea de lo masivo. Durante medio milenio, los actores de los medios de comunicación —editores, editoriales, productores— controlaron la conversación pública. Ahora podemos liberarnos de su control, sus agendas y sus carencias, al mismo tiempo que corremos el riesgo de perder el valor que estas instituciones han aportado al recomendar calidad, certificar hechos y apoyar la creatividad. ¿Qué debemos inventar para reemplazar estas funciones? A final de cuentas, Internet permite que los individuos hablen y que las comunidades se reúnan y actúen según sus propias definiciones, acabando con el concepto de masa. Celebro el cierre del Paréntesis de lo masivo. En cuanto al Paréntesis de Gutenberg, no aplaudo su fin. En cambio, creo que este es el momento de honrar su existencia y todo lo que nos ha brindado, y de aprender de él mientras entramos en una nueva era.
Por Jeff Jarvis
