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“El último vuelo de Hortensia”, la más reciente novela de Irene Vasco

Presentamos En el rancho, primer capítulo de El último vuelo de Hortensia, la más reciente novela de la escritora Irene Vasco.

Irene Vasco
17 de abril de 2021 - 04:30 p. m.
Cordilia era la mujer más brava de por ahí. Vivía en un rancho, a las afueras del pueblo, camino al monte. Recogía el agua de la quebrada. En su solar sembraba cacao, café, maíz, trigo, fríjol, plátano. Criaba gallinas y patos y además tenía un par de vacas lecheras.
Cordilia era la mujer más brava de por ahí. Vivía en un rancho, a las afueras del pueblo, camino al monte. Recogía el agua de la quebrada. En su solar sembraba cacao, café, maíz, trigo, fríjol, plátano. Criaba gallinas y patos y además tenía un par de vacas lecheras.
Foto: Editorial Panamericana

Para Rafael Sebastián, con todo mi amor.

Para la auténtica Hortensia,

cuyo nombre ignoro, por su valentía en el trapecio.

Con mi gratitud para Lucely, Inírida, Magali y Samara

por sus historias prestadas.

*

Capítulo 1. En el rancho

La única que se quedó en su rancho fue Cordilia.—De aquí no me saca nadie –dijo, escondiéndose detrás de la mesa, como si ahí no pudieran encontrarla–. En esta casa nací, tuve a mis catorce hijos, enterré a mis viejos, casé a mis hijas. Aquí estoy sembrada y nadie me puede arrancar de la tierra que es mía. Hortensia, en cambio, se tuvo que ir. No la dejaron decidir si se quedaba o no.

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Cordilia era la mujer más brava de por ahí. Vivía en un rancho, a las afueras del pueblo, camino al monte. Recogía el agua de la quebrada. En su solar sembraba cacao, café, maíz, trigo, fríjol, plátano. Criaba gallinas y patos y además tenía un par de vacas lecheras. Buscaba chamizos para el fogón. Vendía aguapanela con pan a los que pasaban por su casa a pie, a lomo de mula o a caballo, por el único camino que iba hacia las fincas.

Cocinaba para los doce peones del patrón. Además, sabía leer. Desde que Hortensia recordaba, gran parte de su vida había vivido entre su casa y el rancho de Cordilia.

—Es para que se vaya entrenando; Cordilia necesita ayuda y usted necesita aprender a trabajar –le dijo su papá cuando cumplió los seis años. Ahora, que tenía quince, no se quería ir del rancho sin ella.

—Madrina, por favor véngase con nosotros. Ese mundo de allá lejos da mucho susto. Por favor, se lo ruego. Si usted no me peina las trenzas, los duendes me encontrarán, me enredarán el pelo como hicieron con las crines del caballo de Alfredo. No quiero que me enduenden, madrina. Si usted no me acompaña, ¿quién me va a cuidar? A ver, dígame no más, ¿quién me va a cuidar?

—Tranquila, niña. ¿Cómo le va a tener miedo a los duendes? Usted ya se sabe la oración para protegerse. Desde que le tocaba madrugar al monte a ordeñar las vacas, se la enseñé. ¿O fue que ya se le olvidó?

—No, madrina. Yo me la sé de memoria, tal y como me la hizo repetir mil veces. Siempre que salgo a recoger leña o a ordeñar, la voy repitiendo. Mire, si quiere se la digo: Ya vienen las vacas blancas de los coros celestiales. Ángel desventurado, sin dicha ni consuelo, ¿por qué no cantas ahora como cantabas en el cielo?

—Bien, niña, bien. Por eso los duendes no han podido llevársela. Repita su oración a cada rato. Allá lejos puede que haya muchos duendes. Duendes y quién sabe que otros espantos. A donde quiera que vaya, tenga cuidado, no sea que le pase lo mismo que a su prima Severina. Ella nunca me hizo caso y desapareció varias veces, ¿se acuerda?

