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Escribir como una forma de vagancia: entrevista a Ana Navajas

Su primera novela, “Estás muy callada hoy”, trae todo el aire fresco a la literatura de hoy, con una historia sin pretensiones y muchas preguntas sobre el ser madre, la escritura como vocación y necesidad, el cuerpo como depositario de las cargas y la vida.

Juan Camilo Rincón

03 de mayo de 2025 - 08:00 a. m.
Ana Navajas coordina talleres de escritura creativa, es coeditora de la revista literaria El gran cuaderno y una de las invitadas especiales a la FILBo 2025.
Foto: Sara Sahores / Seix Barral
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Despedirse de la madre que falleció después de un largo padecimiento. Desear morir sin agonía, tribulaciones ni dolor. En Estás muy callada hoy (Seix Barral, 2024), la primera novela de la escritora argentina Ana Navajas, su protagonista recuerda los días de la enfermedad ajena y los del padecimiento propio, se siente improductiva y ociosa mientras todos siempre parecen hacer cosas útiles, fuma para intentar suspender el tiempo, da opiniones que van en contravía del concepto de felicidad de todos los demás.

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Ana (de mal carácter, poca paciencia y respuestas despiadadas, según su mamá y su abuela) vive y sobrevive los días con un fallo en su núcleo originario: de su familia heredó la insatisfacción garantizada. La buena madre de sus tres hijos y buena esposa de su esposo responde a sus deberes como “cuidadora de los demás” y como escritora que debe aprender a moverse entre sus dolores de cabeza y la mucha conciencia de su propio cuerpo, que le cobra factura. “Parecés más joven, me dicen siempre. Tal vez es porque voy despacio, tardo, soy lenta”, dice. Al final, sabe que siempre es ella la que debe apagar el incendio y empezar la reconstrucción porque la vida cotidiana no deja de andar.

Nos bombardean todo el tiempo para evitar sentirnos solos, y en “Estás muy callada hoy” se destacan la soledad (“hueco ardiente”, “espacio en blanco”) y el silencio como privilegios, más que como condenas. ¿Cómo los trabajó narrativamente?

Creo que, más que nada, con un trabajo de corrección que consistió en tachar y eliminar la sobreescritura, borrar todo aquello que consideré una aclaración, una reflexión acerca de lo que estaba contando, incluso aquellas escenas que cumplían de alguna manera esa función. En la literatura y en la vida, el silencio amplía nuestra capacidad de percepción; el silencio es todo aquello que escuchamos cuando estamos en silencio. Respetar los espacios en blanco en la escritura fue mi manera de tratar de acercarme a la esencia de la protagonista y trabajar su silencio como un estado subjetivo, porque ahí aparece el sentido. El lenguaje simple, sin adornos, fue otra forma de eliminar el ruido. Trato de no releer la novela, pero cuando por algún motivo tengo que hacerlo, me vuelven las ganas de seguir tachando.

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Verónica Raimo habla del enorme valor de todos esos “enormes momentos de nada”. En esta novela Ana dice que hay gente que sí está haciendo algo útil y recuerda que tenía que esconderse de su mamá para ir a leer, pues era considerado algo ocioso. ¿De dónde cree que viene esa idea-necesidad de sentirnos siempre “útiles” y por qué asumimos el ocio como algo malo?

Escribir me parece inútil, porque, como dice Virginia Woolf, el mundo no le pide a nadie que escriba novelas o poemas. Y no paga por aquello que no necesita. A lo sumo, a alguien podría interesarle eso que escribís, y eso ya es mucho. Sigo pensando que es algo que hago pensando solo en mí, dejando de hacer otras cosas que sí son económicamente redituables o socialmente necesarias, como el cuidado de otros. Es una actividad inútil, ociosa y para mí, también fundamental. Leer, escribir, pensar o deambular por la ciudad son muy parecidos a no hacer nada, distintas formas de vagancia a las que no puedo evitar dedicarle mi tiempo.

Sobre los nombres (para nada un tema menor), hay un esposo que es solo “esposo”, y el de Ana le parece a ella un nombre demasiado común, que no tiene nada de misterio. Usted afirma que se trata de decisiones narrativas en función del texto. ¿Qué intención o qué idea está debajo de eso?

Me encantan los nombres, son piedras preciosas. Cuando leo que en una novela el autor llama a sus personajes con una inicial, como R. P. o J., me parece un desperdicio, nombrar es una oportunidad para decir algo (además de que ese punto después de la mayúscula, a mí, me interrumpe la lectura). Quitarle el nombre al esposo y llamarlo solamente “mi marido” fue una manera de restarle jerarquía, ubicarlo en su rol más que en su particularidad. Lo mismo a los hermanos, el padre, la madre. Nunca sabemos sus nombres. A los hijos, en cambio, sí decidí nombrarlos y eso los ilumina de una manera distinta, creo que ese solo hecho les da más peso narrativo, aunque todos lo tengan. Conservar para la protagonista mi propio nombre fue una decisión que recién tomé a último momento y el batacazo final para hacerme cargo de que sí, estaba escribiendo un libro de la tan denostada autoficción.

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Ha hablado de cuánto valora la épica de lo íntimo; ¿qué le permite ese registro narrativo?

Me permite hablar de lo que me importa. Todo lo que me interesa tiene que ver con el detalle, lo pequeño, las personas, los vínculos, las conversaciones, es decir con lo íntimo. “La vida de la vida”. Creo que esa es una cita de Katherine Mansfield.

¿Cómo se deshace de las capas de solemnidad de una historia que empieza con la muerte de una madre, manteniendo un tono de humor?

Lo que le pasa a un personaje, bueno o malo, debe sostenerse por su propio peso. En la escritura, algo no es más importante porque impostemos un tono grave o circunspecto, todo lo contrario, se la resta. El humor va en contra del aspaviento y el énfasis en el drama. La emoción contenida tiene todo que ver con cómo la protagonista absorbe el mundo.

Muchos escritores nos malacostumbraron a la pirotecnia del lenguaje (como la llama Pilar Quintana) y su novela es todo lo contrario: una de lenguaje desnudo y sin artificios. ¿Cómo se llega a eso, con una tradición literaria predominantemente rimbombante?

No sé si es un punto de llegada, es una elección estética entre tantas otras porque es lo que a mí me conmueve. Algo así como lo que el poeta peruano José Watanabe llama el elogio del refrenamiento, de la mesura, de la elegancia.

Otro aspecto muy interesante de su novela es la idea de la maternidad no edulcorada, esa que se permite el desapego, la frialdad y otra cantidad de cosas que se consideran antagónicas al ser madre.

Las madres no tienen un amor incondicional por naturaleza: no existe tal cosa. Y no creo que la abnegación sea la mejor forma de amar. Aun las que piensan que tener hijos es lo mejor que hicieron en su vida, como yo, a veces están hartas, tienen más ganas de hacer otras cosas antes que estar con sus hijos y quieren comerse la pata del pollo en lugar de dársela al niño menor. Dicho eso, escribí en nombre del personaje, sin intención de desmentir ni representar ningún modelo específico de maternidad en la novela.

¿De dónde viene la idea de lo que se podría llamar “la infelicidad de la felicidad”? (“Está contento, pobre infeliz”).

“Está contento, pobre infeliz” es una cita de una frase recurrente de mi abuela materna, que tiene que ver con una cierta condescendencia, como si la felicidad plena y la estupidez estuvieran a un solo paso. Para mí es un recordatorio de una gran pregunta sin responder.

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Por Juan Camilo Rincón

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