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El populismo no es como lo pintan

El populismo no es demagogia, autoritarismo antidemocrático, no implica el endiosamiento de un líder que pase por encima de las instituciones y tampoco existe el populismo de derecha. Estas, entre otras, son ideas que la filósofa Luciana Cadahia y la politóloga Paula Biglieri defienden en su polémico libro Siete ensayos sobre el populismo (2021) publicado por la editorial Herder. El tema resulta de interés en nuestra coyuntura electoral.

Damián Pachón Soto
24 de marzo de 2022 - 02:25 p. m.
El libro "Siete ensayos sobre el populismo" se publicó en noviembre de 2021.
El libro "Siete ensayos sobre el populismo" se publicó en noviembre de 2021.
Foto: Archivo Particular

Recientemente el candidato del Pacto histórico Gustavo Petro propuso la construcción de un tren elevado que comunique el Chocó con el Caribe. Frente a esta ambiciosa propuesta encaminada a la integración del país, a fortalecer el mercado interno y la infraestructura, los opositores salieron a tildarlo de populista. Pues bien, esa calificación alude en este contexto a demagogia, a prometer lo que supuestamente no se puede cumplir, en pocas palabras, es asociada a una promesa o a una mentira deliberada para obtener votos. Y es que el adjetivo populista ha tenido una mala factura en los medios de comunicación y en los sectores políticos. El populismo es asociado con experiencias históricas concretas, eso sí, muy selectivamente escogidas; con el autoritarismo, con actitudes dictatoriales y antidemocráticas, autocráticas, con la reducción de lo múltiple y lo heterogéneo y hasta con el fascismo. Pero ¿es posible una lectura distinta? ¿Es posible una teoría renovada del populismo? Esta es la tarea teórica que emprenden Luciana Cadahia y Paula Biglieri en Siete ensayos sobre el populismo, previamente publicado en inglés por Polity Press, Cambridge (2021) y traducido al español por la editorial Herder. Ahora, ¿cómo lo hacen? Veamos.

Bien conocida es la afirmación de Félix Guattari y Giles Deleuze según la cual la filosofía consiste en crear conceptos cuando estos son necesarios. Pero no existe esta única opción. No. Es posible resemantizar o darle otros contenidos a conceptos ya existentes. Es posible re-semantizarlos dándoles nuevos significados. De esta manera, conceptos como pobreza, igualdad, libertad, bienestar social, por ejemplo, pueden enriquecerse y decir mucho más de lo que habitualmente dicen. Se trata de asumir con Lois Althussser que: “en la lucha política, ideológica y filosófica, las palabras también son armas […] Este combate filosófico por las palabras es una parte del combate político”. Pues bien, lo que hacen las dos autoras es dar una auténtica batalla filosófica por el populismo. Por eso es un texto polémico, donde polémica significa, para decirlo con Rafael Gutiérrez Girardot, “guerra intelectual”, o lo que es lo mismo, argumentar para tener razón donde el otro no la tiene, o para sentar un punto de vista, una lectura, una perspectiva que igualmente puede ser debatida.

El punto de partida de las autoras es la obra de los pensadores Ernesto Laclau y Chantal Mouffe quienes a partir de su libro Hegemonía y estrategia socialista de 1985, desde el posmarxismo, rescataron la idea de una democracia radical, lo que llevó a revaluar el concepto de populismo y darle una connotación positiva. Estas ideas fueron ampliadas por Laclau en su libro La razón populista de 2005. Hay que anotar que la obra del filósofo argentino Ernesto Laclau, fallecido en el año 2014, dejó una fuerte impronta a finales del siglo pasado y comienzos del presente. Su obra fue discutida por pensadores de la talla de Slavoj Zizek, Judith Butler o Enrique Dussel. Pues bien, en esa línea de “debates y combates” se inscribe la lectura de Cadahia y Biglieri. La idea inicial es la de la prelación de lo político sobre lo social. Es más, lo social no es algo dado, definitivo, ocluido, cerrado, sin fisuras, sino que es constituido políticamente. Lo político precede a lo social y lo instituye. Por eso el sentido es algo que se disputa políticamente, que se combate. Esto se entiende a partir de la diferencia entre lo político y la política, distinción que remite a la famosa diferencia ontológica de Heidegger. Es decir, lo político es lo ontológico, es antagonismo, conflicto, contradicción, atravesado por la falta; y la política es lo óntico, son las cristalizaciones de sentido, los nodos, son las instituciones, el Estado, los poderes constituidos, los parlamentos, etc. Así, el antagonismo es negatividad (Mouffe) y es irreductible y es el motor de cualquier transformación en la sociedad.

