Entre viajes, cartas, propuestas, ilusiones, desencuentros y rumores, y por supuesto, textos y más textos, Friedrich Nietzsche le pidió a Lou Salomé en junio de 1882 que se encontraran en Berlín, o más que pedírselo, le informó que él iría, que estaría a las 11.40 en la estación de Anhalt, y le aclaró que iba de paso, camino hacia Grunewald. Había decidido acompañarla a Bayreuth, muy a pesar de que Beyreuth era sinónimo de Richard Wagner, y de que Wagner se había convertido con el paso de los días en el más pesado de sus odiados fantasmas. No le importó. Si era por estar con ella, hasta volvería a verse con Wagner, luego de que hubiera terminado con él. Las mutuas influencias, sus gustos por Schopenhauer, las mutuas alabanzas, se rompieron una tarde en la que Nietzsche elogió a Brahms y Wagner lo despreció.
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Entonces se enfrentaron por sus opiniones sobre la guerra y el futuro, sobre el arte y la filosofía. Wagner se había aburguesado, decía Nietzsche, y cuestionaba que los festivales de Bayreuth fueran apenas una gloria personal y no la piedra de un peldaño que salvara a la humanidad de tanta materia, de tanta alienación. Ya Nietzsche era Nietzsche. Cuestionaba a Wagner, pues, decía, se había cristianizado en Parsifal. Empezaba a ser aquel que escribía notas a sus amigos que decían: “El curioso peligro de este verano se llama, para mí, locura”. O, “Exijo tanto de mí, que me muestro desagradecido con lo mejor que ya he hecho, y si no voy tan lejos que consiga que milenios enteros hagan sus mejores votos en mi nombre, no habré alcanzado nada ante mis ojos”.
Incluso, ya comenzaba a ser Zaratustra: “Quiero forzar a los hombres a tomar decisiones determinantes para el futuro entero de la humanidad”. Ese futuro debía ser romper las antiguas tablas. Wagner era el pasado, pero aún así, “a pesar de todo”, como afirmó años más tarde, su pasión por Lou Salomé valía la pena. Ella le había dicho que no iría a Berlín. “Nada de Berlín”, le escribió, pero a Nietzsche no le importó. Estaba convencido de que ella iría. Tan convencido, de que la esperó y la esperó viendo sombras pasar por su lado, tratando de adivinar entre esas sombras la de Salomé, pero de ninguna salió una palabra. Menos, un gesto. Como lo señaló Werner Ross en su biografía “Nietzsche, el águila angustiada”, estaba al acecho de su presa. Era un león, como le escribió a Paul Rée.
En palabras de Ross, “Fracasó, al igual que fracasó todo. Con sus ojos afectados por la miopía, se mantuvo al acecho en la estación, buscando la negra silueta de la esbelta muchacha… en vano. ‘Anhelo ese género de almas. Sí, es más, pienso ir próximamente a capturarlas’, le había escrito hacía algunos meses a su amigo Rée; le gustaba verse a sí mismo como un león en busca de su presa. Pero en realidad había sido burlado, se había dejado tomar el pelo por una jovencita”. Cuando regresó de su viaje-fracaso-desolación, le envió una carta a Rée y una más a Lou Salomé. En las dos decía que se había sentido como “una moneda perdida, que había perdido yo mismo, y que debido a mis ojos era incapaz de ver, aunque la hubiera tenido a mis pies, incitando a la risa a todos los transeúntes”.
Después, volvió a atacar y le propuso a Salomé que trabajaran y estudiaran juntos y de nuevo, que había dispuesto de algunos documentos y borradores dignos de atención. Amable, casi que condescendiente, le preguntó si podrían encontrarse en Viena, y luego cambió el lugar por Tautenburg. Más que amores, Nietzsche realmente había decidido dedicarse durante los siguientes diez años al estudio de las ciencias naturales. Necesitaba aprender mucho más de lo poco que sabía de ciencias para construir una base sólida sobre la cual formular su teoría del eterno retorno. “Sólo después de años enteros de silencio absoluto pretendía… aparecer entre los hombres como el maestro del eterno retorno”, escribió 12 años más tarde Lou Salomé en su libro “Friedrich Nietzsche en sus obras”.
