Habría que estar en una de sus avenidas para entenderlo. Habría que habitar alguno de sus pisos. Habría que embriagarse en alguno de sus tugurios. O no. Pensándole mejor, no es estrictamente necesario. Pues escritores como Paul Auster, cineastas como Woody Allen, músicos como Frank Sinatra han descrito su magia, frenesí, acelere y los desvaríos de sus habitantes. New York, New York, New York, como dice la canción.
Y sin embargo, hay una New York poco advertida. Una donde sus personajes más peculiares se refugian, deambulan, se consumen. Una cuyos retratos fueron la inspiración de un observador que se sumergía en los recovecos de la Gran Manzana en busca de las historias más insólitas: Joseph Mitchell.
Si hay algo interesante en las grandes ciudades es que siempre ocurren cosas. Cosas que te entretienen, te sorprenden, te atajan, te hacen enamorarte de sus rincones. Me aventuro a pensar que gran responsabilidad es por cuenta de sus gentes. De sus estilos de vivir, de sus exóticos pensamientos, de sus maneras —a veces despreocupadas, a veces muy preocupadas, hay de todo— de asumirse en el mundo.
Una pieza clásica y de imprescindible lectura para todos aquellos que nos atrae lo marginal y lo decadente, o eso que ocurre en las grandes ciudades, es El secreto de Joe Gould. Un libro que empieza con la crónica sobre un exotismo que enamora por su manera de ser: Joe Gould, habitante de New York, que escribe un libro de nunca acabar y que será la obra maestra en algún momento de la posteridad: Historial oral de nuestro tiempo.
Pero para qué seguir hablando si las voces que agrupa Mitchell lo describen de la manera más limpia: “Nosotros permitimos al señor Gould asistir a nuestras lecturas y desearíamos aceptarlo en el círculo (se refiere al Círculo Poético del Cuervo, que Joe parodia), pero simplemente no podemos. No se toma la poesía en serio. La única razón por la que asiste a los encuentros es porque se sirve vino”.
Ya está, Gould es el escritor fracasado, es su propio personaje, es él siendo otro y otro siendo él. De esos artistas bohemios (así se escuche pleonástico) que recuerdan los infortunios y los pasos de grandes en las letras mundiales como Poe y Baudelaire.
Pero vale la pena seguir escuchando las descripciones: “Siempre he pensado que a través de Joe Gould esté intentando hablarnos el inconsciente de la ciudad. Y que a través de él quizá intenten hablarnos los que en la ciudad viven clandestinamente. Y que a través de él quizá intenten hablarnos los muertos vivientes de New York. Esos que nunca han pertenecido a ningún lugar. Esos que se sientan en bares terriblemente oscuros”.
Como lector consumado de Julio Ramón Ribeyro y Rubem Fonseca, la historia narrada por el cronista del The New Yorker me fascinó. Cronistas célebres y de fabulaciones descollantes es lo que sobran en Estados Unidos. No obstante, no recuerdo haber escuchado a los pontífices de manuales ponerlo a la altura de los que son clichés en las aulas de narrativa de no ficción: John Reed, Truman Capote, Norman Mailer, Tom Wolfe, Gay Talese.
No es importante, pero valdría la pena decirlo. Porque quienes no han leído El secreto de Joe Gould y aspiran a narrar se están perdiendo de una pieza fulgurante.
Tal vez es otro de los casos que demuestran que la realidad avasalla la ficción. Es discutible, como todo. Lo que sí es claro es que con este relato Mitchell construye algo que hace a los grandes novelistas los maestros en su oficio: el de construir inolvidables personajes.
Por Jaír Villano
