El 21 de junio de 1956 hubo un terremoto en Santa María de Morena, un municipio perdido en el Eje Cafetero. El desastre acabó con el hospital del pueblo y con todos los que allí se encontraban, exceptuando únicamente a dos niños recién nacidos, Otoniel y Yesid. Así es como comienza “A la sombra del cacao sabanero”, la primera novela del pereirano Andrés Correa Londoño. En conversación para El Espectador, el autor contó sobre el proceso creativo que lo llevó a construir la historia de estos dos niños, cuyo destino quedó entrelazado desde el principio.
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¿Qué puso en marcha la escritura de “A la sombra del cacao sabanero”?
Todo empezó por una tarea de una profesora, que era escribir una carta en la que uno mintiera para no llegar a una cita. Entonces, en la mía le decía a una chica: “Mira, no puedo llegar a la cita porque en las ramblas me encontré con un amigo de la infancia y él se va mañana. Entonces, no alcanzo a llegar”. Ese amigo con el que me encontré imaginariamente existe y se llama Jorge. Él es mayor que yo cuatro horas y cuando nos sentábamos de niños a conversar nos gustaba jugar a que las cosas que le pasaban a él me iban a pasar más o menos ocho días después. Considerábamos que el hecho de haber nacido el mismo día nos llevaba a un destino predeterminado del que no podíamos escapar, y hasta el día de hoy, cuando hablo con él, hay cosas que me sorprenden. Claro, cuando uno busca similitudes, las encuentra. Fue así como empecé a crear la historia, aunque, si bien hay guiños autobiográficos, gran parte también fue imaginación.
Se apoya mucho en los relatos orales para contar esta historia. ¿Por qué?
Crecí en el campo, donde la gente es mucho más abierta —a lo mejor el clima influye en que sean así—, entonces quise anclarme a ese lenguaje porque para mí eso es lo que une generaciones. Esas frases hechas que utilizaban nuestros viejos, lo que llamamos la refranía, son elementos culturales que perduran en la historia. La oralidad de los personajes cumple un papel importante, porque buscaba que los diálogos fueran puntos comunes en los que mis personajes y los lectores se encontraran. En ese sentido, la oralidad tiene mucha trascendencia.
Hay un tema en esta novela, que es la idea del destino frente al azar. ¿Cómo fue jugar con esos dos elementos teniendo en cuenta que, como autor, es una especie de dios en su historia?
Cuando desarrollé la historia, la tenía completamente cerrada. Había muchos hilos que podía ir juntando para que todo engranara. Pero, por ejemplo, me pasó con Tomasa, que es uno de mis personajes favoritos, que hubo un momento en que ella dejó de hacer lo que yo quería que hiciera según la escaleta que tenía. Necesitaba que ocurriera algo con Tomasa, pero ella claramente me decía: “Yo por ahí no paso, apáñese como pueda”. Ahí tuve que dejar de lado el destino para que el azar hiciera su trabajo. Entonces decidí liberarla un poco, y eso terminó en la eliminación de una escena que después me permitió cerrar la historia. Igual, el destino tomó una preponderancia importante también fuera de la historia porque, cuando la terminé, ya llegó un punto en el que no dependía de mí que esto llegara a la gente. Y pasaron cinco años desde que la terminé hasta que finalmente vio la luz.
Sobre ese tema, la baraja española es un elemento clave en esta novela. ¿Por qué decidió utilizar este recurso?
Creo que si algo nos ha fascinado a todos alguna vez en la vida es saber lo que va a pasar. Nos intriga conocer el futuro: la baraja española, el tarot, las estrellas, los horóscopos, los oráculos, las pitonisas… Todos hemos buscado formas de conocer el devenir. Antes las personas que tenían estas clarividencias eran consideradas seres naturalmente inteligentes o incluso superdotados. Y hoy en día creo que sigue siendo así, solo que hemos sustituido un poco la superstición por los datos —que a veces nos dan tanta información que uno quisiera hasta cerrar los ojos para no ver lo que viene—. Esa necesidad de comprender el devenir, que se relaciona incluso con la idea de Dios, está profundamente ligada a la historia. En la novela, el vehículo para explorar todo eso es la baraja española, que precisamente me permitía tirar de los hilos y jugar con el destino de los personajes.
¿Qué se lleva de esta experiencia literaria?
Creo firmemente que las historias que nos contamos configuran nuestra percepción del mundo. Esto me preocupa especialmente en relación con las nuevas generaciones. Considero que mi generación fue muy afortunada al tener un contacto directo con el mundo, algo que, a menos de que las cosas cambien radicalmente, no sucederá igual con nuestros niños, quienes estarán conectados al mundo principalmente a través de pantallas. Por eso, más que nunca, quiero reivindicar la lectura, porque permite nutrirse a su propio ritmo, con pausas para interiorizar lo que se lee. Y, por otro lado, creo que en Colombia, por nuestra naturaleza y contexto, es fácil escribir sobre violencia; son historias que fluyen con naturalidad, al menos en mi caso. Pero, así este sea un tema que se aborda en la novela, no quiero que ese sea el centro. Mi objetivo es que las historias que cuento nos ayuden a construir una realidad diferente.