—Jesús, José y María, no deberíamos hablar de eso, madrina, me da mucho miedo. ¡Pobre prima Severina! Ella dice que no se acuerda de la cara del duende ese. Solo tiene claro que estaba muy enamorado de ella. Se la llevaba para la orilla del río, le decía palabras dulces al oído, le regalaba ramitas secas y semillas para que hiciera collares y coronas. En el fondo, todos creemos que la enamorada era ella, que no se quería regresar.

Los hombres salían a buscarla, iban por el borde de la quebrada y la encontraban con las trenzas muy apretadas, adornadas con tallos y flores secas. Vea, madrina, no quiero que me pase lo mismo. Véngase con nosotros. ¡Qué tal que me pierda y nadie me encuentre! Qué tal que allá lejos se me aparezcan demonios y usted, por aquí, sin poder ayudarme.

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—Que no me voy, niña. Mejor quédese a conversar otro ratico, mientras pasa su papá a recogerla. Mire, usted ya me hizo acordar de la señora Jesusita. Quién sabe cuál fue el demonio que se la llevó. Ya estaba muy mayor y muy enjuta para que el duende le viera la gracia. A los duendes solo les gustan las muchachitas. Debió ser un espíritu perdido del viejo cementerio indígena. Ella vivía muy cerquita. Esa vez se perdió durante una semana entera. Su marido la buscaba con desespero porque ya era el tiempo de la cosecha y ella tenía que ayudar con la comida de los peones. Por fin apareció a varios kilómetros, desmayada, medio muerta de hambre y de sed.

Casi no la pueden devolver a la casa porque ni entre tres hombres la podían cargar. Ella, que no era gorda, ese día pesaba varias arrobas, según cuentan. —¿Ve, madrina?, por eso le digo, véngase conmigo. No me deje sola en ese mundo tan miedoso. Mire, le prometo que allá lejos voy a ser la primera en levantarme a prender el carbón y a moler el maíz para las arepas. Así, a usted no le tocará tan duro. Ya estoy crecida y tengo las manos fuertes para ayudarle. —No, niña. Ya le dije, de aquí nadie me mueve. Váyase con los demás. Busque fortuna y vuelva si la dejan. Esos hombres que hoy nos roban las tierras de los mayores, algún día serán castigados. Ya la maldición del compadre José alcanzó a uno de ellos, que se ahogó en el río. Al patrón, ese que nos engañó a todos, le caerá el hechizo de las hormigas. Es el peor, porque es como morir en vida. Ellos se llevarán su merecido y ustedes podrán volver por lo que es de la familia. Yo me quedo aquí, pero la iré acompañando por el camino sin que usted se dé cuenta. Tranquila, que no la voy a dejar sola. Vaya, vuele, yo la cuido desde aquí.

Mientras Cordilia hablaba, se iba haciendo más y más chiquita, escondida detrás de la mesa. A Hortensia la empujaban para afuera y las palabras desaparecían entre la bruma de la madrugada. Ya vienen las vacas blancas de los coros celestiales. Ángel desventurado…, repetía Hortensia, caminando al lado de su papá, su mamá y sus tres hermanos más chiquitos, mientras trataba de ordenar, en su cabeza, todo lo que había pasado en los últimos tiempos.

Al principio, dos años atrás, parecía que la vida se les iba a componer a los del pueblo, incluyendo a los de los ranchos regados por el monte. Eso fue cuando llegaron los hombres de las camionetas grandes con vidrios oscuros. Nadie los conocía por esos lados, pero se comentaba que tenían que ver con el nuevo patrón de unas haciendas de más abajo del río. Los hombres llegaron sonrientes, muy amables, y dijeron que querían mejorar los cultivos, el ganado, las casas, los negocios.

Los mayores, los que decidían, se alegraron cuando les trajeron semillas y abonos, alimento para las bestias, tejas para las casas medio caídas, bultos de cemento y ladrillos para construir cobertizos y carpas y neveras para las tiendas y los bares. Nadie se explicaba por qué lo hacían gratis. Decían que tranquilos, que eso era pura colaboración del patrón. Que eso sí, cuando él necesitara un favor, se le tenía que colaborar a él también. Esas eran sus palabras, que en ese momento nadie entendió y que después tantos sufrimientos causaron. Pronto, las demandas del patrón comenzaron.