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Pues bien, desde este punto de vista el populismo es una lógica de lo político (es una “ontología de lo político”) caracterizado por la falta, que deviene en demanda, que dicotomiza el espacio social en dos creando identidades políticas, etc. El populismo debe entenderse como una articulación de las demandas del pueblo orientadas por un ideal igualitario, popular, de expansión de los derechos democráticos. El populismo se toma en serio la idea de Rousseau según la cual la libertad presupone la igualdad, pues de lo contrario no es en absoluto libertad o es libertad a medias. En el populismo es el pueblo el que insurge, se organiza y disputa el sentido de lo social, batalla por las instituciones y la transformación de las reglas de reparto de lo sensible, para decirlo con J. Ranciére. Por eso, las dos autoras sostienen: “entendemos el populismo como una corriente de pensamiento emancipador inserto en los debates filosóficos y políticos actuales”. Es, en otras palabras, “el modo que los plebeyos disputan la res pública, que las oligarquías desean conservar como un tesoro para sí”.

Por eso, el rechazo al populismo lo que pone de presente es el temor al pueblo, el temor a la voluntad popular creativa, críticas que provienen desde el modelo liberal y su culto a los procedimientos presuntamente neutros; del marxismo que endilgó al populismo haber abandonado la lucha de clases y haber desplazado al proletariado; de teorías sociológicas que vieron en el populismo un obstáculo para alcanzar la modernización y el desarrollo o, actualmente, del neoliberalismo que se basa en la lógica de la empresa y del emprendimiento individual y que rechaza la dimensión colectiva e incluyente del populismo.

El populismo parte del pluralismo, de la diversidad, del antagonismo, de la falta de lo social, de las demandas del pueblo. Éste no es una sustancia, no es una cosa, no es un grupo homogéneo. No. El pueblo solo tiene realidad en cuanto se convierte en actor colectivo, por eso no es un concepto sociológico, sino político. Ahora, estas demandas, necesidades, deben reivindicarse, deben articularse políticamente de tal manera que permita formar una cadena de equivalencia, es decir, un significante vacío que las ligue, que una esos eslabones particulares. Por ejemplo, en un barrio con problemas de sanidad, educación, inseguridad, violencia, falta de atención en salud, puede ser la idea de Justicia social la que opere como un universal (un significante vacío) que una esas demandas diferenciadas, y la que haga emerger al pueblo como actor político. Esa articulación del pueblo (sin eliminar las demandas diferenciales y específicas- lógica de la diferencia) es fundamental para la creación de identidades políticas y para el logro de lo que Gramsci llamó hegemonía. En la hegemonía es un particular el que pasa a representar el todo social, pero la hegemonía nunca es definitiva, no se cierra, por eso puede ser disputada políticamente y por eso el populismo no tiene nada que ver con el sueño delirante de construir un pueblo-uno, identitario, cerrado, suturado, obturado o excluyente.

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El pueblo, como se dijo, no es algo dado de antemano, no es una esencia; es, más bien, una articulación contingente, una subjetividad política: “el pueblo del populismo no es una unidad entendida como una identidad cerrada sobre sí misma que expulsa las diferencias. Por el contrario, el pueblo es posible gracias a la heterogeneidad constitutiva y a la posibilidad de expresarse mediante diferencias que se articulan”. Lo que cuenta es la lógica articulatoria del mismo mediante la cual se disputa lo público y aquí es claro que la organización es fundamental. No existe en esta lectura del populismo identidades previas pues éstas se dan o constituyen en procesos de identificación, es decir, surgen de manera relacional. Por eso, aquí las instituciones de la sociedad civil son claves: grupos, sectores, asociaciones, partidos, asambleas, pues operan como mediaciones y porque juegan un papel central en la disputa política por las instituciones o el Estado. Por lo demás, en el populismo el Estado no es una construcción cerrada o monolítica, un instrumento opresor vertical sobre la comunidad, sobre los de abajo. No. El Estado, como toda institución, puede ser disputado políticamente pues es una institución imperfecta, con fisuras y fallas, atravesado por fuerzas antagónicas, susceptible de ser hegemonizado.

Debido a lo anterior, el populismo no es anti-institucionalista, sino que asegura los triunfos creando instituciones disruptivas, asume que el Estado puede operar sobre las demandas y las necesidades populares: “nosotras consideramos la posibilidad de una institucionalidad populista construida por los de abajo en los términos de un tipo de articulación institucional muy poco explorada hasta ahora”. Por eso es posible hablar de un “Populismo republicano” que asume la inerradicabilidad del conflicto y que, como Maquiavelo, piensa que las libertades, las instituciones y lo social se mantienen y evolucionan justamente gracias a esa irreductibilidad del conflicto social. El conflicto, desde esta perspectiva, como ya decía el sociólogo y filósofo Georg Simmel, es positivo y creativo.

