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                                                                                                                              Enrique Carriazo- Juego de adultos

                                                                                                                              La mayoría de las veces los seres humanos abrimos la boca para decir cosas que obedecen a una urgencia de la que no somos conscientes. Presentamos un relato náufrago sobre la felicidad de los adultos cuando sus sueños de la infancia se hacen realidad.

                                                                                                                              “En una vitrina vi un par de walkie talkies que brincaron de la vitrina a mis ojos y no me dieron opción distinta a entrar y comprarlos: era un sueño no cumplido de mi infancia.
                                                                                                                              Foto: Getty images

                                                                                                                              Los seres humanos les hablamos a los otros seres humanos por una única razón: la necesidad. Abrir la boca para decir algo es un asunto siempre amarrado a una necesidad, no a un deseo. “Alcánzame la sal”, “dame agua”, “tengo hambre” son tres demostraciones evidentes del diálogo motivado por la necesidad. Pero interesantemente, el asunto no es tan sencillo. La mayoría de las veces abrimos la boca para decir cosas que obedecen a una urgencia de la que no estamos conscientes. Aquel que cuenta sus futuros planes para reforzar la superioridad que siente frente a un interlocutor a quien más que informar le quiere causar envidia, o el que pregona sus obras de caridad para que se infieran sus grandes virtudes. Hablamos porque lo necesitamos, y lo que necesitamos es múltiple e infinito, necesitamos reconocimiento, notoriedad, compasión, visibilidad, o sencillamente necesitamos alivio.

                                                                                                                              Read more!

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                                                                                                                              Los momentos que narro en estos relatos son “habladas” de personas que en un momento necesitaron evacuar tensión y fui un oyente accidental; yo no importaba, lo que importaba era lo que les pasaba a ellos. Creo que muchas de esas expresiones que surgen fortuitamente como resultado de una tensión inconsciente tienen un propósito trascendental: “dejar constancia”, dicho de otra manera, suscribir una nota de memoria acerca de un apuro, un dolor, una angustia, un capricho, un autoelogio, una auto indulgencia o un miedo. No corresponden a una comunicación con alguien en especial, tienen más que ver con aquel mito que se le atribuye a los náufragos y el mensaje arrojado al mar en la botella. Al igual que el sobreviviente en la soledad del océano, a veces los humanos exclamamos alguna composición verbal de cualquier cosa que, importante o no, es un apuro entre la mente y el alma que se empaca como un mensaje en una botella, se arroja al vacío y se consigna en el incierto porvenir el deseo de que alguien lea el mensaje empacado en el frasco. Un mensaje náufrago.

                                                                                                                              Le sugerimos: Miguel Delibes y “Los santos inocentes”: El rostro sin alma de la sociedad

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                                                                                                                              *

                                                                                                                              Hacia 1997 mi vida estaba en la montaña rusa de las emociones y en ese marco hice un viaje de memoria muy amargo a los Estados Unidos. Solo ahora caigo en cuenta de qué tan mal la estaba pasando. Fue quizás por ese malestar que tuve una idea consoladora mientras deambulaba por un centro comercial y en una vitrina vi un par de walkie talkies Motorola que brincaron de la vitrina a mis ojos y no me dieron opción distinta a entrar y comprarlos para satisfacer una necesidad inaplazable por cuenta de que ya llevaba casi 37 años siendo aplazada. Mi niño interior se puso chillón y dijo: “Ya no más, llevo toda la vida queriendo unos radios como esos y ahora que tenemos la plata los vamos a comprar”. El argumento fue elocuente y contundente, mis otros yo, el escritor, el papá de una niña de ocho años, el esposo aconductado, ninguno de esos se atrevió a impedir que ese niño caprichoso tomara el control de mis actos y pagáramos, creo, unos 40 dólares por el par de aparatos que en realidad no eran necesarios para nada distinto a darme un gusto añejamente pospuesto.

