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“La selva es una metáfora del cuerpo de las mujeres y sus furias”: Elaine Vilar

Conversamos con la escritora cubana, invitada de esta Feria del Libro, sobre su novela “El cielo de la selva”. Esta muestra de terror latinoamericano nos sumerge en lo macabro de una selva que engulle carne humana para vivificarse.

Juan Camilo Rincón

28 de abril de 2025 - 08:00 p. m.
La autora cubana estará mañana 29 de abril en la Feria del Libro de Bogotá hablando sobre su nueva novela. El evento será en el Gran Salón C a las 5:30 p. m.
Foto: Asís Ayerbe / Elefanta del sur
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En los pasillos oscuros y las habitaciones húmedas de una hacienda —lo más parecido a una civilización— habitan mujeres que llevan 20 años trayendo crías al mundo para entregárselas a la selva, que es caos y voracidad. Unas y otros son “seres atrapados en el umbral de la vida y de la muerte, mientras rezan padrenuestros” y cuya religión pareciera ser “la de la sangre que la selva pide y la de la carne que la selva engulle”.

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Así construye Elaine Vilar Madruga la arquitectura vertiginosa de “El cielo de la selva” (Elefanta del sur, 2024), una novela que cuestiona las maternidades, los roles que se han impuesto tradicionalmente a las mujeres, la idea de la vejez como caducidad y las relaciones familiares idílicas. Allí la autora nos revela cómo el miedo se va sembrando en esa maraña donde la juventud se mide por la capacidad de procrear, la furia de las hembras es negra e infinita y la vida les enseña a tener el estómago fuerte y el pellejo duro después de tanto golpe, tanta hambre, tanto desapego, tanta muerte.

En esta novela la selva es, entre muchas cosas, una especie de gran ente avasallador que arrebata a los hijos. ¿Cómo fue la construcción de ella como personaje?

En un inicio, como muchas veces pasa en la escritura, una parte de una idea y esta, en el proceso de trabajo, de decantación y destilación, de añejamiento y depuración, se va transformando en una criatura distinta. Si bien concebí siempre a la selva como escenario —que deseaba turbulento, limbo simbólico, espacio claustrofóbico, culto de pesadillas—, lo cierto es que luego me di cuenta de que estaba viva. Y esa vida pugnaba por mostrarse en el libro, así que la escuché. Escuché a la selva y lo que tenía que contarme por boca de los personajes, de los conflictos, del tejido de las acciones. En otras palabras, me dejé llevar, grité con ella, me revolví en sus bejucos, me dejé mecer y arrullar por lo macabro y acariciante de sus bocas, de sus voces.

Un proceso que suena muy sensorial...

Sensorial e instintivo. La selva entroncaba perfectamente con la idea de lo ancestral, que quería fuera parte del destilado del texto, y también jugaba con la idea de lo mistérico que subyace en las historias de nuestras tatarabuelas, bisabuelas y abuelas. Horacio Quiroga, Mariana Enríquez, Salman Rushdie, Gabriel García Márquez, Onelio Jorge Cardoso, Samanta Schweblin y María Fernanda Ampuero siempre me acompañan en el momento en que intento levantar la arquitectura de una historia. Las selvas espirituales, pero también físicas y simbólicas de sus escrituras, fueron la tierra fértil de mi propia selva.

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Pone sobre la mesa el desarrollo del conflicto sobre el final de la fertilidad, que socialmente (al menos en Occidente) ha convertido a las mujeres en inservibles. ¿Por qué?

A las mujeres nos asustan con la idea del envejecimiento desde que llegamos a la pubertad. No se nos permite envejecer y, cuando lo hacemos por lógica temporal y de la naturaleza, se nos descarta enseguida. Nos inculcan ideas semejantes a “envejecer con dignidad”, por ejemplo, para hacer alusión a aquellas mujeres que no optan por tratamientos y alternativas cosméticas, como si existiera una jerarquización moral en el proceso biológico del envejecimiento de acuerdo con cómo los cuerpos femeninos deciden/aceptan vivenciarlo, mientras que a aquellas que sí desean alternativas cosméticas se las carnavaliza y ridiculiza socialmente, como si en verdad no fuéramos todas un resultado de las mismas presiones y opresiones históricas en términos de imagen e identidad.

