Si Alejandro Gaviria tuviera que irse este país, tal vez haría lo mismo que Joseph Brodsky, que tan sólo se llevó una maleta y un poemario de John Donne cuando abandonó la Unión Soviética. No llevó consigo nada más porque lo que este mundo necesita son libros que inunden no sólo las bibliotecas, sino también las aulas y las calles, los carros, los prados e incluso los basureros.
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Puede que en la biblioteca de Alejandro Gaviria no haya tantos libros como para llenar cada rincón de Colombia, pero sí deben existir los suficientes como para cubrir su cabeza de filosofía, ficción, versos, historia y planetas.
En estos estantes se asoma un Antonio Machado entre las rosas blancas de un abril que florecía, y advierte que el hombre es una bestia paradójica, un animal absurdo que necesita lógica. Así que Alejandro extiende la mano, toma un libro y cae un Machado de Assis. El brasileño está de acuerdo con Machado, el humano es una bestia paradójica, porque de otro modo no se explicaría cómo un padre sería capaz de decirle a su hijo que no hay mayor triunfo en la vida que el de ser un figurón: aparentar ideas, aprender a pensar lo pensado, destacar los sucesos que pongan de relieve a la propia persona, no tener imaginación para más allá que llegar a conclusiones que ya han encontrado otros. En suma, ser, en efecto, un animal absurdo al que le asusta verse al espejo, reconocerse, criticarse. Un animal que le huye al análisis de los problemas y al entendimiento de sus causas. Escapa porque no sabe cómo reaccionar ante la complejidad del mundo, porque no quiere reconocer que todos somos animales tan absurdos como maravillosos.
Y por eso mismo ahora los dedos de Alejandro Gaviria saltan dos o tres tomos para detenerse frente a Orwell, que combatió en la guerra civil española pues, si se imponía el fascismo, no habría espacio para la libertad de expresión, para la literatura, para la capacidad crítica. No nos distinguiríamos de las bestias que ya vislumbraba Antonio Machado, pues en un Estado autoritario no puede permitirse la libertad.
Ahora las manos de Gaviria agarran con fuerza los cuentos de Borges, a ver si existe alguna cita iluminadora que solucione amenazas de bestias y manipulaciones en masa. Con lo único que se encuentra es con un desolado Alejandro Glencoe, que intentó fundar el Congreso del Mundo para darle una única voz a toda la humanidad; pero luego de buscar un idioma común, una literatura común y acoger inquietudes de todo el mundo, se percató de que no había posibilidad de satisfacer a todos y cada uno de los individuos que conforman a la humanidad. “El Congreso es el mundo y el mundo es el Congreso”, concluye desanimado, después de quemar todos los libros y desistir de su hazaña.
Mejor perdámonos en la divinidad de los versos, de aquellos que nos enseñaron sobre mitos y creación. Perdámonos en la musa que se manifiesta en la voz del poeta, perdámonos en el poeta que, gracias al poder de la musa, se convierte en el medio de supervivencia de la lengua y, por ende, de nosotros mismos:
La nieve pura se disuelve…
yo también desapareceré…
No me preocupa la muerte,
nadie vive eternamente.
No creo en esos milagros.
No soy ni nieve ni estrella,
yo jamás volveré a ser
jamás, jamás, nunca más.
Gaviria asiente ante las palabras de Yevgueni Yevtushenko, pues esta vida es tan bella como trágica, con sus hechos concatenados transmutados en una imposibilidad posible. La vida es un azar; las felicidades, tristezas, nieves y estrellas caen sobre los humanos sin orden previsto; pero en esa falta de destinos y deidades es que está nuestr razón de vivir. Por lo tanto, ahora las manos de Gaviria recorren los libros sin rumbo fijo, sin importar si caen en un ensayo de filosofía, una novela gótica o una historia novelada. Lo importante es leer sobre la diversidad y disformidad humana en todas sus formas, lo importante es perderse en los versos que nos han inmortalizado durante generaciones porque, como dijo Dostoievsky, “la belleza salvará el mundo”.