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Hace poco terminé “Los abismos”, la novela de Pilar Quintana que ganó el Premio Alfaguara este año. Lo que más me llamó la atención fue la descripción de los pisos y de las plantas que hay en las casas de Cali. La selva, como escribe Pilar. Los pisos de las casas de Cali, que de sólo verlos a uno se le antojan fríos y le entran ganas de quitarse los zapatos para andar descalza. Y las plantas de las casas de Cali que, es verdad, se meten por todos lados y, si uno se descuida, terminan entrando por las ventanas como creyéndose dueñas de todos los espacios y de toda la ciudad. En Cali aprendí eso siendo niña: a andar sin zapatos todo el tiempo. Y a cuidar matas. En Cali, donde aprendí a ser casi todo lo que soy.
Aprendí a nadar, a comer mango biche con sal, pimienta y limón, grosellas, chontaduros, aborrajados, empanadas, champús y las marranitas que prepara mi papá. También pandebono con un poquito de azúcar encima, como se lo comía mi abuela. En Cali aprendí que el día de los ahijados a uno le daban una maceta adornada con un ringlete, dulces y banderitas de la ciudad (azul, rojo, blanco, rojo, verde). En Cali di mis primeros besos, tuve mis primeros novios y fui a mis primeras fiestas. En Cali aprendí que el viento no estorba, porque a las cinco siempre hay viento. En Cali aprendí a bañarme en el río Pance, sinónimo perfecto de felicidad, con su agua helada, capaz de sacar todos los demonios y de limpiar todas las almas. “Me da un poco de frescura abrir el ojo más o menos lejos de Cali y cerquita a Pance…”, como escribió Andrés Caicedo.
En Cali aprendí a adorar el sol. A salir al sol como serpiente, cada vez que hacía un rayito y a andar por todas partes con el vestido de baño por debajo. Es por culpa de Cali que ando buscando el sol en cada rincón del mundo en donde he vivido. En Cali escuché historias de vampiros, brujas y diablos y oí, por primera vez, hablar del duende que le hace trenzas a la cola de los caballos, y de la patasola que anda llorando entre los cañaduzales. En Cali me hice hincha del América y aprendí a amar a ese equipo con toda mi alma, y en Cali, por culpa de ese equipo, cuando era niña, pensaba que el carro de los bomberos sólo servía para que los jugadores se subieran en él a andar por toda la ciudad cuando quedaban campeones. En Cali aprendí a amar el fútbol y el estadio olímpico Pascual Guerrero.
En Cali aprendí (muy a medias) a bailar salsa y a disfrutar el despelote de la feria. También, en Cali, me hice amiga de la gente del Pacífico con la que fui a rumbear muchas veces a la calle del pecado a rematar los conciertos del Petronio Álvarez con sus licores y sus comidas para entender de dónde es que vengo. En Cali descubrí la música del Litoral, del mar, de los ríos y de la selva y bailé por sus calles, feliz y sudorosa, mil noches con amigos del alma. Definitivamente en Cali es donde más feliz he sido.
Cali es rara, mística, casi bipolar. Una mezcla de esa selva que se mete en las casas, de ese clima que hace que todo el mundo sea irreverente, de esa gente que viene del Pacífico que canta casi todo el tiempo, de esos que creen en brujas y vampiros, de la salsa, de los siete ríos, de los Farallones que la envuelven, de la luz amarilla de las tres de la mañana, del olor a flores y a tierra mojada, de la bullaranga de los grillos, de las chicharras y de los pájaros. Esa mezcla que, al menos yo, no tengo palabras para describir. Eso es Cali. Eso y toda la gente que la habita. Gente idéntica a su ciudad. Dulce y ácida y también picante, como esos bombones mexicanos que estallan en la lengua y que uno, a ciencia cierta, realmente no sabe a qué saben.