                                                                                                                              Ya en la vida real miraba los bellos dispositivos, amarillos con negro, que adicionalmente funcionaban adecuadamente en un radio de unos 500 metros, un jurgo comparados con los walkie talkies chinos de 200 pesos con los que me había estafado la vida durante mi tierna infancia, al punto de que fue mucho más grato hacer un teléfono con piola y vasos de cartón que los radio-teléfonos que me trajo alguna vez el niño Dios criollo. Estos aparatos hacían lo que prometían, con un problema, mi esposa, en aquel momento Geraldine Zivic, estaba muy ocupada haciendo cosas serias como para ponerse a jugar conmigo a los exploradores; mi hija Valentina, de ocho años, consideraba medio idiota jugar a hablar de lejos con su papá cuando podía decirle todo en la cara; por lo tanto, mi sueño de niño seguía embolatado porque ahora que se podía no había con quien, o al menos eso pintaban las circunstancias. Hasta aquella tarde de sábado en que tuve que subir a La Calera a verme con uno de mis más admirados amigos quien por aquella época vivía medio expatriado en una montaña del extremo oriente de la sabana con su adorable pareja Claudia Aguirre.

                                                                                                                              Enrique Carriazo es un ejemplar extraordinario de la inteligencia, la gracia, el talento y el buen humor, que por esos días buscaba en los extremos de las montañas la soledad que tanto le gusta para sortear la cabalgata de pensamientos que no se detiene en su preciosa testa. En plan de familia clase media, Geraldine y Valentina fuimos a tomar onces a casa de Enrique y Claudia. Yo, antes de dejar la casa, vi mis recién adquiridos radio teléfonos que me miraban desde la mesa de la cocina preguntándose con terror si su paso de la vitrina del Wall Mart a mis manos habría sido un movimiento estéril para el sentido de su existencia, pues desde que habían llegado a este trópico no habían pasado de ser un par de objetos con pilas que habían sido encendidos dos veces por espacio del tiempo máximo requerido para que mi esposa y mi hija vieran que al más viejo de la casa le funcionaba el juguete inútil que acababa de comprar y acerca del cual ellas dos no tenían el menor interés. Eso, en tiempo concreto, son dos minutos en la vida de los Motorola.

                                                                                                                              No ad for you

                                                                                                                              Podría leer: Mis días con COVID-19

                                                                                                                              No tengo idea por qué razón al verlos decidí cargarlos, ahora creo que la idea de ir a una montaña me hizo ilusionar con que podría convencer a mi hija de que se alejara los metros suficientes para poder ver mi juguete en acción mientras ella me habría dicho: Listo papá, ¿Viste que si funciona? No esperaba más, pero para mi alma infantil eso era más que suficiente.

                                                                                                                              No ad for you

                                                                                                                              Llegamos a casa de Carriazo y la puerta la abrió Claudia, entramos al primer nivel de una cabaña evocadora de las montañas de los exploradores de las películas: madera, viento frío, soledad y sensación de bosque. Enrique estaba en el segundo nivel de la vivienda a la espera de que subiéramos y ya íbamos en el segundo peldaño de la escalera cuando mis ojos acusaron sobre una mesa de objetos indiscriminados unos walkie talkies exactamente iguales a los que yo, silenciosamente, llevaba entre el bolsillo. Eran la misma marca y el mismo modelo, mi niño interno no lo podía creer, tanta suerte en un solo mes no es fácil de digerir. Es que… ¡sí!, habrían podido ser unos radios, pero ¿de la misma marca y modelo? Esto era el éxtasis de la fortuna. Corrí las escalas, sobrepasé a Valentina, a quien casi dejo caída en la madera de los peldaños y una vez al frente de mi amigo pregunté, sin mediar saludo alguno, qué carajos hacía en la mesa del primer piso un radio- teléfono como (saqué el mío y lo puse frente a los ojos de Enrique) ¡este!

