Había pasado tres años trabajando sin parar en la escritura de su siguiente novela. Estaba enamorado de la perfección y no se daba licencias en la literatura propia para errores sueltos o asuntos que un avezado lector encontrara difusos. Tres años de los treinta que vivió exiliado en Buenos Aires. Tres años yendo y viniendo de la biblioteca a la casa, pensando en el camino cómo escribir las siguientes páginas. La obra se titulaba El fiscal y estaba en boca de todos los que lo rodeaban. Esa noche estaba más minucioso que nunca, llegó con la ansiedad de un águila que busca comida en la altura y tiene la mirada clavada en la tierra, buscando cualquier movimiento abajo. Sacó el manuscrito y lupa en mano se lanzó en ristre contra cualquier error que el papel llevase. No fue una presa fácil devorar lo que había parido y someterlo a la peor de las críticas. Después vino la vergüenza y con ella el incendio, quemó las mil quinientas páginas de la novela, redujo el esfuerzo de esos años a las cenizas. Años después confesó todo, la quema era su propia liberación, incineraba todo lo que escribía y no estaba bien hecho. “No puedo trabajar entre escombros de papeles ruinosos. Necesito tener bien despejado el horizonte donde debo poner yo la primera nube o hacer brillar la primera estrella. ¿De qué vale repetir el universo?”.
La vida de Augusto Roa Bastos estuvo atravesada desde siempre por la historia del Paraguay, signado por su propia tragedia nacional. La historia de la nación estaba sucedida por sangrientas guerras civiles, golpes de Estado y largas dictaduras entre frágiles procesos democráticos. Los paraguayos habían visto dos guerras con países fronterizos y la imposibilidad de una salida marítima. Roa Bastos nació en 1917 mientras el país intentaba recuperarse de la Guerra de la Triple Alianza. Durante la niñez vivió en Iturbe, rodeado de indígenas guaraníes, con quienes aprendió la lengua, de la que haría uso después en su literatura. Después vinieron aparentes tiempos democráticos que finalizaron cuando entró la Guerra del Chaco, en la que el escritor tuvo que participar siendo todavía un adolescente.
En 1947, un intento de golpe de Estado desató la furia del gobierno contra la oposición de la que el escritor hacia parte. Juan Natalicio González ordenó la captura de Roa Bastos. Un comando de policía llegó a buscarlo a su casa. El escritor saltó dentro de su propio tanque de agua e inició allí, mojado y nervioso, su larga travesía como refugiado. Emprendió la huida hacia Buenos Aires y desde el fulgor de esa ciudad trabajó escribiendo guiones para cine y produjo la mayor parte de su obra. De baja estatura, timidez innata e infinita humildad, se hizo a un lugar en el campo de las letras argentinas, escupió a los poderosos a través de la literatura, se ensañó contra esas bestias negras gigantescas que lo perseguían a él y a los suyos por soñar un Paraguay libre de dictaduras.
“Yo el Supremo Dictador de la República ordeno que, al acaecer mi muerte, mi cadáver sea decapitado; la cabeza puesta en una pica por tres días en la Plaza de la República donde se convocará al pueblo al son de las campanas echadas al vuelo”. Es el párrafo inicial de Yo, el supremo, su obra cumbre. Una de las primeras novelas latinoamericanas que se publicaban para acechar a las crecientes dictaduras de los setenta. Señaló a la bestia de frente, con el público mirando. Roa Bastos sonrió y en el primer párrafo de su novela mató al dictador. Para él, “Escribir no significa convertir lo real en palabras, sino hacer que la palabra sea real. Lo irreal está en el mal uso de la palabra, en el mal uso de la escritura”.
Después, Jorge Rafael Videla se tomó el poder en la Argentina y Roa Bastos huyó a Europa. Su literatura se centró en Paraguay, en la añoranza y la memoria que clamaban esos años de exilio. España lo nacionalizó años después y le entregó el premio Cervantes. El primer paraguayo de la historia que había sido reconocido como escritor. Pero a Roa solo le importaba el poder de la literatura para generar otra historia. “La literatura es capaz de ganar batallas contra la adversidad sin más armas que la letra y el espíritu, sin más poder que la imaginación y el lenguaje. Y es esta batalla el más alto homenaje que me es dado ofrendar al pueblo y a la cultura de mi país, que han sabido resistir con denodada obstinación, dentro de las murallas del miedo, del silencio, del olvido, del aislamiento total, las vicisitudes del infortunio y que, en su lucha por la libertad, han logrado vencer a las fuerzas inhumanas del despotismo que los oprimía”, mencionó en su discurso de aceptación del Cervantes. Dentro del bolsillo de su pantalón reposaba un telegrama que recién llegaba desde México: un joven llamado Gabriel García Márquez le escribió: “Tú, el supremo”.