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Ensayo histórico: cuando los niños desaparecían en la París de 1749

Fragmento del más reciente libro del historiador estadounidense Robert Darnton “El temperamento revolucionario. Cómo se forjó la Revolución francesa. París, 1748-1789”. ¿Qué llevó a Francia a la Revolución?

Robert Darnton * / Especial para El Espectador

29 de diciembre de 2025 - 10:00 a. m.
Robert Darnton (Nueva York, 1939) es un historiador estadounidense. Se graduó en la Universidad de Harvard y posteriormente estuvo en la Universidad de Oxford, donde se doctoró en Historia. Aquí, con la portada de "El temperamento revolucionario", su libro recién editado en Colombia con el sello académico Taurus.
Foto: Cortesía Penguin
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Las calles de París siempre estaban llenas de niños: niños sin hogar, que no tenían adónde ir, e hijos de los pobres, que no tenían dónde jugar, ya que sus familias se hacinaban en viviendas normalmente de una o dos habitaciones. En los últimos meses de 1749, los niños empezaron a desaparecer de las calles. Al principio, los parisinos les prestaron poca atención. Eran una molestia, y París estaba plagado de mendigos, empujados por la miseria general de los alrededores de la ciudad. En noviembre, la policía recibió órdenes de acorralar a los vagabundos, encerrarlos en cárceles y soltarlos en el campo o, como se rumoreaba, enviarlos en barco a Tobago y el Mississippi, donde se necesitaba mano de obra para desarrollar una supuesta (y en realidad inexistente) industria de la seda. En mayo de 1750, sin embargo, algunos hijos de artesanos y burgueses no regresaron con sus familias después de jugar en la calle, salir de la escuela o hacer recados. Corrió la voz de que los había secuestrado la policía y que también ellos iban a desaparecer al otro lado del Atlántico. París estalló en los disturbios más violentos que se habían conocido, una revuelta que desbordó a la policía y que duró, con brotes intermitentes, una semana. En su punto álgido, el 23 de mayo, durante unas horas, la ciudad estuvo en manos de la multitud.

Los disturbios se produjeron a raíz de los rumores de que agentes de policía vestidos de paisano merodeaban por París en busca de niños de cinco a diez años a los que atraían a carruajes que los llevaban a prisiones y a un destino incierto. El 16 de mayo, un niño gritó desde un carruaje en el faubourg Saint-Antoine, cerca del Pont Marie. Una mujer lo oyó y pidió ayuda; unos obreros salieron en tropel de las tiendas de los alrededores; se apoderaron del carruaje, rescataron al niño y apalearon a su captor —un agente de policía de paisano— y a varios soldados que le ayudaban.

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La multitud persiguió a otros policías y los disturbios se extendieron por todo el faubourg. Aunque al día siguiente volvió la calma, tras la violencia siguieron las habladurías. Algunas decían que la policía, con ayuda de los militares, recibía una prima por cada niño que lograba capturar para enviarlo al Mississippi. Otras afirmaban que la policía retenía a los niños para pedir rescate, utilizando como pretexto las órdenes anteriores de eliminar la mendicidad. Luego se extendió la historia de que iban a desangrar a los niños para que se bañara en su sangre un príncipe enfermo de lepra, ya que la sangre pura de los inocentes servía para curarla, según una leyenda relacionada con la conversión del emperador Constantino y también con la matanza de los inocentes perpetrada en tiempos de Herodes.