                                                                                                                              No ad for you

                                                                                                                              Enrique, sereno y atraído a la vez por la intempestiva llegada y pregunta, recibió mi juguete y me contó que el que yo había visto en la planta baja había sido comprado por él hace unos meses en los Estados Unidos porque desde niño siempre había querido tener unos radios de estos que, además, funcionaran. Freud en su tumba se sonreía de ver en acción su tesis de que la felicidad de un hombre consiste en cumplir sus sueños de niño, (valga decir que Carriazo y yo tenemos en común ser conejillos del psicoanálisis), y se armó la fiesta. Le dije a Enrique que estábamos en las mismas, que esos los había comprado la semana anterior por la misma motivación y que bueno, que miráramos a nuestros tesoros en acción. Él bajó conmigo y los dos desfilamos frente a los ojos de Claudia, Geraldine y Valentina, quienes se unieron fraternalmente en la contemplación compasiva de mujeres eternamente maduras que entienden que “esas cosas pasan”.

                                                                                                                              Le sugerimos: Tragedia en dos poemas

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                                                                                                                              Enrique capturó su Motorola gris con negro y lo encendió casi a la misma velocidad que alisté mi amarillo con negro, los dejamos en la frecuencia uno, la que automáticamente escoge el aparato cuando se le lleva a ON y nos miramos con una emoción que solamente entiende alguien a quien le ha pasado esto mismo. Ni a Enrique ni a mí se nos ocurrió activar los obturadores de los aparatos. No, la acción siguiente era clara: había que alejarse, el lugar desde el cual deberíamos probar la eficiencia de nuestros juguetes debería ser distante y que impidiera vernos u oírnos con nuestros sentidos. La comunicación la debía lograr la tecnología y la magia de nuestros Motorolas. Enrique entonces, sin mediar palabra, sale de la cabaña, cierra la puerta y se aleja todo lo necesario para que no tuviéramos la menor idea de su ubicación. Los segundos eran siglos, ahora hasta Claudia, Geraldine y Valentina habían caído en el embrujo de ver qué pasaría cuando entrara a mi radio la voz del lejano Enrique, la magia de nuestra infancia logró por un segundo hacerles olvidar que Edison ya había dicho hace siglos “señor Watson venga aquí” y les borró de la conciencia que en sus carteras tenían Nokias que las habrían comunicado con Moscú en segundos si ellas lo decidieran. El mundo contuvo su aliento y en un instante espléndido por el parlante de mi Motorola amarillo con negro sonó la voz de Enrique, fuerte y clara diciendo: “Adulto uno llamando a adulto dos, Cambio”.

                                                                                                                              Nuestro sueño de niños estaba cumplido.

                                                                                                                              “En una vitrina vi un par de walkie talkies que brincaron de la vitrina a mis ojos y no me dieron opción distinta a entrar y comprarlos: era un sueño no cumplido de mi infancia.
                                                                                                                              Foto: Getty images

                                                                                                                              Los seres humanos les hablamos a los otros seres humanos por una única razón: la necesidad. Abrir la boca para decir algo es un asunto siempre amarrado a una necesidad, no a un deseo. “Alcánzame la sal”, “dame agua”, “tengo hambre” son tres demostraciones evidentes del diálogo motivado por la necesidad. Pero interesantemente, el asunto no es tan sencillo. La mayoría de las veces abrimos la boca para decir cosas que obedecen a una urgencia de la que no estamos conscientes. Aquel que cuenta sus futuros planes para reforzar la superioridad que siente frente a un interlocutor a quien más que informar le quiere causar envidia, o el que pregona sus obras de caridad para que se infieran sus grandes virtudes. Hablamos porque lo necesitamos, y lo que necesitamos es múltiple e infinito, necesitamos reconocimiento, notoriedad, compasión, visibilidad, o sencillamente necesitamos alivio.

                                                                                                                              Read more!

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                                                                                                                              Tengo la seguridad de que la mayoría de lo que decimos obedece a un imperioso deseo de desahogar tensión, y también creo que podríamos hablar un 80% menos de lo que hablamos si no fuera por la urgencia de desahogar. La tensión interna de una mente podría aliviarse con el yoga o con la meditación, pero nada para descongestionar como hablar.

