Los sobrevivientes entrevistados para el documental “El salado: el rostro de una masacre” vivieron la misma tragedia y padecieron dolores similares, pero desde distintos ángulos. La película se inicia con la voz de Carlos Castaño, quien fue el máximo líder de las AUC (Autodefensas Unidas de Colombia), diciendo que lo que había ocurrido era grave, pero que valdría la pena para evitar peores cosas en el futuro: “Yo lamento que situaciones como estas se presenten, pero ante todo, yo creo que se está evitando un mal mayor con una incursión como esta, dura sí, fuerte sí, difícil que el país la entienda, no tiene aceptación de ninguna manera, pero yo creo que las cosas que se impiden con acciones como esta, a largo plazo, son muchísimas”. Estas palabras se las dijo a Darío Arismendi doce días después de la masacre, el 1 de marzo de 2000. Y después de esta introducción, queda claro que lo que viene no será un recuento de lo que pasó usando palabras como “bandidos”, “sangre”, “muerte” o “dolor”. Al parecer, esas ya están implícitas en un relato contado por sus víctimas quienes, minuto a minuto, van relatando el horror con el que tuvieron que lidiar los días entre el 16 de febrero y el 21 del mismo año. Fueron 450 paramilitares los que entraron a su vereda, impusieron el miedo y se adueñaron de su suerte.
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La narración del documental, a cargo del ahora Secretario de Cultura de Bogotá, Nicolás Montero, se comienza a centrar en el contradictorio 2000, año en el que se llevaban a cabo unas negociaciones de paz entre el gobierno de Andrés Pastrana y la guerrilla de las Farc, pero también se acrecentaban los números de muertes por cuenta de la violencia. El cambio de siglo demostró que la esperanza ni la planeación de los nuevos ciclos traen buenos resultados, o por lo menos no siempre. Este 2021 se cumplen 21 años de aquella matanza, que fue una de las más crueles, pero que no quedó tan grabada (no como debería) en la memoria de los colombianos, pero ¿por qué? Las razones de los investigadores, políticos, el Estado y las víctimas son variadas y todas tienen algo de sentido dentro del sinsentido de olvidar un hecho en el que asesinaron a más de 60 personas: dicen que debido a la crudeza de los hechos el país decidió dejarlo a un lado, que Colombia naturalizó la guerra o que con recordarla no se podía hacer mucho. Y este es un argumento que se repite sin cesar entre los que aún cuestionan la importancia de tener presentes los hechos violentos que ha padecido el país: entendimiento del presente y no repetición del pasado.
Hay una frase clave del fiscal general de la Nación de ese tiempo, Alfonso Gómez Méndez, hablando para los medios de comunicación: “Todo indica que es una de las clásicas masacres de los paramilitares”. El documental interpela sobre la decadencia de la idea de que en Colombia haya masacres “clásicas”, pero ya se había discutido en ese tiempo y ahora mucho más sobre la sevicia con la que este grupo armado actuaba. Tenían entrenamientos en los que los escrúpulos quedaban desactivados y obedecían órdenes para asustar y aleccionar a la población civil o a los que ellos identificaban como guerrilleros. Gómez Méndez habló de una masacre “clásica” porque sus torturas los delataron. En el artículo “Manual de tortura paramilitar”, de Juan David Laverde, y publicado en 2016 por este medio, están al menos 25 formas de tortura perpetradas por las autodefensas identificadas por un Tribunal de Justicia y Paz.
“Déjala llorar, déjala que llore, porque si ella es buena caramba algún día se viene”, suena de fondo mientras las caras de los que lograron salir con vida se dejan enfocar para revivir tal vez los días más oscuros de sus vidas. La historia de la señora que logró escapar con un grupo de personas hundido en la incertidumbre, la de la madre que vio cómo mataban a su hijo sin ningún motivo, la del joven que fue llevado a la cancha del pueblo a ver cómo ahorcaban y fusilaban a sus vecinos. El mismo que vio cómo las personas fueron elegidas para morir por sorteo.
El día de la masacre las mujeres estaban preparando el desayuno u organizando ropa para lavar, los niños jugaban y los ancianos se mecían en las sillas desde las que contemplaban su pueblo. Tenían algo de miedo porque ya habían sido marcados por la masacre de 1997, en la que 50 paramilitares reunieron a la comunidad en la plaza central y llamaron a lista a sus víctimas. Mataron a cuatro personas delante de todos. También tenían miedo porque oían disparos y se enteraban de una que otra muerte en la carretera. Y porque además no sabían de quién debían defenderse, si de los paramilitares o de la guerrilla: el uniforme verde podría confundirlos hasta con los del Ejército.
¿Fue suerte quedar vivo después de ver cómo mataban a personas conocidas y hasta familiares en medio de cantos y celebraciones? ¿Fue bueno quedar con esa imagen durante la vida que se aproximaba: desplazamiento, miedo, pobreza, indolencia e indiferencia? Las víctimas que quedaron vivas han resistido de tal forma en la que responden concretamente y sin vacilar: estar vivo es bueno, pero con justicia.
El documental, dirigido por Toby Rubio, es una de las piezas audiovisuales del Centro Nacional de Memoria Histórica (disponible en YouTube) que busca implantar en la memoria de los colombianos los hechos que, queramos o no, han formado nuestro presente. La película termina con las fotos y los nombres de las personas que fueron asesinadas durante esos días. Las caras y los apellidos que se suman a la lista de inocentes silenciados por vivir inermes en sus tierras, su mayor pecado.