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El sábado que llovió en Macondo

Juan V. Fernández de la Gala, profesor de la Universidad de Cádiz, adelanta una campaña en la que busca que miles de ciudadanos firmen para detener el derrumbe de la antigua botica de Macondo y se declare monumento nacional.

Juan V. Fernández de la Gala

25 de octubre de 2019 - 09:05 p. m.
Imagen de la antigua botica de Aracataca en la que es evidente el descuido en el que se sostenía la casa. La imagen de la derecha muestra a la misma casa forrada en propaganda política y sin el techo que, a pesar del abandono, había sido el mismo desde los tiempos en los que García Márquez la frecuentó. / Cortesía Rafael Darío Jiménez.
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Más de cien años de soledad han pasado desde que surgiera aquella aldea de casas de barro y cañabrava. Más de cien años y ya entonces sabíamos que no habría para esa estirpe macondiana una segunda oportunidad sobre la tierra. A Aracataca-Macondo llegó la hojarasca de la compañía bananera, llegaron los techos de zinc y los gallinazos mirando el mundo desde las cornisas, los almendros polvorientos y la escuela de la señorita Fergusson, donde a uno le enseñaban a escribir  ̶ la espalda bien recta ̶  con esmerada caligrafía inglesa. A Macondo-Aracataca legaron los gitanos con sus inventos de prosperidad y sus recursos de asombro: la piedra imán, el hielo, la dentadura postiza, las pianolas de rollo, la cafiaspirina y los aeroplanos. Vino luego el tren cívico de la celebración de un nobel con cumbias y vallenatos que derritieron el protocolo de nieve de Estocolmo y llenaron sus calles ateridas con la calidez del caribe. Todo eso fue mucho antes de que a Gabo se lo llevara la muerte al llano inhóspito de la inmortalidad.

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Llueve otra vez en Macondo, llueve sobre el verde abanico de las bananeras. Poco ha tardado la historia en volver a repetirse en la lenta digestión cíclica de los siglos. Llueve sobre las calles de Aracataca y trae el agua una mortal epidemia de olvidos. Frente a la vivienda natal del escritor, convertida en casa-museo, se levanta la Farmacia Barboza. Unos arbolillos raquíticos adornan las siete ventanas de su fachada. Parece un edificio más entre tantos otros, con los tejados de zinc y las paredes de materiales baratos, indistinguible del salón de billar o los bazares de la calle de los turcos. Pero esa vieja botica es nada menos que el kilómetro cero de los caminos de Macondo. El doctor Antonio José Barboza Arroyuelo, instaló allí su consulta, justo frente a la casa del coronel Márquez. Barboza había llegado desde Venezuela, escapando de la dictadura del general Juan Vicente Gómez. Pronto se vio que venía herido en el alma: unas profundas crisis depresivas lo sumían durante semanas en la oscilación sin tiempo de una hamaca de lampazo. Adriana Berdugo, su mujer, le leía las nostalgias en sus ojos amarillos y tenía que asearlo con alcohol cada semana y cortarle el pelo acerado cada mes. Barbosa se dejaba hacer todo eso, como un muerto obediente. Es el personaje que Gabo inmortalizó en La hojarasca y que se asomará luego por dos veces a las páginas de Cien años de soledad.

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En 1950, el escritor, convertido ya en joven periodista, regresó a aquella Aracataca de su infancia y fue a visitar al viejo boticario Barboza. Para encontrarlo, le bastó entrar en la farmacia, surcar el aire de valeriana de las vitrinas y fondear el bulto de su hamaca en las brumas del tiempo de la rebotica. Luego escuchó y Gabito naufragó sin remedio en el vivo retrato que le hizo el doctor Barboza de aquellos años de decadencia y de ruina de la ciudad. Una vez que la United Fruit Company desmanteló sus campamentos y huyó a tierras de escampada, la prosperidad se marchó de Aracataca con la misma prisa con que había llegado. Otra vez el polvo volvió a cubrir las hojas de los almendros y los gallinazos volvieron a colmar otra vez de desesperanza los aleros de los tejados. En Lima, en 1967, Gabo reconoció a Vargas Llosa que “fue aquel el episodio más decisivo de mi vida de escritor”, porque aquel modo de narrar desalentado del doctor, que hablaba a la deriva desde la nave sin rumbo de su hamaca, tenía la virtud de materializar las cosas en el aire espeso de la botica. Solo entonces, García Márquez supo que tenía que dejar de imitar a Kafka, a Poe, a Faulkner o a Virginia Woolf, escritores a los que se empeñaba en parecerse en el espejo bruñido de los verbos. Solo entonces empezó a surgir su modo embrujado de narrar, lleno de arranques de subjetividad mágica y con el mismo sello de desaliento apasionado que imprimía Barbosa a sus recuerdos.

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El sábado llovió otra vez en Aracataca. Llovió sobre el óxido de los tejados de zinc y sobre el polvo de los almendros de la plaza de la iglesia. Fue quizá el estruendo del aguacero sobre la desmemoria lo que debió ensordecer a los ciudadanos cataqueros, a su alcalde y a las autoridades departamentales y nacionales. No escucharon a los operarios desprender las cubiertas de zinc, ni derrumbar los techos de madera, no vieron el acoso de las piquetas, el aporrear de los martillos, ni el cerco de las excavadoras mientras se acercaban para derribar los muros de la antigua farmacia. Ni siquiera medió una licencia formal de obras. Desde diversas instancias, hemos intentado dar a conocer la importancia de esa vieja farmacia, encrucijada vital de la que parten todos los caminos de Macondo. Aprovechando su vecindad con la casa-museo, pretendíamos convertirla en un espacio para la cultura que perpetuase la memoria del doctor Barboza. No tendrá esa suerte Aracataca. En su lugar, una vivienda convencional de dos plantas  ̶ apartamentos arriba y locales comerciales abajo ̶  quedará como triste monumento a la especulación y al mal gusto y nos recordará a todos que para nuestra estirpe de cerviz tan dura no podrá haber, ya nunca, una segunda oportunidad sobre la tierra.

(A través de la plataforma Change.org, los lectores pueden adherirse a la protesta en este enlace: http://chng.it/JxS7YR5p)

Por Juan V. Fernández de la Gala

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