Durante los días siguientes circularon más rumores y algunas informaciones aparentemente fiables. Se decía que los agentes de policía y sus espías recibían quince libras por cada niño que capturaban y cobraban cien libras por cada uno que devolvían a sus padres. Barbier, que consideraba que las habladurías sobre baños curativos de sangre eran paparruchas, creía probable que los secuestros se estuvieran utilizando para colonizar el Mississippi, y también creía que la policía —y en particular los soldados (arqueros) empleados para cumplir sus órdenes— eran capaces de extorsionar a los parientes de sus víctimas para obtener rescates. El 22 de mayo estallaron unos disturbios denominados émotions populaires a raíz de unos incidentes ocurridos en varios puntos de la ciudad. En la Porte Saint-Denis, la muchedumbre persiguió a un presunto secuestrador hasta la casa de un commissaire (funcionario de la policía local) y la destrozó a pedradas. En el faubourg Saint-Germain, dos hombres secuestraron al hijo de un cochero. El niño gritó; su padre salió a la calle, pidiendo ayuda a voz en cuello, y los secuestradores, perseguidos por los vecinos, corrieron para salvar sus vidas. Uno de ellos intentó refugiarse en el interior de un asador. Blandiendo un pincho, un trabajador del local intentó contener a la multitud, pero esta le sobrepasó y saqueó todo el edificio, mientras que la Patrulla Nocturna, incapaz de reprimir la violencia, dejó hacer, y dos personas resultaron muertas. En otro incidente, unos soldados vestidos de paisano agarraron a un niño que volvía de la escuela en el Quai des Morfondus. Los compañeros del chico corrieron tras ellos, pidiendo socorro, y una multitud los persiguió. Tras soltar al niño, uno de los secuestradores intentó refugiarse en casa de otro commissaire. La multitud la rodeó, tiró piedras a todas las ventanas y estaba a punto de incendiarla cuando llegó la Guardia Montada ( guet à cheval ), que, tras muchas negociaciones, restableció la calma. El commissaire con su familia y el secuestrador huyeron por la buhardilla y por los tejados de los edificios adyacentes.

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Al día siguiente, en respuesta a una denuncia de intento de secuestro, se congregó en la Butte Saint-Roch una muchedumbre, que, buscando a los secuestradores, irrumpió en el norte de París hasta llegar a la rue Saint-Honoré, donde alguien reconoció a un espía de la policía llamado Labbé. La multitud lo persiguió hasta la casa de un cerrajero, donde Labbé se escondió en una habitación del cuarto piso. El cerrajero, aterrorizado por la violencia, le hizo salir, y tras otra febril persecución, Labbé corrió hacia la casa de un commissaire situada frente a la iglesia de Saint-Roch. Un soldado de la Guardia disparó contra los perseguidores desde el portal de la tapia de la vivienda. La multitud, enardecida, derribó el portal e irrumpió en el patio, desde donde empezaron a arrojar piedras a las ventanas y amenazaron con prender fuego a la casa si no soltaban a Labbé. El commissaire lo entregó, los alborotadores lo mataron a golpes y arrastraron el cadáver por la rue Saint-Honoré hasta la casa del teniente general de policía, Nicolas René Berryer, que servía de cuartel general de la policía de París. Tras depositar el cuerpo en la puerta de entrada, la muchedumbre gritó que iban a matar también a Berryer, pero este huyó por una puerta trasera y se escondió en el convento vecino de los jacobinos.

Mientras los alborotadores intentaban forzar la entrada de la casa de Berryer, varias brigadas de la Guardia, tanto a pie como a caballo, llegaron a tiempo para obligarles a retroceder hasta la calle, donde se habían congregado diez mil personas. Entonces apareció la caballería de las Gardes Françaises y las Gardes Suisses y embistió a la multitud, sable en ristre. La carga de caballería dispersó a los agitadores, aunque grupos de manifestantes siguieron vagando por la ciudad hasta altas horas de la noche. Murieron entre diez y quince personas, y muchos alborotadores fueron encarcelados. Había que castigarlos, señaló Barbier, aunque los disturbios eran comprensibles, dada la provocación que los había desencadenado: el Gobierno necesitaba afirmar su autoridad y evitar que los parisinos tomaran conciencia de su poder, ya que durante un breve periodo de tiempo se habían adueñado del control efectivo de la ciudad. El marqués de Argenson tuvo la misma reacción: «Cuando el pueblo no le teme a nada, lo es todo».

La Guardia, reforzada por un fuerte despliegue de soldados regulares, recuperó el control de París al día siguiente, pero el ambiente seguía cargado de rabia. La gente expresaba abiertamente su odio a la policía, los ministros, madame de Pompadour y el rey. Decían que querían masacrar a Berryer y «comerse su corazón».3 Este, aunque no se atrevió a aparecer en público durante varios días, fue convocado por el Parlamento y aseguró que la policía no había ordenado jamás el secuestro de ningún niño. El Parlamento publicó entonces un edicto en el que negaba los rumores de secuestros, pero anunciaba que los padres cuyos hijos hubieran desaparecido podrían recuperarlos dirigiéndose a la policía. También llevó a cabo una investigación de los disturbios, que reveló que algunos soldados a sueldo de la policía habían secuestrado efectivamente a hijos de «buenos burgueses» y los habían retenido a cambio de rescates de sesenta, noventa o ciento cincuenta libras. Barbier confió a su diario que sabía de un tonelero que había pagado sesenta libras a un oficial de policía para recuperar a su hijo secuestrado.

