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El último Pibe Valderrama (Cuentos de sábado en la tarde)

A mi papá no le gustaba nada. No le gustaban los curas, ni los pobres, ni el marxismo, ni los costeños, ni los ricos, ni su propio padre. Tampoco le gustaban los niños. Solía decir “Los hijos son pedos, solo se los aguanta el dueño”.

Laura Ortíz
19 de junio de 2021 - 06:01 p. m.
El último Pibe Valderrama (Cuentos de sábado en la tarde)

No le gustaba la familia de mi madre, ni el tráfico de Bogotá, ni pedir pizza los domingos porque llegaba fría y mal cortada. Odiaba con intensidad a ciertos periodistas y cambiaba el canal diciendo: “No soporto a este hijueputa”. Odiaba que lo empujaran en la fila. Detestaba los ruidos que hacían las personas al comer. Reprobaba a los gringos, los policías y a las rancheras. Pero, así como le repugnaba todo, le agarraba a veces un amor por ciertas cosas aleatorias: el vallenato, los campesinos del llano, un político de medio pelo, el bistec a caballo o una presentadora de farándula. La baraja de sus odios era azarosa e impredecible, aunque un poco menos que la de sus amores. Uno de ellos se mantuvo siempre: el amor por el Pibe Valderrama.

Mi papá veía el mundial, como todos en Colombia, y le agarraba un patriotismo insospechado. A pesar de que el Pibe Valderrama era pobre y costeño, mi papá cumplía con él la fantasía de tener un hijo varón. Cuando veía jugar a la Selección se pegaba a la pantalla del televisor y le daba consejos al diez. Le decía: “Vamos, mijo, vamos. Se puede”. El culmen de su amor por el Pibe llegó con el cinco a cero con Argentina. Decía: “Qué orgullo, mijo, qué verraquito”. Y tiraba besos a la pantalla. Un gesto salido de personaje, un gesto inusualmente femenino.

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No se le puede juzgar. Yo por mi parte hacía lo mismo con Robin Williams en Mrs. Doubtfire, en Colombia titulado Papá por siempre. Fue mi película favorita por años. Mis padres ya se habían separado y a mí se me había metido en la cabeza que quería un padre así, que se pusiera tetas y máscara de vieja solo para estar con nosotras. Un hombre que jugara una paternidad graciosa, dulce, travesti. Quería una mamá duplicada.

No sé si se oyeron mis plegarias, pero después del divorcio mi padre quiso hacer el remedo de buen papá. O tal vez mi madre se lo impuso. O les salió hacer eso de la custodia compartida que aparecía en las películas gringas. Los pobres no tenían muchos referentes más, eran la primera generación del divorcio masivo. Si los gringos lo recomendaban debía estar bien. Él nos recogía los domingos en la casa. Mi mamá nos bañaba tempranito prolongando el suplicio de madrugar. La escena tenía una tensión ceremonial que me fastidiaba. Ella abría la puerta y nos ponía al frente como dos enanos soldados, cubriéndole las piernas. Papá la miraba largo con carita de ternero degollado, ella también lo miraba suspiretas. Se hablaban con una formalidad de cartón marrón que nunca habían tenido. Decían frases antinaturales que parecían del profesor Jirafales y doña Florinda. Un fastidio. Yo estaba ansiosa. Vámonos ya. Pero no. El dramita íntimo se prolongaba y se repetía con nosotras en la mitad: las enanas invisibles.

Mi papá nos montaba en el carro y comenzaba con la quejadera. Manejaba a las puteadas. Su insulto favorito era: “Este es mucho indio”. Volanteaba, gritaba, amenazaba. Zarandeadas llegábamos al centro comercial, el único destino que se le ocurría a su estrecha imaginación de padre recién asumido. Comíamos hamburguesa y nos compraba juguetes. Se lo veía incómodo, apuradito. Yo quería muñecas, carteras, taconcitos y cosas de señora niña que pasaban sin pena ni gloria por su tarjeta de crédito. Sara, en cambio, elegía cosas que despertaban el interés de mi papá, cosas que hubiera pedido el Pibe Valderrama: el Super Nintendo, la bicicleta, el lego. Mi papá se emocionaba y construía un puente hacia Sara, pero ella ni cuenta se daba. Hacía un par de años que flotaba en un mundo alienígena de indiferencia, fantasías y dolor. Pasaba el día escondida en el centro blando de su timidez, bajando sus ojitos rasgados y presintiéndose rara. No había en Sara tiempo para el mundial. Yo me paraba al borde de su profundidad y pensaba que esas aguas turbias se debían a que ya era una “señorita”. Sara me había dejado atrás en los potreros de la infancia.

