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Érase una vez un niño a quien llamaban Saramago

Aunque José Saramago se dio a conocer luego de cumplir 50 años, comenzó a escribir y a observar el mundo y sus vicisitudes desde niño, y jamás dejó de escribir.

Sorayda Peguero Isaac

18 de junio de 2019 - 11:00 a. m.
José Saramago, quien fue bautizado como José de Souza Saramago. / Archivo particular
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El pueblo se llama Azinhaga, tierra de olivares y maizales que también tiene su río, el Almonda. El niño recorre los maizales con un saco atado alrededor del cuello. Cuando acaba la jornada de los agricultores, se afana en buscar las mazorcas que quedaron olvidadas. No había cumplido dos años cuando sus padres se marcharon con él a Lisboa. No conserva ningún recuerdo de la casa en la que nació. Pero siempre vuelve. En Azinhaga está el “hogar supremo” que lo convoca cada verano, humilde morada de paredes blancas y piso de tierra en la que viven Jerónimo y Josefa, sus abuelos maternos.

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Zezito se pasea por los caminos secos y húmedos sin zapatos, igual que todos los niños y las mujeres del lugar. “Abuela, me voy a dar una vuelta por ahí”, dice. Y sale rumbo al monte con las provisiones necesarias: higos, aceitunas, pan de maíz, un tirapiedras que es el terror de las ranas y un palo que le servirá para abrirse paso entre la maleza o para enfrentar el ataque de algún perro furioso. Después del dramático episodio que protagonizó en la ciudad, Zezito cree que en cualquier perro hay un enemigo en potencia. No está de más estar prevenido.

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El nieto de Jerónimo y Josefa es tímido. Los domingos por la tarde se pone la camisa blanca, el pantalón corto y los reglamentarios calcetines subidos hasta las rodillas. Si lo vieran, sentado en el umbral de la casa, absorto en los colores del atardecer, no dudarían en creer que sufre el mal de la melancolía. Zezito le dedica tiempo a la contemplación. Aún no reconoce el valor del paisaje en su conjunto, ni la importancia que tendrá para su oficio de escritor, pero siente, como si fuera el llamado de una voz antigua, una gran inquietud por lo minúsculo, por los detalles que van tejiendo los hilos de su sensibilidad. “Una hormiga levantando al aire una raspa de trigo, un cerdo comiendo en la artesa, un sapo bamboleándose sobre las patas torcidas, una piedra, una tela de araña, el surco de tierra levantada que deja el hierro del arado, un nido abandonado, la lágrima de resina seca en el tronco del melocotonero, la helada brillando sobre las hierbas a ras de suelo”. Los ojos de Zezito están ávidos de los pequeños movimientos del mundo.

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Un pequeño movimiento del mundo lo librará de inventar un seudónimo para firmar sus libros en un futuro lejano. Saramago era el apodo con el que se conocía a su familia paterna en el pueblo. Lo cual resultó ser razón suficiente para que don Silvino, célebre funcionario del registro civil, sometido a los caprichos de una borrachera épica, decidiera que el hijo de don José de Sousa debía quedar inscrito en los libros oficiales como José de Sousa Saramago. Siete años más tarde, cuando matricularon a Zezito en la escuela primaria, las autoridades portuguesas se mostraron interesadas en saber a qué se debía la sospechosa diferencia de apellido entre el padre y el hijo. De manera que, para evitar problemas con la burocracia, y estando el daño más que hecho, José de Sousa padre tomó la decisión de modificar su acta de nacimiento para adoptar el mismo nombre que su hijo.

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Con la vuelta a la rutina, Zezito dejaba atrás los olores y los sabores de Azinhaga. En Lisboa la vida demandaba otro ritmo y costumbres distintas a las del pueblo. Las visitas al cine con su amigo Félix alimentaron el imaginario de terror que por las noches le espantaba las horas de sueño y de insomnio. Durante un tiempo sufrió el azote de los terrores nocturnos. En su casa solo había un dormitorio. Zezito dormía en la misma habitación que sus padres. Unas veces en el suelo, al alcance de las cucarachas, y en tiempos mejores en un pequeño catre. En su rincón del aposento matrimonial, el hijo gritaba para que fueran a rescatarlo de las garras del fantasma de turno.

Desde su llegada a Lisboa, la familia De Sousa había vivido en buhardillas, compartiendo vivienda con otras familias y sin poder permitirse el uso de un baño propio dentro de casa. Es probable que la escasez impulsara ciertos emprendimientos de Zezito, como aquella vez en que se celebraban las fiestas en honor a San Antonio. Los vecinos colocaron un altar en la puerta del edificio dedicado al defensor de las causas justas. A Zezito, que ya tenía algunos conflictos con la religión, le pareció buena idea apelar a la voluntad de los cristianos que pasaban por la avenida Casal Ribeiro: “Un centimillo para San Antonio, un centimillo para San Antonio”. En esas estaba cuando vio a un hombre que caminaba por la acera opuesta. Iba elegantemente vestido: traje sastre, sombrero, bastón. Sin duda, una buena oportunidad para la caridad cristiana. Salió disparado hacia el hombre sin decirles nada a sus compañeros de fechorías. Era tal el ímpetu que llevaba, que se precipitó contra la grava que por aquellos días cubría la avenida. Acabó llorando y con una rodilla maltrecha. Valga decir que el santo no vería ni uno solo de los céntimos reunidos: estaban destinados a la compra de chucherías. De aquella aventura, a Zezito le quedarían una cicatriz y una inquietud: “¿La brutal caída fue consecuencia de una mezquina venganza del santo?”.

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Las tempestades del tiempo destruyeron la casa. Ya no están los abuelos ni los olivares donde se escondían las lagartijas. No están los lechones, ni el huerto, ni la jícara de latón esmaltado con el agua que saciaba su sed. Y quién sabe dónde estará Alice, la muchachita de la que estaba enamorado. José Saramago, el hombre que así firma sus libros, se queda contemplando el paisaje que ha dejado de ser suyo. Se aferra a la fantasía de zambullirse desnudo en las aguas del Almonda y recuperar al niño que caminaba descalzo por los maizales de Azinhaga. “¿Qué son los niños?”, se pregunta. “¿Qué seres extraños son esos que vuelven hacia nosotros sus rostros lozanos, que nos turban a veces con una mirada súbitamente profunda y sabia, que son irónicos y gentiles, débiles e implacables, y siempre tan ajenos? ¿Por qué tenemos tanta prisa en verlos crecer?”. Puede que un niño, transformado en otra especie humana por el paso de los años, sea la promesa de un regreso seguro al primer punto de partida. Llegó un momento en que José Saramago dejó de sufrir por lo perdido. El sitio de su recreo volvería a levantarse de los escombros cada vez que así lo quisiera. Tenía el permiso de la memoria. Tenía el poder de la palabra.

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Por Sorayda Peguero Isaac

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