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En las habitaciones de un mundo llamado Macondo

A la casa de Gabriel García Márquez ahora la custodia un árbol pivijay en el que pareciera que de sus enormes raíces se desprendiera la tierra del Coronel Aureliano Buendía. Este texto hace parte del especial Trinchera de letras, del que hacen parte José Eustasio Rivera, José Asunción Silva y Fernando González.

Andrés Osorio Guillott

01 de febrero de 2019 - 04:59 p. m.
La Casa-Museo Gabriel García Márquez recibió en el 2018 más de 24.000 visitantes. / Cortesía
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Jaime García Márquez, hermano del escritor colombiano, ingresó a la casa en la que antaño se hablaba de La guerra de los mil días y de una masacre que se presentó, principalmente, en Ciénaga, a unos cuántos kilómetros de Aracataca. Se sentó en una silla compuesta de madera, apoyando su espalda en la fachada del cuarto de los guajiros. Desde allí observó el jardín de las nostalgias y el patio de los acordeones, los árboles frondosos, la leña y el sancocho. Observaba con el detenimiento que demanda el recuerdo para rebelarse al curso natural de las horas, los días y los otoños, evocando cómo el tiempo y la literatura transformaron su morada en un palacio en el que la fantasía no yacía en los rayos resplandecientes del sol que golpeaban de manera fulminante a las joyas, sino que se encontraba en las vasijas de barro que se ubicaban en las estanterías de la cocina, enseguida de un anafe y un horno que sobresalía por encima de todo. Allí, entre vasijas y utensilios, se resguardan los saberes de la cultura caribe. Y en ese cuarto de los guajiros, de los indios guajiros que cargaban en sus tejidos la cosmogonía de su tribu, Gabriel García Márquez se sentaba a escuchar sobre los conocimientos ancestrales provenientes de la comunidad Wayú, de las supersticiones y los sortilegios que llegaban con los vientos cálidos del Magdalena.

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La casa de Nicolás Ricardo Márquez Mejía y de Tranquilina Iguarán Cotes, los abuelos de García Márquez, fue relatada como un pueblo, una aldea, como un calco de un universo mítico que se fue configurando por los relatos crudos e incipientes de la historia. Las calles de aquellos años de la década de 1927 eran laberintos que llevaban a diversos mundos. Las colonias de los turcos, de los italianos, de los españoles y de los venezolanos se distribuían en la pequeña y calurosa Aracataca. A dos cuadras de la plaza principal del pueblo estaba ubicada la casa de los Márquez, erigiéndose en la colonia de los guajiros, de los vallenatos, de la cultura popular del Caribe que tanto influenció la creación del mito de Macondo y de los artificios que cayeron sobre un pueblo que padecía de reminiscencias fragmentadas y que peregrinaba paulatinamente hacia el olvido de sus catástrofes y de sus padecimientos.

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“Sobre los escombros todavía calientes construyó la familia su refugio definitivo. Una casa lineal de ocho habitaciones sucesivas, a lo largo de un corredor con un pasamanos de begonias donde se sentaban las mujeres de la familia a bordar en bastidor a conversar en la fresca de la tarde. Los cuartos eran simples y no se distinguían entre sí, pero me bastó con una mirada para darme cuenta de que en cada uno de sus incontables detalles había un instante crucial de mi vida”, escribió Gabriel García Márquez en Vivir para contarla, el libro que desdibuja sus recuerdos y ofrece una expedición a aquel pasado mágico que se alternaba entre los relatos de su abuelo y las voces tejidas de las mujeres en aquellas tardes en las que surgían de los arbustos las mariposas amarillas.

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Ocho habitaciones y varios jazmines conformaban la casa. Cada espacio guardaba algún artilugio o alguna especie de misterio que lo hacía especial pese a su aparente estado ordinario y natural. García Márquez nació en el cuarto de los abuelos, el de las flores pintadas en madera que adornaban el año en que se construyó la casa que se levantó para olvidar la huida de años anteriores. Nació en el pequeño remanso que fue mutando en un enorme baúl de madera que no fue absorbido por termitas sino por angustias, pequeños insectos que se colaban en los recuerdos para tergiversarlos con una melancolía del pasado y una incertidumbre del futuro próximo.

Justo al lado del enorme y arcaico baúl, estaba la cuna fértil de su memoria. De color blanco, condenada a la oxidación por las condiciones climáticas, por el paso inminente del tiempo y por la partida de quien durmió ahí en sus primeros años de vida. Fue justo ahí, en ese espacio más que finito, que el fundador de Macondo construyó el que él llamó, “su primera vivencia como escritor”, cuando recordó que la angustia se había apoderado de él cuando notó que su mameluco de color azul podía ensuciarse con la caca que había en sus pañales.

Al fondo de aquel pasillo, por el que alguna vez se paseó un toro que se había escapado de la corraleja de Aracataca, se encontraban dos cuartos prohibidos para el pequeño Gabriel. Uno de ellos era el cuarto de trastos, el destinado a guardar entre los cachivaches y la oscuridad las malas remembranzas. Sin embargo, de la curiosidad que alimenta la mente del infante surgió, tal vez, otro de los universos literarios de García Márquez. Obstinado y rebelde ante lo prohibido, el nieto de Nicolás Márquez se instaló un día entre las señas indescifrables y los colores indivisibles de ese recóndito lugar en el que se topó con una edición de Las mil y una noches, un manuscrito que le dio las primeras pistas de su trazo y que se convirtió en el tesoro de los trastos y en la epifanía de un nuevo caminar.

También puede conocer la historia de José Eustasio Rivera en: A la casa de Rivera la devoró la selva

Gabriel García Márquez heredó lo más importante que tenía su abuelo: la disciplina”, me dijo Rafael Darío Jiménez, autor de La nostalgia del coronel y biógrafo de Nicolás Márquez. Las tardes de júbilo y alegría fueron dialogadas y tejidas entre abuelo y nieto en la oficina y a la vez en la sala de visitas que alguna vez recibió a Rafael Uribe Uribe, a quien Nicolás Márquez le obedeció varios lustros antes. Allí, en medio del aire escrupuloso que salía del ventilador y del librero que sostenía el diccionario de la lengua, Nicolás Márquez y Gabriel García Márquez construyeron una comunicación que ni los momentos más intensos y trascendentes lograron superar.

A finales de 1980, la casa de Gabriel García Márquez estaba encaminada a la peste del olvido. Sin embargo, varios años después, específicamente en 1996, cuando el gobierno nacional decidió declararlo Monumento Nacional, el hogar en el que nació Cien años de soledad y en el que transcurrieron también los relatos de El amor en los tiempos del cólera, se convirtió en Casa-Museo, de manera que la edificación fue sometida a una reconstrucción y adaptación de varios textos que narran aquellos fragmentos en los que el autor colombiano describe sus memorias de la infancia y nos invita a avistar las postrimerías de sus remembranzas, de sus primeros amaneceres y de aquellos instantes que se recrearon para configurar la magia de Macondo.

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Por Andrés Osorio Guillott

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