                                                                                                                              Los momentos que narro en estos relatos son “habladas” de personas que en un momento necesitaron evacuar tensión y fui un oyente accidental; yo no importaba, lo que importaba era lo que les pasaba a ellos. Creo que muchas de esas expresiones que surgen fortuitamente como resultado de una tensión inconsciente tienen un propósito trascendental: “dejar constancia”, dicho de otra manera, suscribir una nota de memoria acerca de un apuro, un dolor, una angustia, un capricho, un autoelogio, una auto indulgencia o un miedo. No corresponden a una comunicación con alguien en especial, tienen más que ver con aquel mito que se le atribuye a los náufragos y el mensaje arrojado al mar en la botella. Al igual que el sobreviviente en la soledad del océano, a veces los humanos exclamamos alguna composición verbal de cualquier cosa que, importante o no, es un apuro entre la mente y el alma que se empaca como un mensaje en una botella, se arroja al vacío y se consigna en el incierto porvenir el deseo de que alguien lea el mensaje empacado en el frasco. Un mensaje náufrago.

                                                                                                                              Le sugerimos: Miguel Delibes y “Los santos inocentes”: El rostro sin alma de la sociedad

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                                                                                                                              Hacia 1997 mi vida estaba en la montaña rusa de las emociones y en ese marco hice un viaje de memoria muy amargo a los Estados Unidos. Solo ahora caigo en cuenta de qué tan mal la estaba pasando. Fue quizás por ese malestar que tuve una idea consoladora mientras deambulaba por un centro comercial y en una vitrina vi un par de walkie talkies Motorola que brincaron de la vitrina a mis ojos y no me dieron opción distinta a entrar y comprarlos para satisfacer una necesidad inaplazable por cuenta de que ya llevaba casi 37 años siendo aplazada. Mi niño interior se puso chillón y dijo: “Ya no más, llevo toda la vida queriendo unos radios como esos y ahora que tenemos la plata los vamos a comprar”. El argumento fue elocuente y contundente, mis otros yo, el escritor, el papá de una niña de ocho años, el esposo aconductado, ninguno de esos se atrevió a impedir que ese niño caprichoso tomara el control de mis actos y pagáramos, creo, unos 40 dólares por el par de aparatos que en realidad no eran necesarios para nada distinto a darme un gusto añejamente pospuesto.

                                                                                                                              Ya en la vida real miraba los bellos dispositivos, amarillos con negro, que adicionalmente funcionaban adecuadamente en un radio de unos 500 metros, un jurgo comparados con los walkie talkies chinos de 200 pesos con los que me había estafado la vida durante mi tierna infancia, al punto de que fue mucho más grato hacer un teléfono con piola y vasos de cartón que los radio-teléfonos que me trajo alguna vez el niño Dios criollo. Estos aparatos hacían lo que prometían, con un problema, mi esposa, en aquel momento Geraldine Zivic, estaba muy ocupada haciendo cosas serias como para ponerse a jugar conmigo a los exploradores; mi hija Valentina, de ocho años, consideraba medio idiota jugar a hablar de lejos con su papá cuando podía decirle todo en la cara; por lo tanto, mi sueño de niño seguía embolatado porque ahora que se podía no había con quien, o al menos eso pintaban las circunstancias. Hasta aquella tarde de sábado en que tuve que subir a La Calera a verme con uno de mis más admirados amigos quien por aquella época vivía medio expatriado en una montaña del extremo oriente de la sabana con su adorable pareja Claudia Aguirre.

                                                                                                                              Enrique Carriazo es un ejemplar extraordinario de la inteligencia, la gracia, el talento y el buen humor, que por esos días buscaba en los extremos de las montañas la soledad que tanto le gusta para sortear la cabalgata de pensamientos que no se detiene en su preciosa testa. En plan de familia clase media, Geraldine y Valentina fuimos a tomar onces a casa de Enrique y Claudia. Yo, antes de dejar la casa, vi mis recién adquiridos radio teléfonos que me miraban desde la mesa de la cocina preguntándose con terror si su paso de la vitrina del Wall Mart a mis manos habría sido un movimiento estéril para el sentido de su existencia, pues desde que habían llegado a este trópico no habían pasado de ser un par de objetos con pilas que habían sido encendidos dos veces por espacio del tiempo máximo requerido para que mi esposa y mi hija vieran que al más viejo de la casa le funcionaba el juguete inútil que acababa de comprar y acerca del cual ellas dos no tenían el menor interés. Eso, en tiempo concreto, son dos minutos en la vida de los Motorola.