Nietzsche y Salomé se vieron por fin en Tautenburg. Él llegó a solas, y ella, con la hermana de Nietzsche, Elisabeth. Se alojaron en las habitaciones comunitarias de la casa parroquial. Días antes, en Jena, Salomé y Elisabeth Nietzsche habían tenido una discusión subida de tono en la que la aprendiz rusa había dicho que Friedrich le había hecho “una ‘indecente’ propuesta de amancebamiento”, como lo escribió Werner Ross, quien unas líneas más adelante aclaró que “Las palabras de Lou, en la versión de Elisabeth, sonaban así: ‘Él era un loco que no sabía lo que quería, un vil egoísta que sólo había querido aprovechar los dones de su espíritu. Él no le importaba a ella lo más mínimo, pero si no iban los dos juntos a una ciudad, la acusarían de no ser ‘mayor’, razón por la que Fritz no quería estudiar con ella, y eso la ponía en ridículo’”.
Elisabeth le respondió que aquello que decía podía ser cierto con respecto a los rusos, pero que para ella la pureza espiritual de su hermano estaba por fuera de toda discusión. Salomé le contestó que “quien primero mancilló con las más bajas intenciones nuestro plan de convivencia, quien primero empezó pretendiendo una amistad espiritual porque no podía conseguirme para otra cosa, quien primero pensó en una relación de mancebía, fue tu hermano”. Ya en Tautenburg, todo parecía olvidado. Sin embargo, pocos instantes después de que Nietzsche fue a verificar que se hubieran acomodado bien, Lou volvió a explotar. De acuerdo con Elisabeth, Lou Salomé “se volvió casi atrozmente indecente”, hasta el punto de que ella le pidió tajantemente que dejara ya “de decir indecencias”.
La indecencia de Salomé consistía en haber dicho que podría perfectamente dormir en la misma habitación con Nietzsche sin que ocurriera nada, sin que tuviera ningún pensamiento lascivo, o por lo menos, sensual. Para cerrar la discusión, le aclaró a Elisabeth Nietzsche que con “Rée, mis palabras son aún más indecentes”, y le recordó de nuevo el plan de amancebamiento de su hermano. En la versión de Ross, “A la mañana siguiente, Elisabeth hizo la maleta. También Fritz encontró grave el asunto, a pesar de su locura de amor; se produjo un enfrentamiento. Lou quería o tenía que irse al día siguiente y… se quedó tres semanas”. En su “Mirada introspectiva”, explicó que sus diferencias con Nietzsche habían sido generadas por las habladurías de la gente, y que las superaron trabajando.
Para Ross, “Elisabeth fue dejada de lado por perturbadora”. Durante aquellas tres semanas, se “mataron formalmente a hablar”, escribió Salomé, que le mostró a Nietzsche su “libro piloto de Stibbe”, el bosquejo de una novela que pensaba escribir. Organizaron horarios de lectura y de correcciones. Ella tomaba apuntes. Él le sugería cambiar una que otra palabra, o resumir una idea de sus aforismos. Incluso, plasmó en un papel una especie de decálogo sobre la literatura para que su alumna lo tuviera en cuenta. Entre unas y otras cosas, iban soltando frases y correcciones que en el fondo eran indirectas hacia el otro. Salomé escribía que “La proximidad espiritual de dos personas requiere de su expresión física… pero la expresión física ahoga su proximidad espiritual”.
Luego subrayaba, tachaba y volvía a la carga: “Para mantener pura la amistad entre dos sexos hace falta, o bien una antipatía física, o bien una gran simpatía espiritual”.