El Magazín Cultural
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En memoria de Fernando Garavito: 1944-2010

Poeta, escritor y periodista, trabajó en El Espectador y 'Cromos', y publicó siete libros.

Fernando Araújo Vélez
28 de octubre de 2010 - 11:19 p. m.

“Este es el recuerdo de mi muerte: el asombro se apodera de mí, crece por dentro, la espalda se contrae y en mi cara el rictus del placer da paso al pánico, sabía de este instante, lo deseo, una sola pregunta obsesiva me golpea, detallo los detalles, mi mirada va de la barba del asesino a su pistola, al dedo sobre el gatillo, a la amenaza, siento pánico bajo los brazos, en las rodillas el asombro, aún ignoro qué hacer con las manos, un gesto congelado se apodera de ellas pero espero salvarme, este mismo temblor sube a mis labios, pienso Dios, el miedo me pone junto a Él en su paraíso, la ira se agolpa en mi memoria, estoy suspenso, ha pasado un segundo cuando suena el disparo, soy un desecho, una piltrafa, el desperdicio que siempre creí ser, con mirada de vidrio”. (Fernando Garavito, El Banquete de Cronos, 2007).

Pero este jueves el revólver fue un auto rentado en una lejana población de Estados Unidos, Nuevo México, y el disparo, un sueño, el sueño de no dormir, el sueño del cansancio, no aquel sueño que lo llevó a escribir y transgredir, a luchar siempre por sus principios e ideales. Este jueves, el pánico fue despertarse en medio de la nada después de un choque brutal y sentir que la vida se iba, lánguida, efímera, “porque lo efímero —había escrito alguna vez— rechaza la trascendencia y la solemnidad. Lo efímero se da lujos que no se puede dar lo eterno. Por ejemplo, el lujo de la socarronería, el lujo del buen humor, el lujo de las palabras que dicen tantas cosas sin querer decir nada”. Él fue irónico, irreverente, variable, feliz y triste. Escéptico. Sólo un ser humano. Un hombre efímero.

Fernando Garavito falleció este jueves en horas de la madrugada como consecuencia de un accidente automovilístico en una carretera de Nuevo México, reseñaron las noticias. Y añadieron que había sido periodista, que nació en Bogotá en el año de 1944, que publicó dos libros de poemas, Ja, en 1976, e Ilusiones y erecciones, 1989. Que trabajó en El Tiempo, que fue director de la revista Cromos, columnista de El Espectador y editor del Magazín Dominical. Que vivía en el exilio desde  hacía ocho años y que la Lannan Foundation le entregó el premio Cultural Freedom Award por sus trabajos en pro de la libertad de pensamiento. Fue irónico, irreverente, feliz y triste, enamorado, sorprendente, lúcido, contradictorio y nocturno.

Podía lanzar una máquina de escribir por la ventana de su oficina porque alguno de sus periodistas había escrito mal la palabra “arrollar,” y a los dos minutos, garabatear en un papel “Cuando en el principio no había todavía nada —dicen los huitoto— el Padre creó las palabras y nos las dio como nos dio la yuca. Primero el Padre, luego la Poesía. La poesía creó las palabras…”. Podía arremeter contra la Humanidad porque había sido un fracaso, darle puños a su escritorio, y luego, a los 10 segundos, acurrucarse en un rincón y recordar lo humano que había sido conociendo el miedo siendo muy niño, cuando tuvo que esconderse de un ladrón durante toda una tarde, silencio contra silencio, respiración entrecortada contra pánico.

Un día dijo que la humanidad se dividía entre gatos y perros, que él era un perro por fiel, por leal, por sumiso y amoroso. “Tienen la cualidad de la sonrisa. Estiran los labios imperceptiblemente, sin llegar a hacer un gesto, una mueca. Arrugan —sin arrugar— el rabillo del ojo. Luego elevan las comisuras, en un gesto maravillosamente humano, pocos nanómetros sobre la línea horizontal de la boca, y producen el milagro de la razón, aquél que debió dibujar el primer ser humano cuando se percató de su condición de humano. Millones de años después son ellos quienes comienzan a sonreír sin el indispensable apoyo de la cola. Nadie se ha dado cuenta. Pero ellos sonríen levemente. Luego ladran”.

Sin embargo, dos o tres años más tarde, escribía sobre un gato que su hija Manuela le pidió. Cuando llegó, recordaría él, “sentí que el mundo se me venía encima. Era idéntico al semicuasiexgozquejo de Marroquín, flaco, multicolor, escandaloso. En una palabra, horrible. No sé si el qué belleza forzado que lancé en voz baja, haya resultado convincente. Pero el hecho es que esa tarde llegué con mi cargamento de olores y maullidos a una casa que a partir de ese momento se convirtió en el albergue de la especie más encantadora, divertida, independiente, graciosa, sagaz, gentil, cómoda, indiferente, silenciosa, cerrada y trancada por dentro, que haya existido sobre la faz de la Tierra. Los gatos. Los gatos son la razón de ser del universo encerrada en una bolsa de pelos”.

Él también fue gato. Gato feroz que se enfrentó a los máximos poderes. Gato suicida que hurgó en las entrañas de sus enemigos ideológicos. Por eso dijo y reiteró que el peor presidente en la historia de Colombia había ido Álvaro Uribe Vélez, y que el político más nefasto fue Laureano Gómez. Y como gato se reinventó para vivir siete vidas con el nombre de Juan Mosca, su álter ego, el hombre de los reportajes punzantes, el periodista de las investigaciones comprometedoras. Mosca, decía Garavito, nació en Parma, Italia, en el año de 1944 y murió en Perugia en enero de 2007. Mosca era, al mismo tiempo, autodidacta y analfabeto, hermano de tres viejas solteronas, coleccionista de canarios, profesor de la Universidad de Berlín, hermano medio de Juan Vicente Gómez, capitán del Ejército, soltero, casado, padre de seis hijos, presbítero… Él y no él. Garavito, en cambio, según sus propias palabras, fue una sucesión de sombras de las sombras.

Por Fernando Araújo Vélez

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