                                                                                                                              No ad for you

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                                                                                                                              No ad for you

                                                                                                                              Llegamos a casa de Carriazo y la puerta la abrió Claudia, entramos al primer nivel de una cabaña evocadora de las montañas de los exploradores de las películas: madera, viento frío, soledad y sensación de bosque. Enrique estaba en el segundo nivel de la vivienda a la espera de que subiéramos y ya íbamos en el segundo peldaño de la escalera cuando mis ojos acusaron sobre una mesa de objetos indiscriminados unos walkie talkies exactamente iguales a los que yo, silenciosamente, llevaba entre el bolsillo. Eran la misma marca y el mismo modelo, mi niño interno no lo podía creer, tanta suerte en un solo mes no es fácil de digerir. Es que… ¡sí!, habrían podido ser unos radios, pero ¿de la misma marca y modelo? Esto era el éxtasis de la fortuna. Corrí las escalas, sobrepasé a Valentina, a quien casi dejo caída en la madera de los peldaños y una vez al frente de mi amigo pregunté, sin mediar saludo alguno, qué carajos hacía en la mesa del primer piso un radio- teléfono como (saqué el mío y lo puse frente a los ojos de Enrique) ¡este!

                                                                                                                              No ad for you

                                                                                                                              Enrique, sereno y atraído a la vez por la intempestiva llegada y pregunta, recibió mi juguete y me contó que el que yo había visto en la planta baja había sido comprado por él hace unos meses en los Estados Unidos porque desde niño siempre había querido tener unos radios de estos que, además, funcionaran. Freud en su tumba se sonreía de ver en acción su tesis de que la felicidad de un hombre consiste en cumplir sus sueños de niño, (valga decir que Carriazo y yo tenemos en común ser conejillos del psicoanálisis), y se armó la fiesta. Le dije a Enrique que estábamos en las mismas, que esos los había comprado la semana anterior por la misma motivación y que bueno, que miráramos a nuestros tesoros en acción. Él bajó conmigo y los dos desfilamos frente a los ojos de Claudia, Geraldine y Valentina, quienes se unieron fraternalmente en la contemplación compasiva de mujeres eternamente maduras que entienden que “esas cosas pasan”.

                                                                                                                              Le sugerimos: Tragedia en dos poemas

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                                                                                                                              Enrique capturó su Motorola gris con negro y lo encendió casi a la misma velocidad que alisté mi amarillo con negro, los dejamos en la frecuencia uno, la que automáticamente escoge el aparato cuando se le lleva a ON y nos miramos con una emoción que solamente entiende alguien a quien le ha pasado esto mismo. Ni a Enrique ni a mí se nos ocurrió activar los obturadores de los aparatos. No, la acción siguiente era clara: había que alejarse, el lugar desde el cual deberíamos probar la eficiencia de nuestros juguetes debería ser distante y que impidiera vernos u oírnos con nuestros sentidos. La comunicación la debía lograr la tecnología y la magia de nuestros Motorolas. Enrique entonces, sin mediar palabra, sale de la cabaña, cierra la puerta y se aleja todo lo necesario para que no tuviéramos la menor idea de su ubicación. Los segundos eran siglos, ahora hasta Claudia, Geraldine y Valentina habían caído en el embrujo de ver qué pasaría cuando entrara a mi radio la voz del lejano Enrique, la magia de nuestra infancia logró por un segundo hacerles olvidar que Edison ya había dicho hace siglos “señor Watson venga aquí” y les borró de la conciencia que en sus carteras tenían Nokias que las habrían comunicado con Moscú en segundos si ellas lo decidieran. El mundo contuvo su aliento y en un instante espléndido por el parlante de mi Motorola amarillo con negro sonó la voz de Enrique, fuerte y clara diciendo: “Adulto uno llamando a adulto dos, Cambio”.

                                                                                                                              Nuestro sueño de niños estaba cumplido.

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