Esa tiniebla (Ensayo)

C.S. Lewis (1898-1963) fue profesor de literatura medieval y renacentista en la Universidad de Cambridge, miembro destacado de la Universidad de Oxford y quizá el escritor cristiano más influyente de su tiempo.

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Jhon A. Isaza
21 de junio de 2019 - 10:39 p. m.
C.S. Lewis, autor, entre otros libros, de Las crónicas de Narnia.  / Cortesía
C.S. Lewis, autor, entre otros libros, de Las crónicas de Narnia. / Cortesía
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H. murió. Aunque C. sabía que ella era mortal incluso antes de enamorarse, parecía no entender del todo lo que la muerte de lo amado significa: la pena, el sufrimiento, se vive también como miedo, miedo a la soledad de un cuarto o una casa en la que antes se oían las formas de vivir de H., y ahora solo hay silencio (silencio es la vida sin los ruidos de H.). Nada es tan evidente como cuando no está. El miedo es también a nosotros, a la soledad total: por eso quizá queremos a otros cuerpos a nuestro lado cuando H. se nos muere, porque un cuerpo es como un imán que no deja que la mente se vuelque sobre sí, y se enrolle hasta consumirse. H murió. Hay dos cosas que uno lamenta con la muerte de H., aparte de la muerte misma: I) que nos lleva, no a dudar de que Dios exista, sino a pensar horriblemente mal de Él: no puede ser del todo bueno un Dios que hace un esfuerzo monumental por permitir a H. en nuestras vidas, y luego la extingue; algo de burlón debe haber en ello, y nadie quiere ser el objeto de burla del príncipe del Universo. Hay quienes dicen que Dios es un sustituto del amor, pero C. tenía a H., “¿A quién le importan los sustitutos cuando tiene en la mano la cosa misma?”,  II) en una novela de Javier Marías hay un hombre que por un truco ruin de la naturaleza se ve condenado a trastocar los días al despertar, una mañana de julio de 1984 Will despierta convencido, por ejemplo, de que es la mañana funesta de septiembre de 1962, el día en que la mujer amada murió, y así este hombre estrena cada tanto el mismo sufrimiento agónico, una y otra y otra vez, mientras la naturaleza ríe y los otros que son testigos del juego observan, y celebran no ser él, que aún no sabe que debería dejar de sufrir por el hecho y continuar sufriendo por el recuerdo del mismo. Porque en esto consiste “la sombra de la desgracia, en la reflexión sobre ella. Es decir en el hecho de que no se limite uno a sufrir, sino que se ve considerando el hecho de que sufre”. H. murió. Y C.S. Lewis confirmó con la muerte de lo amado que esto que llamamos existencia es solo una forma de disimular el vacío, el vacío que siempre está atrás o dentro de nosotros, como unos ojos grandes y negros y arrugados, de mujer vieja, tras la cortina, y que tarde o temprano se impone.

Si está interesado en leer otro texto de Jhon A. Isaza, ingrese acá: Si Dios no existiera (Ensayo)

C.S. Lewis (1898-1963) fue profesor de literatura medieval y renacentista en la Universidad de Cambridge, miembro destacado de la Universidad de Oxford y quizá el escritor cristiano más influyente de su tiempo. Entre niños y jóvenes son harto conocidas las Crónicas de Narnia, y entre nosotros, que ya adelantamos el camino hacia el atardecer y la noche, se habla muy poco de libros brutales como Los cuatro amores, Las Cartas del diablo a su sobrino, o Una pena en observación: una especie de confesión sobre la soledad que sintió tras la muerte de Helen Joy Davidman (a la que se le conoció como Joy Gresham, apellido que le marcaron, como a muchas, con el hierro rojo del amor de otro hombre). H. era escritora, y una paciente lectora, no hubo nada que C. publicara sin la venia de esos ojos analíticos, él era teólogo y ella judía, comunista radical y atea, y luego mística: cómo no amar ese torbellino mental. En Una pena en observación no sólo están registradas las angustias de C., sino también cierta perspectiva poco común sobre las formas del mal. Dice que no podríamos acoger en serio la idea de que Dios es bueno, y mucho menos la de que es malo, porque “el solo hecho de que pensemos en algo bueno, encierra la presunta evidencia de su real maldad”, y Dios es justo la única cosa de cuya bondad no deberíamos dudar, así que “bueno” no puede ser un predicado de Dios, algo que se le pone o quita. De esto, del hecho de que Dios no puede ser malo, se derivan dos cosas: I) que aunque Dios posee “todas las características que atribuimos a los malos: irracionalidad, vanidad, revanchismo, injusticia, crueldad”, debemos asumir que todos esos puntos negros son realmente luminosos, aunque no los entendamos, o precisamente por ello, y II) que si Dios no es malo, no deberíamos temerle, y entonces no le necesitaríamos. No necesitamos lo que no puede dañarnos.

H. murió. C. inició unas notas para hacer una especie de mapa sobre la tristeza, pero resulta que la tristeza no puede ser organizada en grupos, no tiene entradas o salidas. Lewis dice que la tristeza es como una trinchera circular, como ir en carretera a punto de enfrentar una curva desconocida tras la cual hay un paisaje que esperamos nos sorprenda, pero es nuevamente el mismo que acabamos de dejar, y así una y otra y otra vez. El poeta norteamericano Joseph Brodsky dijo que la repetición es la madre del aburrimiento, y del sinsentido de la existencia, la tristeza es también repetición, porque la tristeza nos pone a recordar, a volver al momento feliz. Esas notas son también el registro de la repetición.

He querido y no he podido recordar dónde leí hace poco que cuando alguien muere se muere un fragmento del mundo, y que morimos con cada muerte de alguien que nos conoció o amó. Cuando perdemos a alguien con quien tenemos recuerdos, perdemos también de a poco esos recuerdos, porque el otro siempre nos completa, porque un recuerdo en soledad es una ficción a la deriva de lo que nuestras emociones quieran hacer con él, y nuestras tristezas y nostalgias siempre quieren llevar a extremos lo vivido: o hacer más felices los tiempos felices, para que así duela más el instante en que el recuerdo acabe y ver morir a H. una vez más tras cada nuevo recuerdo (“Hugo siempre se está muriendo”, dice el niño de Un beso de Dick cuando cuenta que suele confundir en la calle la imagen de un viejo amor fallecido, con la de alguien más); nuestras tristezas y nostalgias también pueden hacer fríos y pueriles los tiempos cálidos y felices, porque siempre buscamos engañarnos, y tal vez duela menos lo perdido en tanto menos valga, así muchas veces recordamos para restarle peso a lo que nos aplasta, devaluamos la felicidad pasada para dejarle una grieta de entrada y algún lugar digno a la felicidad que nos resta por vivir. Pero esto funciona las menos de las veces, quizá por eso C. le pregunta a H.: “¿Te diste cuenta en algún momento, amor mío, de lo mucho que te llevaste contigo al morir? Me despojaste hasta de mi pasado”. Una pena es menos un libro sobre la tristeza o la muerte que sobre la soledad, sobre morir de a poco, sobre, como dijo el poeta colombiano, volver a la tiniebla que somos: “Primero está la soledad/ En las entrañas y en el centro del alma:/ ésta es la esencia, el dato básico, la única certeza;/ que solamente tu respiración te acompaña,/ que siempre bailarás con tu sombra/ que esa tiniebla eres tú (…)”

 

Por Jhon A. Isaza

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