El Magazín Cultural
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El retorno Cepeda Samudio

A propósito del Carnaval de las Artes en Barranquilla, una revisión a la obra del fundador del grupo de La Cueva.

José Luis Garcés González *
24 de enero de 2016 - 02:00 a. m.

A finales de 2015 el sello editorial Alfaguara puso a disposición del público de habla hispana la obra completa del escritor Álvaro Cepeda Samudio (Barranquilla 1926-Nueva York 1972), y ese es el comienzo justificado de una fiesta. Un trabajo escritural que García Márquez, dando muestras de una honestidad sin fisuras, pese a la sólida amistad que tuvieron, calificó como “una obra inconclusa, desordenada, dispersa y desigual… pero que le abrió nuevos horizontes a la cultura colombiana”.

En el volumen mencionado están los cuentos de Todos estábamos a la espera (1954), la novela La casa grande (1962) y Los cuentos de Juana (1972). De esa trilogía se hicieron dos ediciones. Una, la colombiana, con toda su narrativa; otra, la crítica, publicada en Francia por la Colección Archivos del Centro de Investigaciones Literarias Latinoamericanas (CRLA-ARCHIVOS) y la Universidad de Poitiers-CNRS. Ambas ediciones constan de un solo tomo, y estuvieron bajo la dirección del escritor y pintor Fabio Rodríguez Amaya, profesor de la Universidad de Bérgamo, en Italia.

Mucha gente que en la costa Caribe era joven y no tan joven en la década de los ochenta del siglo XX no entendía a cabalidad cómo un tipo que era negado para la disciplina creativa y para la lectura disciplinada, y “que no se había podido quedar quieto más de una hora en su vida”, logró escribir los vanguardistas cuentos de Todos estábamos a la espera. No faltaron los que, entusiasmados en exceso, quisieron imitar a Cepeda en el atuendo físico, dejándose crecer el pelo, bebiendo cerveza en cantidades, practicando la informalidad excesiva, calzando sandalias y usando anchas camisas a cuadros. Claro, fracasaron, el asunto no era de exteriores sino de talento. Quedaron sin literatura, convertidos en Cepeditas sin sustancia.

Miremos los textos del volumen que, según Gabo, si no es el mejor libro de cuentos que se ha publicado en Colombia, sí es el más interesante.

Todos estábamos a la espera, cuya primera edición data de 1954, después de que superó el naufragio del grupo de amigos que se bebió dos veces en el Café Colombia, de Barranquilla, los quinientos pesos que costaba la impresión y que a Cepeda se los había dado su padrastro, don Rafael Bornacelli y Montero, es una selección de cuentos en donde lo urbano se mezcla con lo desconcertante, con lo inexplicable, con realidades paralelas a las convencionales y con subjetividades experimentales. Es un texto de matices sugerentes, cuyo manuscrito anduvo perdido durante un año en la guantera de una camioneta que Cepeda había vendido dos semestres atrás. Son, en total, 12 historias. Breves y distintas, divididas en nueve relatos y un apéndice.

En Hoy decidí vestirme de payaso –la narración que inicia el libro y la que más le gustaba a García Márquez– hay una voz en primera persona que cuenta y, a la vez, explora. Que se lanza a la búsqueda, a la experimentación. Que plantea la contradicción entre las apariencias y las esencias. Este relato muestra lo incomprensible e incomprendido que puede llegar a ser el hombre cuando se pinta la cara, se pone unos zapatos ajenos, se ensarta un atuendo de escándalo y decide actuar como lo que no es. Metido, eso sí, en su carnaval solitario.

