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De un planeta “bellísimo, atroz, inabarcable” en el que a diario aparecen y desaparecen especies, y también habitado durante siglos por quienes nos hemos considerado dueños y señores del universo, da buena cuenta la editora y escritora mexicana Isabel Zapata en Una ballena es un país.
Zapata crea una senda de versos sinuosos y asomos de ensayo para ponernos frente a los pulpos que sienten con el cerebro y piensan con los pies, la violenta geometría de los huevos de tiburón, las ballenas que son casa y país, los rinocerontes “como fantasmas que dejaron algo pendiente” y una Laika que regresa, espectral, para lamer la mano de quien la preparó para un fallido viaje cósmico. “Lo minúsculo siempre resiste”, dice Zapata, y así cuenta de los cuerpos breves y otros colosales de tantos animales que, a su modo, han soportado el mundo.
Una de las ideas más interesantes de la presentación del libro, es que: “consideramos que el mundo está hecho para nosotros, herederos de la visión antropocéntrica que estableció Aristóteles” cuando resulta que en realidad la vida empezó y seguirá sin nosotros, los humanos. ¿Cómo cuestiona esa idea a través de estos textos?
La idea de que los seres humanos estamos, de algún modo, por encima del resto de los animales, es persistente y muy difícil de desafiar. Escribí Una ballena es un país partiendo de la pregunta de cómo nos relacionamos con ellos y bajo qué supuestos, y me interesaba hacerlo desde la poesía porque es un género que ofrece una serie de recursos tan variados como seres vivos habitamos el planeta. La literatura es una manera de pensar juntos, y mi intención era abrir debates y conversaciones que son, a todas luces, esenciales en el mundo en crisis que habitamos.
En la presentación usted afirma que este libro le permite decir lo que el lenguaje de la academia y el activismo no le habían alcanzado para decir. ¿Qué cosas logró poner afuera a través de la literatura y de qué manera?
Creo que el lenguaje poético permite establecer vínculos de empatía más sólidos que otros lenguajes, porque llega más profundo. En el caso de este libro, por ejemplo, era esencial la parte documental. Me interesaba ese tono realista o de registro, pero atravesado por el tono lírico. Por otro lado, debo decir que, al escribir, intento no preocuparme demasiado por descifrar en dónde cabe lo que estoy haciendo, pues cuando lo hago, termino por encasillar a las palabras y por imponerle al texto una rigidez que no le es natural. Me gusta la idea de navegar entre géneros libremente y creo que eso puede verse en Una ballena es un país, en donde tomo recursos de varios géneros –la lista, la narrativa, la carta, el diccionario– según lo exija cada texto.
Usted dice que todos somos un poco salvajes de vez en cuando. ¿Cómo podemos redefinir ese concepto?
Quiero cuestionar la idea de que somos radicalmente diferentes a otros seres vivos, invitar al lector al asombro ante estas formas de vida a las que somos semejantes, aunque no nos parezcamos.
Plantea la posible existencia de una “Breve guía de lugares imaginarios” cuando hablas de la ballena como un país. ¿Podría pensarse un correlato con el Manual de zoología fantástica de Jorge Luis Borges o El libro de los seres imaginarios de Borges y Margarita Guerrero?
Mi libro está inserto en esa amplia tradición de los bestiarios (que incluyen animales “reales” y animales “imaginarios”, por muy arbitraria que esta división pueda resultar). Sin embargo, quería alejarme de los lugares comunes que hay ahí. Más que hablar de los animales para usarlos como espejo, mi intención era ponerlos al centro del escenario para hablar de sus vidas privadas y de lo que ocurre al margen de nuestra mirada.
En Espermaceti habla de Teddy Roosevelt, a quien algunos en su momento llamaron “cazador conservacionista”. ¿Cómo lee los activismos y las militancias ecológicas, ambientales y animalistas hoy?
Son labores que admiro y de las que alguna vez formé parte mucho más activa, pero para ser muy honesta no conozco el estatus actual de este universo tan a fondo como para dar una opinión adecuadamente informada. Lo que sí creo es que cada persona encuentra sus propias trincheras desde las cuales impulsar ideas que le resultan urgentes, yo encontré la mía en la literatura.
En Tlacuatzin nos recuerda a los tlacuaches representados en el Código Dresde cuyos “cuerpos breves soportan el mundo”, y nos hace pensar en tantos animales que y con los que también se ha construido la historia.
Nuestra historia y la de los animales es una sola: la historia del mundo. Me viene a la mente un libro hermoso de Michel Pastoureau, Animales célebres, que justamente hace un recuento de animales que han cambiado el rumbo de todo.
Hay una frase hermosa en Teoría del caos: “El poema no es un artefacto, es un espacio al que se entra”. ¿Cómo trabajó esos espacios en este libro sobre este tema en particular?
Me interesa que el lector entre a este libro sin expectativas de lo que va a encontrar en él: libre de ideas de lo que son las ballenas, de cómo debe verse un poema en la página, de qué tipo de mensajes se pueden encontrar en un libro sobre animales. Por eso me imaginaba más cada texto como un espacio que explorar, en el cual hay referencias y “pistas” para continuar la lectura por otros medios. Una de las cosas que más me gustaría lograr con este libro es que las personas que se acerquen a él después sigan leyendo más sobre animales y cuestionando la manera en que nos relacionamos con ellos.
¿Cómo lee las nuevas literaturas que están hablando y pensando estos temas desde otros lugares narrativos? (por fuera de la academia, de las ciencias o como nuevos modos de divulgación científica, por ejemplo).
Me parece importantísimo que esta conversación siga por todos los caminos posibles, y en ese sentido celebro todas sus manifestaciones. Creo firmemente que la crisis climática, es decir, nuestra relación con el mundo vivo, es el asunto más urgente en el que podemos pensar.