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El ruido del mar al anochecer (Por capítulos)

Presentamos un capítulo de El ruido del mar al anochecer publicado por Panamericana Editorial, un libro que habla de la migración, ya sea voluntaria o forzada, de la nostalgia y de cómo vamos formado lazos a pesar de la distancia. Ilustraciones de Andrés Rodríguez.

Clara Lucía Pérez Arroyave
01 de febrero de 2022 - 09:20 p. m.
"El ruido del mar al anochecer es una novela que tiene tanto de realidad como de ficción, y que nos acerca a la temática de la migración desde la perspectiva de una adolescente".
"El ruido del mar al anochecer es una novela que tiene tanto de realidad como de ficción, y que nos acerca a la temática de la migración desde la perspectiva de una adolescente".
Foto: Cortesía Editorial Panamericana

Sobre náufragos

Juliana gritó, abrió los ojos y cayó a la habitación. Estaba tendida sobre la cama, inmóvil, bocarriba, con los brazos estirados y con la mirada hacia el techo. Tardó en hacerlo, pero por fin pudo descongelar la cabeza y apoyarla contra el espaldar. A través de sus lagañas observó dos puntas de pies. “Podrían ser del náufrago —pensó—. ¡¿De quién más?!”.

El esmalte rosado de las uñas y el movimiento de los dedos la hicieron dudar. Giró su cabeza a la izquierda, como si fuera un submarino. Más allá de la cobija divisó un escritorio, un televisor y una mesa. Se quitó entonces las lagañas y giró la cabeza hacia el centro, donde observó un clóset con ropa a punto de caer. Quiso pararse para atajarla, pero sus piernas no respondían. Con rapidez viró la cabeza a la derecha, donde pudo reconocer sus quince o veinte muñecos que, como faros marinos, emitían señales: “Juliana, tranquilízate, estás en tierra firme, no ha pasado nada malo, aún no has partido en avión para Guatemala”.

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En ese instante, solo cuando reconoció el panorama, la joven respiró despacio, se inclinó y haló la cobija, se metió por debajo y amortiguó el temblor. Se llevó la mano a la boca, le supo a sudor y no a sal marina. Se dio cuenta de que estaba flotando entre sábanas secas con olor a jabón y que, además, el ruido que escuchaba afuera era del tráfico vehicular y no del mar. Ella no se estaba hundiendo en el océano como le sucedió al Titanic en 1912.

Más serena, decidió envolverse como una bola bajo la tela, pero el temor ante el agua sacudiéndose, los barcos con proas hundidas y los aviones en emergencia, vistos en los sueños del último año, no la dejaron dormir. Entonces se quitó las cobijas de nuevo y sacó su cabeza. Se recostó y pensó en Medellín, la ciudad donde vivía y que se parecía a las ciudades que estudiaba en Geografía de séptimo grado. Las noticias de los últimos años, así como la falta de un buen trabajo, habían llevado a su papá a tomar una decisión que ella aborrecía. Recordó esa noche de octubre, cuando al levantarse de su cama para ir al baño, lo vio mirando por la ventana de su habitación.

—¿Te pasa algo, papá? —le dijo entre bostezos.

—No le digas. —Escuchó a su mamá.

—Ya tiene trece años —dijo él en voz alta, buscando que ella oyera.

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En ese momento, Ernesto encendió su teléfono móvil, se acercó a Juliana y le mostró el correo electrónico que acababa de recibir desde Italia. Lo estaba esperando con ansiedad. Eran las cuatro de la mañana y sus ojos estaban desorbitados. Le contó que en agosto le habían ofrecido instalar redes de energía en otro país por dos años y que ahora se lo confirmaban.

—Qué bueno, papá. ¿Y cuándo viajas? —le preguntó ella alzando sus cejas.

Hubo silencio en el cubículo que estaba a la salida del baño social y de las tres alcobas, incluyendo la de Matías, su hermano de siete años.

—Viajamos, Juliana. Nos vamos todos —le dijo él tras unos minutos, mientras intentaba abrazarla. —¿Qué quieres decir, papá? ¡¿Todos?! Soy grande y puedo decidir… Yo me quedo con mi bisabuela Carmenza y con la abuela Beatriz —le contestó Juliana dando un paso hacia atrás.

Ernesto le dijo que él necesitaba tener un buen trabajo. Le recordó, además, que en Medellín todavía había violencia. En ese momento, Alicia se levantó de la cama para hablar. —Ya sabes, Juliana, un metal retorcido entró por la ventana de la casa de tu abuela cuando explotó el carro bomba del 89 —le dijo la mamá—. Lo peor ha pasado, pero todavía hay violencia.

Juliana tenía trece años, era blanca, esbelta y con un cabello negro y lacio que le llegaba hasta la cintura; llevaba frenillo gracias al tratamiento de ortodoncia financiado por un odontólogo amigo.

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Alicia, la mamá, que había estudiado Artes Plásticas y trabajaba en un taller de cerámica, llevaba el pelo corto, que destacaba su tez blanca.

En ese punto de la conversación, Alicia la abrazó y prefirió no hablar más. Entonces los ojos de Ernesto se entornaron y las rodeó. A lo lejos, se escuchaba el canto de los pájaros que se acercaban a los árboles.

—Necesito un buen trabajo, Juliana. Entiéndelo, por favor —le dijo él con voz más suave.

Los tres entraron a sus respectivas habitaciones y Ernesto dio por concluido el diálogo. Pero a los minutos, Juliana les gritó desde la cama.

—El viaje… ¿es en barco o es en avión? El papá le contestó que era en avión. Ella se quedó callada, pero luego gritó:

—Díganme, ¿cuándo es? ¿La bisabuela irá? Alicia le respondió que viajarían en enero, después de terminar el año escolar, y que la bisabuela no podría viajar por su enfermedad.

—Entonces no iré. ¡Qué tal si se muere y no estamos! —les contestó Juliana, que de inmediato hizo otra pregunta—: ¿Adónde viajarán ustedes? —A Guatemala —le gritó Ernesto, deteniendo la discusión. La noticia recibida a las cuatro de la mañana desde Italia, con una diferencia horaria de seis horas con respecto a Colombia, lo tenía en shock.

Por Clara Lucía Pérez Arroyave

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Clara(38009)01 de febrero de 2022 - 10:47 p. m.
Qué bueno compartir este primer capítulo de mi novela por este medio.
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