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—Díganle a la viuda Gertudris, la que vive por los lados del puente, que se tiene que largar de aquí. Ya sabemos que el hijo es informante de la guerrilla y no queremos sapos estorbando. Tiene tres días para empacar lo que pueda y despejar el terreno. Que se lleve al hijo y a el resto de la familia. Que no queden huellas que después perjudiquen al patrón. Ah, de paso, que se dé una vueltecita por la notaría. Ya el abogado tiene unos papeles listos para que los firme. Ahí le van a dar una plata por esa finquita tan empinada y rocosa, donde ni las cabras encuentran qué comer. Solo por la generosidad del patrón le van a dar alguito. Y si quiere dárselas de remilgada, que después no pregunte por el hijo.

Ya tenemos órdenes de desaparecerlo llegado el caso.

—Mañana nos reúnen a todas las muchachas entre los catorce y los diecisiete años. Pero eso sí, que sean vírgenes. El patrón no las acepta usadas. Que lleguen con algunos trapos porque se irán con nosotros. Si se portan bien, ya regresarán en su debido momento. Que se bañen, se pinten los labios y se pongan calzones limpios.

Al patrón le gustan las sardinitas, siempre y cuando no le salgan desaliñadas.—Nos hacen el favor de matar una res. Estamos celebrando el cumpleaños de la hija del patrón y queremos llevarle unos buenos cortes. Apuren, que es para hoy, apuren a ver. Y así, de orden en orden, se fueron adueñando de las niñas, las vacas, las parcelas. Pero lo peor aún no había comenzado.

—Ustedes tres, que se ven tan valientes, esta noche se me van al monte, al rancho de Rafael Hurtado. Ya nos contaron que anda con chismes sobre el patrón de aquí para allá. A ese, le queman, la parcela, el cultivo y el rancho con todos los que estén adentro. El patrón no admite semillas que después lo busquen para vengarse.

Cuando comenzaron las órdenes para que se mataran los unos a los otros, tanto las familias del pueblo como las de los ranchos se negaron a obedecer. Había lazos de sangre, de amistad, de negocios. Entonces tuvieron que empacar sus pocos trastos, pasar por la única notaría del pueblo a firmar con sus huellas dactilares –porque casi ninguno sabía leer ni escribir– las escrituras con las que traspasaban sus tierritas, ensillar las bestias, despedirse de sus animales y salir rumbo a la capital, que casi ninguno conocía, con los corazones destrozados y el pánico a flor de piel.

La última en salir fue la familia de Hortensia, todo por la madrina Cordilia. Con terquedad, se negó a alejarse de su fogón, a pesar de la advertencia de los hombres que iban de rancho en rancho amenazando con masacrarlos a todos si no los desocupaban en el plazo de tres días por haber desobedecido las órdenes del patrón, quien con tanta generosidad les había ayudado. Hortensia sabía que la madrina tenía poderes contra los espantos, pero no creía que fueran suficientes para esconderse de gente tan perversa. Ya había oído cuentos de otros pueblos, donde esos hombres armados hasta los dientes llegaban a descuartizar a los campesinos frente a mujeres y niños, a hacerles cosas horribles que nadie se atrevía a contarles a las jovencitas. Entre tantas habladurías, se decía que las viejas tenían que sacrificar reses y gallinas para cocinar banquetes de bienvenida. Los hombres luego se reían de ellas y las mataban, dizque porque no les habían servido dulce.

—No se preocupe, niña. Acuérdese de que yo tengo sangre india. Mi abuelo me enseñó el hechizo para hacerme invisible. Nada me va a pasar. No se preocupe por mí, niña. Y si me necesita, llámeme fuerte. Seguro que desde aquí la oiré y la ayudaré. Para eso soy su madrina. Acuérdese de que los muertos no hablan, pero los que han muerto y resucitan sí hablan. Esas fueron las últimas palabras que le oyó Hortensia a la madrina. Se las aprendió de memoria, aunque no las entendió.

Después, solo estaba el camino.

Por Irene Vasco

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