El arte es un intento por dejar testimonio del mundo en que vivimos. Es retrato de una vida y un tiempo.
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Hay una serie de fotografías de mediados del siglo XX que tomó Hernán Díaz a varios artistas del momento. En ellas aparecen algunos de los nombres más importantes de la historia del arte en Colombia: Alejandro Obregón, Guillermo Wiedemann, Armando Villegas, Eduardo Ramírez Villamizar, Enrique Grau y Fernando Botero.
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En la mañana de ayer murió el último de ellos que quedaba con vida, Fernando Botero. Fueron amigos y compartieron inquietudes y charlas sobre el arte, pero no crearon un movimiento artístico que los reuniera e identificara. Fue cada uno labrando su propio camino y consolidando un estilo personal. Tampoco se adscribieron a una escuela o una vanguardia ni firmaron manifiestos. No. Hicieron algo más importante y decisivo para la historia del arte del país: lograron, mediante la creación de una obra universal, que Colombia entrara en la historia del arte. Nacidos todos ellos en la primera mitad del siglo XX, crecieron en una Colombia provinciana que, en cierto sentido, seguía al margen de los grandes acontecimientos culturales que estaban teniendo lugar en el Occidente de entonces.
Decía que no crearon un movimiento, y sin embargo no podemos dejar de considerarlos como la generación que logró que el mundo entero mirara las manifestaciones artísticas que se estaban desarrollando acá, un poco a la manera que le ocurrió a la literatura hispanoamericana con el boom. Además de los retratados en la fotografía de Hernán Díaz, pertenecen también a esa generación nombres tan insignes como los de David Manzur, Carlos Rojas, Beatriz González, Juan Antonio Roda, Cecilia Porras, Leopoldo Richter… Conscientes de las limitaciones del medio y de la casi inexistencia de un mercado del arte en Colombia (y no sé por qué digo casi), muchos de ellos decidieron salir del país para empaparse de las vanguardias, y apreciar en las galerías y los museos del mundo las nuevas manifestaciones del arte. Y de ese espíritu emprendedor e inquieto nació una obra que aún maravilla y asombra.
En el caso de Fernando Botero, primero fue su viaje a Europa, su paso por la Academia de San Fernando en Madrid y la de San Marcos en Florencia. Su estancia en México y Estados Unidos. Y en medio de ello, sobrenadando las carencias y dificultades que tuvo que vivir, el maestro Botero se aferró a su arte, como lo atestiguan los cuadros que dedicó a su hijo Pedro, muerto en un accidente de tránsito. No permitió que el dolor de lo acaecido lo sumiera en el silencio ni en el quietismo, sino que plasmó en sus lienzos su desasosiego y sus tristezas. Porque el arte muchas veces no es más que dolor transfigurado. Y en él, en el arte, encontró Fernando Botero refugio y consuelo.
Trabajó el maestro Botero hasta los últimos días de su vida, cuando, si los achaques de su edad no le permitían acometer aquellos lienzos inmensos que nos es dado apreciar en los museos del mundo, encontraba solaz en la pintura de acuarelas y en dibujos a lápiz de pequeño formato. Dejó como legado una obra vasta que se puede apreciar en muchas ciudades de varios continentes. Algunas esculturas monumentales adornan plazas y ciudades; la puesta en escena permanente más espectacular es, quizás, la que se encuentra en la hoy llamada Plaza Botero en Medellín, donación del maestro. Digo permanente porque no fue menos espectacular la exposición temporal que se hizo en los Campos Elíseos, de París, en 1992, que el mundo del arte recuerda con entusiasmo y cariño.
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Como con un cariño inmenso y una gratitud inenarrable recuerda todo el pueblo colombiano la donación inmensa y generosísima que Fernando Botero y su familia hicieron de su colección privada al Banco de la República, que hoy se puede apreciar en la Casa de la Moneda en Bogotá y en el Museo de Antioquia en Medellín. Una donación que, además de pinturas y esculturas importantísimas de su propia mano, cuenta con piezas hermosas de valor inestimable de algunos de los más grandes maestros de la tradición artística occidental. Solo pusieron una condición cuando le regalaron al país este conjunto de obras: que los espacios de exhibición estuviesen abiertos al público de manera gratuita. Un gesto de filantropía sin parangón en Colombia que ha servido para que expertos y aficionados, locales y extranjeros gocen con algunas maravillas de la historia del arte universal.
Se fue ayer el maestro Botero, pero nos deja una obra llena de alegría, volumen y color. Una obra que transitó de unas figuras gráciles y estilizadas en sus piezas tempranas a la consolidación de universos llenos de volúmenes bien definidos, estableciendo un estilo que hoy se reconoce en todas las esquinas del planeta. Nos deja una obra que también supo manifestarse en contra de la injusticia y el dolor, dando un testimonio valiente de ello. Nos deja, además, una obra que hoy admira el mundo entero y constituye una cara amable de un país al que le ha costado tanto desprenderse de los estigmas de la violencia sin medida y la crueldad sin límite. El trabajo del maestro Fernando Botero constituye prueba fehaciente de que en medio de las dificultades y el dolor se puede hacer una obra que aspire a la verdad y la belleza. Y a mí me parece la prueba más justa y hermosa de la necesidad que el mundo tiene del arte.