Además que les impusieron ideales de belleza casi inalcanzables…

Y variables en el tiempo, pero estáticos en su función de oprimir y repudiar todo lo que sale de su estrecha norma. Aun hoy constantemente se nos recuerda —la sociedad, la furia de las marcas, las familias, las redes sociales, lo mediático— que la “utilidad” de un cuerpo depende de cuán disfrutable pueda ser, estéticamente hablando, para aquel que contempla (desestimando, por ejemplo, la belleza de la vejez, la belleza de los no normativos o francamente disidentes). Dime si no tenemos aquí una historia clásica de terror. Dorian Grey —que me perdone Oscar Wilde, al que amo— debió ser mujer; así, su tragedia macabra habría adquirido otros tintes mucho más agudos. En mi novela quise contar de la vejez y la discapacidad física de mi abuela, de la menopausia de mi madre, del descubrimiento del placer erótico en la adolescencia, de todas esas tierras de nuestros cuerpos de las que, muchas veces, hablamos en voz baja. La selva es una metáfora del cuerpo de todas esas mujeres y de sus furias.

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También aborda el tema de la fantasmagoría, muy presente en cierta tradición literaria que se asoma al realismo mágico. ¿Por qué?

La fantasmagoría la identifico como la presencia invisible del otro o de la otra, esa especie de ilusión de los sentidos o delirio que te permite jugar con diferentes capas de la realidad y con sus trascendencias. En mi registro narrativo, por ejemplo, esa presencia invisible estaba (casi por obligatoriedad) vinculada al rescate de la memoria ancestral de las mujeres de mi familia, de sus locuras, obsesiones y oscuridades. Con esa tradición latinoamericana —cultural y de escritura— me siento en deuda siempre, porque entronca con mi educación sentimental, es decir, como educación lectora. De ella, a mí me interesa el punto de torsión donde la fantasmagoría se entronca con la poca fiabilidad de los registros históricos humanos: es esa la danza de los delirios y los sentidos que me sirven como puertas para hablar de temas del presente, por ejemplo la violencia reinante y normalizada tanto en los contextos políticos como en los íntimos, los silencios que convenientemente se lanzan sobre los asuntos incómodos, las vergüenzas aprendidas.

¿Cuál es la gran mitología de la selva hoy y cómo se sirvió de ella para cuestionar las maternidades, las violencias sobre los cuerpos, los roles impuestos social y políticamente, la —todavía presente— idealización de la familia?

En mi país no existe selva, pero sí monte, con una mitología y una religiosidad muy propias y fascinantes. Yo soy una mujer nacida en un contexto urbano, pero mi padre, Mauro Cantillo, nació en pleno monte cubano, en un caserío donde aprendió a convivir con el realismo mágico de los campos cubanos, con lo fantasmagórico y lo terrorífico de las leyendas que se filtraban en su vida, con la crudeza propia de ese monte que, me cuenta mi padre, para él conformaba toda su geografía, toda su memoria sentimental, todo su mundo. Heredé, por suerte, sus historias (y algunos de sus miedos) y extrapolé algunas de ellas a la novela. El monte es en sí mismo un cuerpo mitológico. Con toda esa carga simbólica, con todos esos signos desnudos sobre mi cuerpo (esos tatuajes de los signos) me lancé a escribir la novela con la intención de no mostrar la selva de mi historia/el monte de mi padre desde lo exótico o lo folclórico (creo que es lo peor que le puede suceder ahora mismo a la literatura latinoamericana, ser leída desde esa clave reduccionista). Por el contrario, deseaba que mi selva hiciera que lectores de cualquier región geográfica o realidad pudieran pensar en sus propias selvas y en los montes de opresión, de violencia, de falsa idealización que están presentes en todos los contextos.

Por Juan Camilo Rincón

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