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"Las cosas que suceden no son más que lo que de ellas se cuenta luego"
Fernando Pessoa, Salomé.
Diez años después de la caída de las Torres Gemelas, Osama bin Laden es dado de baja, por lo que la conmemoración del décimo aniversario de la tragedia fue envestida de un halo de inquietante sosiego. No tanto por el entusiasmo decimal tan característico de la cultura nacida entre el Tigris y el Éufrates, sino por la sensación de misión cumplida, de venganza ejecutada, del «se hizo justicia», popularizado en el cielo por el, hasta hace poco, estadounidense Superman.
Contrario a lo que pasó con los aviones estrellándose en el World Trade Center, la inauguración en vivo y en directo del primer siglo que la especie humana conocerá a través de las pantallas, la sesión de cacería del ultravillano saudí careció de la espectacularidad con la cual sería posible reciclar los titulares de otra época. En este caso, no había realidad que superara la ficción, la niebla de la guerra convertía los hechos en confusas maniobras difíciles de interpretar, los cabos sueltos eran amarrados en frágiles bitas, a punto de resquebrajarse por la madera podrida del muelle desde donde los encargados oficiales ofrecían las explicaciones oficiales de un asesinato oficial. Los teóricos de la conspiración salivaban al pensar en la posibilidad de buscar el cruce de carreteras en el que coincidieran Elvis y Osama. No había nada que televisar, no existía una sola fotografía, los testigos se contradecían, el operativo de asalto se convirtió en una función privada para el comandante en jefe y sus más cercanos colaboradores, siendo la imagen de la Secretaria de Estado tapándose la boca, según ella para evitar la tos causada por su alergia de primavera, el único indicio, insípido y ramplón, del suceso más esperado por los patriotas estadounidenses desde que empezó la guerra contra el Terror. Sin una realidad que pudiera ser vista, la ficción carecía de exactitud providencial; nadie podía escamparse bajo el dato decodificado sin ser derrumbado por el sopor de la ambigüedad.
Interminables, de casi un poco más de dos mil años, han sido los debates en torno al régimen que comprende lo real y lo ficticio. La historia y el periodismo, por hablar tan solo de dos estrategias de inscripción de la verdad en la actualidad, establecen diferencias y jerarquías, hacen de la condena o la aprobación un ejercicio de inmolación que atiende tanto los deseos de purificación como de exterminio del coyote errabundo que ose cruzar las áridas fronteras institucionalizadas.
Siempre, frente a los hechos, creemos que podemos ser más certeros o capaces, pues estos aguardan impecables al sagaz observador que pueda interpretarlos objetivamente. Los aviones estrellándose contra las Torres Gemelas no son más reales u objetivos, por la aparente fiabilidad de la imagen en movimiento, que la Toma de la Bastilla en el siglo XVIII descrita en un documento histórico o en un grabado, pues ambos son resultados de una variedad de sistemas técnicos de comunicación propios de un tipo particular de sociedad. Es decir, pensamos como pensamos estos hechos porque «son» en la medida en que fueron escritos o filmados. La muerte de Osama bin Laden es un relato carente del efectismo sentencioso requerido por los legisladores contemporáneos de lo verídico; es ambiguo y problemático, pero aun así, su muerte fue el resultado de un gran ensayo, la puesta en escena de un guion sabiamente preparado casi que exclusivamente para el hombre más poderoso del mundo.
La cacería
Algunos medios impresos ensayaron la fórmula con una ligera variación: el operativo fue ejecutado como el libreto de una película de Hollywood. Acentuaron las condiciones desfavorables con el fin de contrastar las calidades de élite del destacamento aerotransportado de Navy Seals que sorteó con éxito la maniobra militar; las palabras del presidente ante la prensa parecieron, de lejos, la cereza sobre la copa de helado o la versión pagana de un versículo culminante del Apocalipsis. Tras las correctas declaraciones, se tejieron las variaciones consuetudinarias y el cuadro fue progresivamente delineado: el objetivo no era apresar a bin Laden, sino matarlo; el terrorista no estaba armado y nunca utilizó a una de sus esposas como escudo humano según las declaraciones de algunos periodistas; el archienemigo del mundo occidental, tal vez, no estaba muerto. Ante los vacíos retóricos y las evidencias incontestables, el relato cobró forma bajo los auspicios de la razón, el sentido común y las casi siempre entretenidas filtraciones que aceleran el movimiento de la rueca de Penélope. La muerte de bin Laden no fue otra cosa que un esmerado ejercicio de composición escénica. Es lo que continuamente hacemos en nuestra vida cotidiana con los objetos o personas que nos acompañan; al escoger una corbata o preferir ciertas canciones en la radio, por ejemplo, revelamos algunos lugares comunes de nuestra educación sentimental. Sin la atmosfera creada por este orden no seríamos definibles, no encontraríamos el sentido histriónico que nos sujeta a un relato existencial, muchas veces profundamente original.
Las imágenes satelitales del complejo residencial paquistaní en el que se encontraba el hombre más buscado sirvieron para recrear un campo de entrenamiento. Osama se estaba convirtiendo, sin saberlo, en un personaje encerrado en un escenario; sus movimientos serían controlados con los visores detectores de calor corporal; las paredes podrían ser «atravesadas» por las sombras del destacamento sin necesidad de echarlas abajo, lo que impediría reacciones impredecibles que no se ajustaran con el guion; el factor sorpresa, como en un acto de magia, suponía la ventaja del comando creador del conjunto de secuencias.
Pequeñas cámaras instaladas en los cascos de los soldados tendrían al tanto, en tiempo real, a los principales ocupantes de la Casa Blanca. La fotografía del presidente y sus asesores en el Situation Room (la sala de problemas o crisis, donde se arma y se desbarata el mundo), un breve acicate —cartel promocional—, del frío e inmaculado liderazgo de una operación invisible.
Para que el relato fuera contundente, el equipo militar debió cargar con dispositivos móviles con los cuales escanear el iris, tomar huellas digitales, realizar reconocimiento facial, extraer pruebas de ADN y enviar en segundos la información al otro continente. Pocos en el planeta han contado con instrumentación tan sofisticada que confirme lo que realmente son: personajes. En este caso, un personaje muerto.
El destino final del cuerpo de bin Laden es medianamente incierto, al parecer fue arrojado al mar arábigo desde el portaviones USS Carl Vinson en el marco de una ceremonia funeraria musulmana, ante la negativa de muchos países vecinos de recibirlo. De entrada, tal performance contradice la sharia (código de conducta musulmán), que obliga a «enterrar» el cuerpo durante las primeras veinticuatro horas, y revela los motivos prácticos de tal decisión: una tumba de tal calibre no significaría otra cosa que un santuario, un lugar de peregrinación y una fuente de inspiración para los entusiastas ávidos de reconstruir la figura líder de Al-Qaeda en las geografías movedizas del mito de la mano de niños bomba.
Finalmente, la imagen de Osama bin Laden circuló por televisores, revistas, periódicos, computadores. Consumación del recorrido de una instalación y garantía de un designio, la victoria largamente esperada. Parecía la última palabra, pero como un relato anónimo del Corán, Hollywood se atrevió a contar «la verdad». Se llama Zero Dark Thirty (Bigelow, 2012) y contó con cinco nominaciones al Premio Oscar.