A finales de mayo, la opinión mayoritaria entre los parisinos era que se habían producido muchos secuestros y que la policía había participado en ellos.

En junio, dos soldados de visita en Orleans dijeron, a modo de broma, que habían venido a capturar niños. Se formó una multitud, que se volvió violenta y acabó matando de una paliza a uno de los soldados. El otro fue condenado más tarde a ser azotado, marcado a fuego, expuesto al escarnio público y sentenciado a galeras durante nueve años.

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En París circularon rumores de que el populacho planeaba marchar sobre Versalles y quemar el palacio, y enviaron soldados a vigilar el camino. El 8 de junio, por primera vez, el rey evitó París en el trayecto de Versalles a Compiègne. Como ya se ha dicho, mandó abrir un camino de tierra campo a través en plena cosecha, lo que dio pie a nuevos comentarios airados entre labradores y parisinos. Mientras tanto, el Parlamento prosiguió su investigación sobre los disturbios de mayo. Detuvo a cuarenta sospechosos, entre los que se encontraban algunos soldados y alborotadores, todos ellos pertenecientes a las categorías más bajas del pueblo llano. La ciudad entera era un hervidero de conversaciones sobre la crisis y esperaba ansiosa el veredicto de los magistrados.

El 1 de agosto, el Parlamento condenó a la horca a tres de los presos: un portero, un carbonero y un vendedor de muebles de segunda mano. Al cabo de dos días, una gran multitud asistió a las ejecuciones en la Place de Grève. Para evitar una nueva sublevación, las autoridades desplegaron mil quinientos soldados en la plaza y dos regimientos de la Gardes Françaises en los aledaños. Las simpatías de la muchedumbre estaban de parte de los condenados porque, como señaló Barbier, la émotion populaire había expresado tanto el horror por los secuestros como la furia contra la policía. Cuando el carbonero subió al cadalso —era un hombre apuesto que había vencido a un soldado en una pelea cuerpo a cuerpo—, la multitud gritó: «¡Gracia!». El verdugo se detuvo un momento e indicó al carbonero que bajara unos peldaños. Pero, contrariamente a las esperanzas y expectativas de todos, no llegó ningún mensajero con un indulto de última hora. Los soldados hicieron retroceder a la multitud e hirieron a algunos con sus bayonetas e intimidaron a los demás. El carbonero murió ahorcado, y tras él, sus dos compañeros, y la multitud se dispersó.

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A esas alturas, el flamante camino de tierra de Compiègne se conocía ya con el nombre de «camino de la revuelta», y el rey lo había hecho pavimentar. Decía que no quería exponerse a la ira de los parisinos, que le habían llamado Herodes.

* Se publica con autorización de Penguin Random House Grupo Editorial. Robert Darnton: Tras su paso por la universidad, trabajó como reportero en el New York Times. En 1968 se unió a la Universidad de Princeton como profesor y ocupó la cátedra Shelby Cullom Davis de historia europea. En 2007 fue nombrado profesor Carl H. Pforzheimer y director de la biblioteca de la Universidad de Harvard. Darnton es considerado un pionero en el campo del estudio histórico del libro. Ha publicado varios libros entre los que destacan La gran matanza de gatos y otros episodios en la historia de la cultura francesa, El temperamento revolucionario y Los Best-Sellers prohibidos de la Francia Pre-Revolucionaria. Ha recibido numerosos premios tanto por su carrera como por sus obras, entre los que destacan el Premio Nacional del Círculo de Críticos estadounidense, el Premio Mundial Cino del Duca y el reconocimiento como Caballero de la Legión de Honor, un premio dado por el gobierno francés. Actualmente, se dedica al estudio del desarrollo de las ediciones electrónicas y las perspectivas que se abren para el libro.

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Por Robert Darnton * / Especial para El Espectador

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