De Cali me fui muchas veces y todas las veces he vuelto. Me fui de niña en la época del Cartel. Estudié el colegio en Popayán, cerquita de mis abuelos maternos y allá crecí en una casa como de 200 años, esa sí, de verdad, llena de fantasmas. De noche se escuchaban pasos de alguien descalzo que arrastraba cadenas y a veces aparecía el fantasma de una viejita fumando en el brocal. Cuando la cosa se ponía muy dura, Zeus, el pastor alemán de mis abuelos, corría como loco desde el zaguán hasta la tapia del solar y cuando uno ya estaba a punto de ir a donde el Padre de la Iglesia de Santo Domingo a pedirle que le hiciera un exorcismo, llegaban las vacaciones a Cali. Los fantasmas de la casona de Popayán desaparecían y en su lugar llegaban, otra vez, los vestidos de baño y la piscina de la casa de mi tía.
Así pasó la vida. Lejos de Cali mucho tiempo, viviendo en muchos lugares y buscando a Cali en todos. Deseando siempre volver. Con una ciudad idealizada en mi memoria. Hasta que de tanto pedirlo, el universo por fin me escuchó y hace un año volví. Llegué iniciando el tiempo de la pandemia. Dejando atrás más de 20 años. Amores, recuerdos, amigos. Aterricé en Cali sin maletas, pensando que esto sólo duraría 15 días. Luego llegaron las movidas y los trasteos. El desapego. Y como por arte de magia o del destino, o simplemente las cosas que llegan cuando uno deja ir otras, llegó la casita del río que se ha convertido en mi lugar y en mi espacio más sagrado, al lado de la quebrada del Indio y a un kilómetro de pueblo Pance.
Pance, el lugar de todos los caleños. Porque todos hemos ido al río alguna vez, a La Vorágine, a la Chorrera del Indio o a Pico de Loro. La casita del río ha sido el reencuentro conmigo misma y con esta ciudad. Con mi espíritu caleño y con todo lo que soy y lo que creo. Es un lugar en donde la selva entra por la puerta, sale por la ventana y vuelve a entrar por el balcón y todos los objetos, las cosas y los pensamientos se llenan de paz. Por las noches suena el río y cuando llueve, se crece y uno siente que se va a meter a la cama a dormir. Hay montones de animales que llegan de visita de día y de noche y yo sólo ruego que el miedo a las culebras se me quite. Dormir en ese lugar es uno de esos milagros que sólo hace Cali. El milagro de sentir que todos somos parte del mismo cosmos.
Hace un año regresé a Cali con una certeza: no puedo ser mamá. Esa confrontación que tarde o temprano tenemos las mujeres con la maternidad. Fue mi regreso a Cali lo que me dio fuerza y luz para tomar la decisión de adoptar un bebé. Un niño o una niña caleña (o de algún lugar del Valle del Cauca o del Pacífico) que en este momento espera por mí. La decisión de ser madre, sin duda la más importante en la vida de cualquier mujer. La tomé cuando regresé y no ha cambiado. Ahora “Cali es una bomba de tiempo”, como dicen muchos. Y me tocó verla explotar. Los ojos del mundo están hoy aquí, en el momento en que regreso. Como si la ciudad y yo fuéramos una misma esencia. La ciudad explota se levanta furiosa cuando estoy en el proceso de adopción de un ser humano, acto revolucionario en sí mismo, y justo cuando veo los helicópteros sobrevolar Cali de día, de noche y al amanecer. Hay militares en las calles. Pero el sonido de las sirenas y de los helicópteros que hace vibrar los vidrios de las ventanas, no cesa. Y la ira, el hambre y la desolación de la gente en la calle, tampoco.
Nada de lo que está ocurriendo cambia lo que siento. Ninguna de las imágenes de los noticieros de televisión, o los mensajes difundidos en las redes sociales y en los periódicos. Nada va a reemplazar las imágenes que tengo. Los que amamos a Cali seguiremos aquí. Los que hemos vuelto, no nos iremos más. Desarmados y dispuestos a seguir. Rodeados de plantas que se meten por todas partes y con la misma sensación permanente de estar viviendo en una selva, como escribe Pilar Quintana. Una selva viva y poderosa con muchos claros de luz por donde seguro entrará nuevamente el sol.