Todos estábamos a la espera es una narración que hace honor a su nombre y que extiende el asunto de varios de sus personajes a los demás textos del libro. Y que, además, rompe con la temática tradicional de la cuentística colombiana. Aquí el vivir no es ser ni existir: es esperar. Los espacios y las cosas: un bar, un tocadiscos, una canción, una estación de buses, una muchacha súbita que espera transporte, una gente que llega y espera, otra gente que no llega y es esperada. Esa persona puede llamarse futuro o esperanza, pero eso ya no importa. Estructurado en dos planos fundamentales, el texto nos dice que la gente de la espera empieza a beber, incluso sin dinero, hasta cuando el dueño del bar les dice: beban ustedes, que yo pago. Los elementos surreales se hallan en expresiones escriturales como paredes que se alejan, revistas que hacen muecas, soledades que se encuentran y se separan, realidades circulares que retornan al punto de partida. Igual que este cuento, todo el libro está escrito en clave de espera.

Vamos a matar los gaticos es una breve demostración de destreza dialogal; un relato tenso y rápido. Está construido con base en la conversación, no en la descripción, como en Los asesinos, cuento de Ernest Hemingway, o en Un día perfecto para el pez Plátano, relato de J. D. Salinger. Allí la “inocencia” de unas niñas decide matar unos gaticos recién nacidos. Y entonces el lector empieza a pensar, más en los tiempos que corren, que la perversidad no tiene edad, y que es tarea ineludible desplazar lo cruel del alma humana.

En Hay que buscar a Regina se observa una historia de pasión y misterio que desemboca en la confesión de un posible asesinato. Todo el texto es una afrenta y una duda. Regina pretende ser vendida por su padre, el viejo Hernández; pero Regina quiere a un hombre, al cual sale a cumplirle una cita en la quebrada: un Juan García que luego de un lapso de espera va a entregarse a las autoridades acusándose del asesinato de la mujer que ama. Delito que supuestamente la libraría de caer como mercancía en las garras de un potentado, que ya le ha acariciado los senos. Sin embargo, hay parroquianos, en ese exótico cuento de atmósfera rural, que no le creen. El lector, no puede eludirlo, también está incluido en el enigma.

Un cuento para Saroyan es la experiencia de Al, estudiante universitario, quien necesita comprar un libro para sus tareas académicas. Reúne con dificultad parte del dinero y a la hora de la adquisición su amiga Sandy le muestra y le elogia un libro de cuentos del escritor norteamericano William Saroyan, y el muchacho cambia de planes. El estudiante compra el autor que le ha ensalzado Sandy y regresa a la incertidumbre inicial. El libro para el curso universitario ha sido aplazado una vez más, y con seguridad el profesor no lo va a admitir en clases. Caramba, pero ese episodio debería saberlo Saroyan. Claro, es como para un cuento de Saroyan. Aquí en esta narración cabe la aseveración del crítico francés Jacques Gilard: “En el proceso de la cuentística de Cepeda las vivencias tuvieron un papel de alguna importancia: las de Nueva York, al menos, dejaron una huella indeleble”.

En Jumper Jigger hay un negro esclavo comprado en Georgia, Jumper Jigger, que baila, que tiene su ritmo, y que luego se entristece en la soledad; este es un cuento narrado por una tercera persona, que involucra el tamborileo de Skipe y las escogencias musicales de Joe con su camisa de cuadros negros y rojos, y que indaga en las acciones de los hombres y en las relaciones de éstas con las cosas. Estos seres parecen ser personajes tomados de la literatura y su existencia está definida en las cronologías exactas de la narración.

El piano blanco, podría decirse, es un relato de sentimentalismo objetalista: un músico que por carencia de afecto familiar se enamora de los objetos y siente una pasión desmedida por un piano blanco, que toca con la destreza de un artista consagrado. Luego, los temores, el dominio de lo absurdo, la astucia femenina, todo afrontado con una plena y realizada construcción gramatical.

Nuevo intimismo deja ver el enfrentamiento del hombre, la mujer y el hijo que no existe. En ese enunciado, con inclusión del llanto, se puede resumir su temática. Este texto es factible ubicarlo en la caracterización de una literatura que mira hacia dentro, que interroga las circunstancias que van más allá de la piel, que se pregunta por otra realidad más compleja, quizá más intangible. Igual que otros del volumen, este cuento se sustrae a la mirada recta y opta por la mirada oblicua, tangencial, si se quiere, metafísica, e instala la contradicción entre el querer y el poder. En muchos de estos cuentos la trama está por descifrarse; y es el lector, con su experiencia, el encargado de explicitarla.