El populismo en esta lectura es necesariamente emancipador (pues está atravesado por la heterogeneidad, el pluralismo, la diversidad, el antagonismo), por ello nada tiene que ver con los nacionalismos identitarios, xenófobos, conservadores, neoliberales, anegados por la idea cerrada de nación, raza, religión, heteronormatividad, etc. En realidad, para las autoras, los casos de Bolsonaro, Trump, Vox en España, Erdogan, etc., nada tienen que ver con el populismo. Son llanamente fascismos cuya lógica es la de la exclusión incompatible con la extensión democrática y la mayor universalización posible de los derechos, de las libertades, de la igualdad, de la no servidumbre. Al respecto dicen: “el fascismo asume la creencia de que para poder gobernar y garantizar el orden necesita recomponer la unidad perdida de la comunidad. Y, a su vez, esa unidad perdida habría venido originada por la intromisión de una presencia exterior que la amenaza desde dentro. El otro ya sea el inmigrante, el campesino, el indígena, el negro, la mujer, el gay, la lesbiana o trans, opera como un elemento de alteración de la unidad…el fascismo opera con la fantasía de poder alcanzar el pueblo-uno, es decir, un pueblo sin antagonismos ni diferencias”. Por eso, no existe el populismo de derecha. Para Cadahia y Biglieri esto es- en mis términos- una contradicción en sus términos (contradictio in adjecto).

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Otro aspecto de esta teoría renovada del populismo tiene que ver con la idea del líder y del papel del liderazgo en las disputas políticas, en las formas políticas y en las revoluciones. Aquí ellas parten de la idea de la pensadora Chantal Mouffe cuando dice: “es muy dificultoso encontrar ejemplos de los movimientos políticos importantes sin un líder prominente”, pues la cuestión del líder y del liderazgo es tan viejo como occidente mismo, basta pensar en Pericles y el movimiento democrático antiguo en Grecia. Pero el asunto de fondo es que el vínculo entre el líder y el pueblo no es de subordinación de este último. Hay un conjunto de mediaciones entre ellos, por ejemplo, organizaciones de la sociedad civil. Lo que ocurre es que el líder opera como significante vacío que articula al pueblo mismo, el cual también genera procesos de identificación con el liderazgo. Debido a que el pueblo también está hecho de “un tejido de instituciones” no le es posible al líder fetichizarse, para decirlo con Dussel. Desde su punto de vista, el líder siempre es un primus inter pares. El líder siempre es responsable y debe dar cuenta ante la comunidad”. En mis propios términos, el liderazgo es un plebiscito que se refrenda todos los días. En el líder también pueden estar encarnadas las batallas pasadas, las luchas, las fuerzas históricas derrotadas previamente. Por eso, nunca “se trata de una mera voluntad individual que dispone de las cosas a su gusto y que puede adquirir rasgos más o menos autocráticos según el caso”. Cabe aquí la afirmación de José Martí: “no es que los hombres hacen los pueblos, sino que los pueblos, con su hora de génesis, suelen ponerse vibrantes y triunfantes en un hombre”. El líder solo es posible por un pueblo que lo reconoce, no es una instancia trascendental independiente de la gente a quien debe su legitimidad.

Finalmente, hay que decir que lo que han hecho las autoras en este libro valiente es pensar contracorriente, es hacer un esfuerzo teórico por dislocar el sentido común prevaleciente en las discusiones de pasillos, de los políticos o de los medios hegemónicos. Es un libro que también aborda el tema de la militancia y del feminismo populista y que exige, para su lectura, un debate con la teoría política contemporánea y el psicoanálisis. Con todo, quisiera plantear algunos elementos para la discusión. El primero, ¿es válido igualar lo político (concebido ontológicamente) con el populismo? ¿Qué ocurre con otras apuestas de ontología política, otras formas políticas?, ¿podrían ocupar ese mismo lugar de privilegio? ¿Si el populismo es también un cierto constructivismo político, no puede devenir, realmente, en autoritarismo? El segundo aspecto es que se echa de menos en el texto una discusión con algunas tendencias actuales de la filosofía política de la región, específicamente, con la obra de Enrique Dussel en textos como “Estatuto ideológico del discurso populista” (1977) y “Cinco tesis sobre el populismo” de 2007. Me parece que en estos textos hay elementos interesantes para el dialogo, por ejemplo, algunas construcciones teóricas sobre el liderazgo, el pueblo, y lo que él llama el “analógico hegemónico” que permite cuestionar la teoría de la lógica de equivalencias de Laclau. Igual diría de algunas críticas que Santiago Castro-Gómez plantea a Laclau en su libro Revoluciones sin sujeto. Slavoj Zizek y la crítica del historicismo posmoderno (2015). Un tercer elemento que falta profundizar (si bien es un discurso teórico en construcción) es el tema de los afectos- que es mencionado algunas veces, por ejemplo la articulación feminista por el amor- pues estos también constituyen una dimensión ineludible de la política, como bien reconocía ya Gramsci el siglo pasado. Tal vez estas discusiones contribuyan a la tarea de repensar un populismo- como articulación política del pueblo- para los tiempos actuales.

Por Damián Pachón Soto

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hernando(26249)24 de marzo de 2022 - 03:29 p. m.
Elucubracion y pirueta verbal sin analisis historico. Los movimientos reales q se dicen a favor del pueblo muestran su potencial y sus limites: datos no verbo, por favor
Damian(84608)24 de marzo de 2022 - 03:48 p. m.
El libro no obvia las experiencias históricas, pero también es una apuesta teórica. Al ser una construcción teórica no deriva aspectos normativos de los descriptivos... hay que leerlo. En la reseña no puedo aludir a todos los aspectos.
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