El domingo en el que compró el Super Nintendo, mi papá se salió del guion. Estaba ansioso por probarlo y nos llevó sin previo aviso a la casa de mi abuelo. Salió a abrirnos Dina, la segunda esposa de mi abuelo, a la que mi abuela llamaba “la folclórica popular”. A mí me caía bien porque olía a pandebono y daba abrazos mullidos. Apenas nos vio se puso muy roja y le tembló el labio. Nos abrazó con las pupilas dilatadas. Por un momento me cayó muy mal y repetí en mi cabeza el insulto que no comprendía: “Dina, la popular”. Nos hizo pasar a la cocina y no a la sala, como hacía con la gente.

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La mascota, una tortuga morrocoy, caminaba por encima de unos plátanos abandonados en el mostrador. Nos dio unas chocolatinas Jet y nos dijo que podíamos acariciar la tortuga. La verdad es que no daban ganas de mimar a un dinosaurio diminuto. Después empujó a mi papá fuera de la cocina. Se oía la voz de mi abuelo a lo lejos, cuchicheo y mucho tránsito en las escaleras, hasta que sonó el portón de la calle. Sara leía las instrucciones del Nintendo. Yo pegué una carrera a la ventana y vi cómo mi abuelo, mi papá y Dina metían en un taxi a un niño tapado con bufanda y gorro. Ese día hacía sol. Tres siluetas adultas empujaban a un niño sin cara hacia la nada.

Prendieron el aparato y todos quedamos boquiabiertos, pero el embrujo duró poco: mi papá había comprado solo dos juegos: Fifa 98 y Nascar. Sara no quiso jugar al fútbol. Ella hubiera querido Mario Bross, pero no dijo nada. Yo hubiera querido Mortal Kombat, pero ni me preguntaron. Entonces me puse los tacones de niña-señora y los miré con miedo, reviviendo sin querer la imagen del niño tapado, gestando una pregunta que parecía un hueco. Papá escogió la selección Colombia, mi abuelo escogió Alemania. Papá estaba excitado, podía ser el mismísimo Pibe Valderrama. Cuando el juego se puso intenso se pelearon. Mi papá tiró el control al piso y le gritó que era un tramposo, mi abuelo le gritó que era un cagón. Yo aproveché y también grité con todo el pulmón: ¿Quién es ese niño tapadoooo? Me miraron atónitos. Y luego se rieron, se les movían las quijadas y las barrigas. Risas de machos. Mi abuelo me cogió por los hombros y me dijo: “No es nadie, es el hijo de una sirvienta”.

De regreso a la casa, papá nos puso Colorín ColorRadio. ¿Por qué este viejo, al que no le gustaba nada, sabía de emisoras para niños? De pronto ensayaba para ser un buen papá por siempre. Con él todo así: pasar de creerlo insensible a creerlo un papá divino. Mi mamá lo hizo devolver el Super Nintendo. Sara ni lloró. Tuvieron una pelea de ira contenida. Al final se fue él con su juguete bajo el brazo.

Dejamos de ir al centro comercial cuando comenzó el mundial. La gente se pintaba la cara y salía a la calle con la camiseta de la Selección. En los semáforos vendían merchandising futbolero, todo de la tricolor, incluso tapetes para baño y cometas. Veíamos los partidos en las casas de los familiares de papá. Yo pensaba que tenía que darle su empujoncito para que se decidiera a ser Papá por siempre, así que decidí tenderle la trampa futbolera. Comencé a celebrar los goles de más, a decir groserías, a cruzar la pierna como él, haciendo un cuatro. Cuando salía la canción esa de sí, sí, Colombia, sí, sí, Caribe, yo salía a bailar la cumbia. Todos aplaudían, menos él. Incluso me dijo: “Carne de burro no es transparente. Córrase, deje ver la jugada”.

Pero no me derrotó. Decidí preparar un show que iba a ganar su corazón. Para el siguiente partido le pedí a mi mamá que me comprara la peluca del Pibe y ensayé la media luna en la clase de gimnasia en el colegio. Fue una proeza, yo que era siempre la peor en educación física. El día del partido esperé con ansias un gol, sentada con mi peluca. En el momento justo salí a bailar mi cumbia. Sí, sí, Colombia, sí, sí, Caribe. Finalicé con mi pirueta. En la mitad de la media luna, me flaqueó la mano y caí al suelo. Me raspé la cara con el tapete. Mi papá se rio mostrando los dientes y alcanzando el ronquido. Salí corriendo, con el rostro en llamas. Alcancé a escuchar a mi tío gritando: “¡Cuidado, ahí va miss universo!”.

En esos días de fiebre futbolera mi padre compró una corneta, una estampita del divino niño con la cara del Pibe y una camiseta de la selección Colombia original. Mi madre dijo que esa camiseta debió costar una pequeña fortuna. A Sara le compró una gorra y a mí un collar tricolor de plástico horrible. Con eso del regalo comencé a ver esa escala particular de mi padre. Lo mejor para él, lo más o menos para Sara la indiferente y lo peor para mí, la hija ansiosa. Esta fantasía no estaba funcionando.