En Tap-Room la palabra es usada inicialmente en diálogo interno, en donde, y ahí sí cabe, el lector tiene que fungir de coautor. Y, sobre todo, el corpus de los cuentos, la espera. Siempre alguien espera. Lo inaudito, lo ilógico, lo inesperado, pero siempre la espera: “De pronto los sonidos comenzaron a resbalar sobre la madera humedecida del mostrador”. Ese aguardar el momento en que la realidad eclosiona sin importar que lo haga bajo las coordenadas de la incoherencia, del lenguaje diverso o de las corrientes de conciencia. Cepeda tenía sus intrincados laberintos y en este libro los dio a conocer de cuerpo entero en una escritura sin retórica y sujeta a múltiples interpretaciones.

Proyecto para la biografía de una mujer sin tiempo es un texto de grandes rasgos, de tanteos, de experimentaciones, en el cual, en su primera parte, existen las características y las adjetivaciones, pero parece no haber cuerpo. Es decir, podría tomarse como un texto de adjetivos que no hallan sustantivos. Está la calificación o el predicado, pero no se encuentra el sujeto. En la segunda parte, la palabra inventa una mujer como personaje, fabula, merodea los contornos, se atribuye poderes que no desembocan en una materia tangible, y que se mantienen, para vivir como literatura, en los físicos predios del misterio. Es un abstracto experimental, situado en un bar, en una calle, en un auto, en un hotel, en búsqueda de que el lector le dé cuerpo. No es un cuento en stricto sensu, son grandes brochazos, bocetos de lo que más tarde pudo llegar a ser un cuento o una novela.

En Intimismo se asiste a un desprendimiento doble: el del hombre y el de la mujer. Al origen de una materia oscura e ilimitada. Que se pudre, que piensa, que goza y se ufana de pequeñas inmortalidades de papel o de ceniza, de polvo o de arcilla. En esta narración se entrevé una separación existencial que surge de la intimidad de los seres, de sus regiones inacabadas.

En el cuento En la 148 hay un bar donde Sammy toca el contrabajo se desarrollan, como sierpes, dos soledades distintas. Esa soledad que es más soledad cuando se está rodeado de gentes. La ecuación parece ser: entre más gente, más solo. Sombras entre la muchedumbre y la música, soledad esencial, sustancia que dimana del hombre como sudor o como oxígeno mefítico. A ese contrabajista me lo imagino como Sammy Davis Jr., brillante, eléctrico y gestual en la noche bohemia de Nueva York.

Hay en los cuentos de Cepeda un surreal realismo urbano, caracterizado por la presencia de la soledad, la ausencia de lo normal o la interrupción de la lógica, tocado por la nostalgia que produce la distancia, por la explosión de lo absurdo y por la abyección de una violencia que apenas intenta sugerir su nombre. En Todos estábamos a la espera Cepeda pretende huir de lo rural (que sí está de cuerpo entero en la narrativa corta de J. F. Fuenmayor, el mentor literario de todo el grupo), pero la fuga de esa circunstancia montuna o campesina no es más que preparación y transitoriedad: ya aparecería con todas sus garras en La casa grande. Como puede verse, Cepeda Samudio expresa en sus cuentos, que están ilustrados con unos dibujos estupendos de Cecilia Porras, una clara intención experimental para, abandonando el costumbrismo temático y estético, abordar varias de las realidades que hierven incesantes en la trajinada condición humana y que constituyeron, con prosa magra y clara, un grito de vanguardia en la literatura colombiana de su tiempo.

* Catedrático de la Universidad de Córdoba y coordinador del grupo El Túnel, de Montería, Colombia. Cuentos suyos han sido traducidos al alemán, francés, eslovaco e inglés. Acaba de publicar el libro “Luis Striffler en el Sinú y otras narrativas históricas”. E mail: jlgarces2@yahoo.es

Por José Luis Garcés González *

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