La justicia, dicen, es coja, pero siempre llega. Pues bien, para algunos es, como Hefesto, patizamba de ambos lados, y no llega nunca; o si por casualidad lo hace, aparece cuando ya la injusticia ha hecho de las suyas y se ha largado sin dejar huella a buscar otro marrano. Se le representa simbólicamente con una venda en los ojos, lo cual está bien, considerando que ve con unas fosas nasales que no distinguen con diligencia el aroma exquisito del olor a rancio.
Una clara imagen de ello se puede ver en las innumerables audiencias en que el culpable declarado sale riéndose a carcajadas en la propia cara del demandante como si nada hubiera pasado, gracias a que el señor de la toga consideró justo establecer una indemnización irrisoria, cercana a la limosna, como fallo a la causa que le competía a su incompetencia, y cómo el criminal vuelve a su palacio sin sufrir el menor menoscabo mientras la víctima regresa a su pocilga cual perro regañado. Para que al pobre se le tome en serio en el teatro de equivocaciones que suele ser un juzgado tiene que degradarse hasta que en lugar de pedir justicia pida “de por Dios”, de modo tal como si acudiera a una institución de beneficencia, y en orden a que para él todo parece indicar que: “El derecho de cada cual se define por el poder que tiene” (Spinoza).
Aquí surge entonces la primera pregunta: Si el derecho se la pasa dando pasos en falso, ¿con qué cara se le puede pedir al ciudadano que los ha sufrido en carne propia que siga confiando a ojos cerrados en las vías legales, al menos sin dejar la impresión de que se le está exigiendo a quien no tiene brazos que acuda a un manco para que devuelva una bofetada que le pegaron? Por algo será que no pocas personas prefieren apelar al “derecho a la represalia” y responder las ofensas en los mismos términos en que las recibieron antes de depositar en su Estado esa responsabilidad, más aún cuando se sabe que todo derecho desprendido de la ley natural suele abolir cualquier ley civil mal hecha y que la manera más fácil de hacerse valer es profesándoles toda la fe posible a las propias manos:
“La venganza es el bocado más dulce que jamás se haya cocinado en el infierno” (Walter Scott).
Súmesele a eso la indolencia de las sociedades, que no reaccionan ante las injusticias si sus intereses particulares se mantienen intactos, y la recocha alcanzará su máximo grado de expresión.
Por otra parte, que la mayor de las veces la culpa de una injusticia recaiga en quienes juzgan los delitos antes que en quienes los cometen, no es un dato menor. Un caso bien juzgado vale por diez mil mal juzgados, como quiera que la charlatanería es la corte suprema del derecho de billetera y de la astucia bajo el cual vivimos. Ser franco, en consecuencia, o si no se tiene una lengua bien larga y flexible para embaucar a un juez a fuerza de palabrería, representa en una diligencia judicial atarse por sí mismo la soga al pescuezo. Si se quiere salir airoso es requisito indispensable acudir allí —o a los cafetines en que los entendidos en legislación acostumbran resolver los procesos según lo dictaminen las grecas— en compañía de un tinterillo experto en guerras de documentos y demás tipos de fraudes que admiten las discusiones orales, y que fuera de eso sepa al derecho y al revés todos los trucos permitidos por los sistemas judiciales que emiten fallos de acuerdo con los discursos y no con las leyes:
“Cuánto más justa encuentra la causa que defiende un abogado bien pagado de antemano” (Pascal).
Sospecho incluso que hay más abogados que se toman por asalto los estrados y leyes sin sentido regados por el mundo que procesos juzgados conforme al buen juicio, pues para la justicia son más importantes los diluvios de mentiras de los leguleyos que el sentido común de las causas que la ocupan. La tierra está tan saturada de abogados que tanto en cada banda criminal como en cada orquesta tropical se encuentra por lo menos uno capaz de expiar y legitimar cualquier crimen: si actúan como acusadores de un pleito serán alarmistas de oficio, si lo hacen como defensores, regateadores de profesión. Entregarse a su protección resulta entonces siendo análogo a dejar el cuidado de la casa al prestamista del barrio.
Se ha de tener en cuenta además que la jurisprudencia que nos rige es interpretativa casi por completo y como tal depende de varios factores, entre ellos, de cómo la concibe la persona que juzga y de los correspondientes cambios en su estado de ánimo. Un juez al que un par de malandros le han violado a su única hija más veces que las fronteras palestinas no le impondrá a un violador la misma pena que le aplicaría uno de sus colegas cuya principal afición es pasar las noches acechando colegialas. Es muy probable que el primero desee castigar al procesado empezando por el lugar por donde pecó y decida serrucharle los genitales con sus mismas manos, mientras que el segundo juzgue la causa como si él mismo fuera a quien se acusa, importándole medio comino lo que diga la ley sobre aquel delito. Por lo demás, sabiendo que hoy cualquier sordo del derecho puede llegar a ser juez, sobra inferir que ningún tribunal está exento de que el peor de los pervertidos dicte sentencias a placer. De eso depende que ninguna desgracia sea tan grande como la que tiene su raíz en las decisiones desacertadas salidas de la cabeza de un juez, y tal vez por ello es que se dice, con algún viso de razón, que los dominios de la justicia se encuentran en cualquier lado, menos en los terrenos de los tribunales.
El escándalo y la calumnia, dicho sea de pasada, dominan el sistema judicial, sobre todo cuando se trata de uno que no sabe guardar secretos. Prueba de esto es que un caso adquiere más atención desde el momento mismo en que pasa por la prensa, que aparte de tratarse del paño de lágrimas y desahogo de la cólera para los descontentos, ha dejado de ser un ente investigativo para convertirse en uno acusatorio, con preeminencia sobre las mismas fiscalías. La recién divorciada a la que su marido se rehúsa a pagarle la cuota mensual de manutención de sus crías prefiere llamar a una emisora radial que ir a un juzgado a denunciar al(los) engendrador(es) irresponsable(s) que la preñó(preñaron). Entre más vehemente sea su reclamo, o en la medida en que más eleve sus gritos, mayor atención se le prestará por parte de los que primero la escucharán para luego ponerse a cacarear elevando el nivel de ruido hasta el más alto de los niveles que admite el sonido. Semejante situación se debe a que la justicia ordinaria no garantiza lo que cierto tipo de periodista, que confunde el ser crítico severo con ser un censurador grosero, asegura con creces: el escarnio público, así sea pasajero. La prensa, o la parte de ella que se mantiene lanzando balas incendiarias a diario, es el mejor medio para exteriorizar la desconfianza que se tiene respecto a los sistemas judiciales, por tanto no hemos de extrañarnos el día en que ésta se escriba o se relate en forma de acta judicial.