En la casa aún quedaban algunas de sus cosas. Su mesa de noche estaba intacta, la asalté buscando pistas. En medio de objetos aburridos, encontré dos cartas que había escrito mi madre. La primera carta estaba escrita en una esquela cursi con florecitas, mamá le decía que estaba muy contenta por el nacimiento de Sara. Leí: Ahora somos una familia, estoy tan feliz, Jairo. Ahora somos tres. Me subió un calor por dentro, tanto amor por Sara que estaba en Marte, ¿y por mí qué?

Me abalancé sobre la segunda carta. No era la carta del día que nací. Era una carta reproche, una herida con pus. Mamá había escrito que no había palabras para expresar el tamaño de la traición. Le reprochaba por esconder a ese niño tantos años. En mayúsculas: SIENTO IRA, JAIRO. Me agarró entonces otro calor. Conque conque. Mi papá y su otro hijo. Sentí el placer intenso de por fin entender qué carajos estaba pasando. Era él quien había hecho una pirueta con peluca y se había caído frente a todos. Me dio risa, mucha risa. Lo imaginé travestido con su peluca del Pibe, amamantando con tetas falsas a un niño tapado. Eso estaba muy mal. La sociedad, los ángeles, Jesús, mi mamá y Sara y yo lo señalábamos. Me reí hasta alcanzar el ronquido, pero de tanto reírme algo se me rompía dentro de las costillas, allá profundo, en el centro del tórax.

Entró Sara de repente y me pilló con las manos en la masa, los cachetes enrojecidos, con lágrimas, con mocos. No quería darle las cartas, quería protegerla de esa risa que lo rompe a uno por dentro. Le di la primera, la leyó y se le escurrieron seis goterones.

— ¿Sara, por qué lloras? Esta carta es feliz.

Ella solo dijo: Ni tanto.

Me rogó que le diera la otra carta. Insistió tanto que se la di. Volvió a llorar hasta alcanzar el hipo. Se le escurrían sus mocos de Marte en esa carita de alien tan tímida y poderosa. Al final, cuando paró de llorar, dijo: “No le podemos decir a mamá que sabemos”.

Guardamos las cartas donde estaban y cerramos el cajón. En mi casa éramos así, apilábamos secretos, unos sobre otros, minuciosamente, haciendo un exoesqueleto familiar.

El último domingo que salimos con mi papá fue el veintiséis de junio de 1998. La selección Colombia jugaba contra Inglaterra buscando clasificar a los octavos de final. La situación era delicada, la tricolor tenía que ganar el partido para seguir en el mundial. Nada de empates ni aguas tibias. La sala estaba tensa, papá se mordía las uñas y se sacaba la cera de los oídos con las llaves del carro. En la pantalla, la hinchada inglesa coreaba mantras que sonaban a vikingo. La cámara apuntaba a la fealdad recalcitrante del príncipe Carlos que ondeaba una banderita de viejo ridículo. La cosa venía mal, toda la situación tenía cara de testículo añejo.

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En el minuto veinte, Darren Anderton metió el primer gol. Un puño de amargura para un paisito de narcos. Mi papá se encorvó y se sobó el corazón. Mentiría si digo que no lo disfruté. El sablazo final llegó rápido: nueve minutos después David Beckham metió el segundo. Papá dio un puño a la mesa y una patadita infantil de niño problemático. Mi tío le metió un puño en la rodilla en venganza por el maltrato a su mesa. Se miraron por tres minutos como pitbulls de pelea. Tanta frustración y sin saber hacia qué descargarla. Yo me mordía el labio aguantando la risa.

El resto del partido fue un suplicio para tontos. La selección del Bolillo Gómez seguía corriendo, pero el país ya sabía que no había cómo remontarla. Bogotá estaba toda en silencio, en una quietud rara como de gente del tercer mundo con vergüenza. Como de gente que quería la aprobación del padre mundial, para existir por fuera de la cara de Pablo Escobar. Gente morena, desorientada. Abusada y abusadora. Todos los machos en sus casas cayendo en la cuenta al unísono de que la felicidad mundialista se había acabado, que había que volver a la angustia propia, a la pequeña miseria. Padre nuestro, danos hoy la escasez de cada día.

A los noventa minutos, el fin. El estadio coreaba, el príncipe Harry aplaudía y Farid Mondragón lloraba en una esquina mientras lo consolaba el arquero del equipo contrario. Volteé a ver a mi padre que estaba pálido. Se veía diminuto, un macho, un mero macho miniatura. Incrédulo observaba al Pibe Valderrama intercambiar camiseta con David Beckham.

Sara puso su mano sobre la mía. Me hizo una sonrisa marciana y me pasó un audífono de su walkman. De repente la indómita luz se hizo carne en mí, y lo dejé todo por esta soledad. Morí sin morir y me abracé al dolor. Y curé mis heridas y me encendí de amor. Nos miramos profundamente, por fin hermanadas. El Pibe no volvió a jugar con la Selección, y nosotras no volvimos a ver a mi padre.

Por Laura Ortíz

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