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Escribir la violencia

Hipólita es una mujer valiente, inolvidable. Hipólita es una viuda que dejó el conflicto. Hipólita es una pero también millones de colombianas: las que perdieron esposos, hijos, padres.

Jairo Patiño
11 de junio de 2020 - 08:39 p. m.
La pluma de Ricardo Silva Romero es un recordatorio de los años de violencia que ha vivido Colombia
La pluma de Ricardo Silva Romero es un recordatorio de los años de violencia que ha vivido Colombia
Foto: Juan Felipe Rubio

Hipólita es dolorosa, drama multiplicado. Hipólita es esa historia que se repite una y tantas veces más hace 50, 100 años; desde 1810, más o menos. Hipólita es memorable y eterna por cuenta de la novela Río muerto.

Ricardo Silva Romero se ha propuesto organizar dolores. Juntar voces, construir personajes y darle una mirada a esto que llaman “realidad colombiana”. Semanalmente, en la columna de opinión o en novelas de largo aliento, que a veces le salen con él como personaje, o –como Río muerto– que a veces encuentra en lo que oyó en medio de un trancón y que es la historia de una vida dolorosa de valentía atravesada por la sinrazón del conflicto.

La historia de Hipólita, la de toda su familia, fue la que Ricardo Silva Romero oyó mientras esperaba en un carro. Así lo cuenta en la nota preliminar, donde además está una de las anclas y propuestas del libro: la violencia es una, igual de atroz, sin importar desde qué orilla se le mire. Los dolores y el esposo asesinado están ahí, más allá de los debates de ciudad –si votar por aquel o el otro– y son vidas que merecen ser contadas.

Porque en esa vida, en una sola noche de esa vida, hay una novela. Y ahí otro de los aciertos del escritor (uno fundamental): saber encontrar la novela: verla como en el refrán de la aguja y la paja y lograr la transición entre la vida (o eso que llamamos, la realidad) y la literatura en el sentido de lo perdurable porque está escrito. Para eso se escriben novelas (para eso existen). Para construir personajes como Hipólita; Salomón, el mudo asesinado; o como los hermanos Segundo y Maximiliano. Y para que a través de ellos haya un intento de entender lo inexplicable: la barbarie que se tomó un país.

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Es lo que intentamos hace varias generaciones (de generación en degeneración, diría Fito Páez): tratar de entender, explicar, a ver si así logramos avanzar. Y ha pasado que los artistas y su producción han ganado el apellido “de la violencia” porque es que hablar del país y de los dramas particulares (de las Hipólitas y los hijos) es como un destino inexorable. Y cada quien –en su arte—lo que intenta es exorcizar, deconstruir, recordar o lo que sea que ocurra cuando el arte ocurre.

En 1959 García Márquez comentó la “literatura de la violencia”, como se le llamó a esa ebullición de libros sobre la ola de muerte que azotaba a los campos, en una guerra entre liberales y conservadores, posterior al asesinato de Jorge Eliécer Gaitán. En ese texto reflexionó sobre el hecho de escribir sobre pueblos arrasados y cuerpos destazados. Y allí dejó la solución a un dilema que enfrentan los escritores (los creadores) cuando se abordan este tipo de temas: la novela está en los vivos y no en los muertos. “La novela no estaba en los muertos de tripas sacadas, sino en los vivos que debieron sudar hielo en su escondite, sabiendo que a cada latido del corazón corrían el riesgo de que les sacaran las tripas”.

Y la fuerza de la entrañable Hipólita recuerda esa máxima. En los vivos que quedan están los libros que nos ayudan a entender un poco mejor al país. Es Belén de Chamí, un pueblo que no está en el mapa (cuántos pueblos de Colombia no están en el mapa, aún estando). Ese es el escenario de ese inexplicable que tantos muertos dejó en las últimas décadas en medio de la guerra feroz entre paramilitares y guerrilleros. La novela está montada en ese absurdo (debería ser “literatura del absurdo”) que consiste en que si alguien le habló a aquel, entonces es porque es colaborador; y si al otro lo vieron con fulano, entonces es aliado.

Y esos señalamientos sin sentido son el germen de lo más duro del conflicto colombiano. Miles de asesinatos a sangre fría, como el del mudo Salomón, motivados en algo menos que un chisme de vecindario (A Hipólita la miran sus despreciables vecinos). Cuántas veces oímos la historia de una familia como la de Hipólita y Salomón: acusados de auxiliar al grupo tal y asesinados por eso. Se necesitan novelas como Río muerto para que definitivamente no se nos olvide que pasó y sigue pasando. Que en Colombia se mata por todo y porque rueda una voz que te acusa o que dice. Nadie nunca ha sabido de dudas o razonamientos en el medio. Del dicho a la ráfaga. Sin mediar. Y en la mitad las familias apuntadas con un fusil.

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Se necesitan, decía, novelas como Río muerto para caer en la cuenta de ese absurdo. Para que quede constancia. Un país que transcurre atravesado por tantas historias que son novelas profundas, estremecedoras y dolorosas; vidas de mártires y grandes tragedias (reza el lugar común de nosotros los periodistas: la realidad que superó la ficción). El papel del escritor (y ahí su importancia capital, fundamental) convertir ese amasijo de dolores en palabras escritas (o pongamos por caso: rollos de cine o esculturas; arte). Para que quede constancia.

Hay que escribir esta violencia para superarla. Lo hizo desde García Márquez con su vagón de los tres mil muertos de la masacre de las bananeras y lo han hecho tantos, entre ellos el propio Silva Romero en Érase una vez Colombia o en los cimientos y soportes de otros de sus libros, como Autogol, donde nos revuelve los dolores por el asesinato de Andrés Escobar; o Historia oficial del amor, donde esa misma violencia, cuyo germen es el odio contra el individuo en particular, no solo está presente sino en relación y tensión con la vida familiar.

Son varias novelas de Silva Romero con el mismo intento (el artista es un tema y sus variaciones, decía RH Moreno Durán). Y si se ven en perspectiva, configuran una voz (un autor), una mirada que va madurando libro a libro y ya es usual que, además de grandes hallazgos, sus libros sean también propuestas estéticas con estructuras audaces y frases demoledoras y memorables que quedan cuando las prosas están impregnadas y montadas sobre lenguaje poético.

Río muerto es también un ejemplo de eso. Avanza por entre caminos grises entre la vida y la muerte (un Pedro Páramo de estas tierras); está amarrada en un presente narrativo que es un trancón de ciudad y montada en un coro de voces de la Colombia profunda.

Hay que escribir esta violencia una y mil veces más hasta que entendamos que a un señor que maneja un camión y hace trasteos no se le asesina frente a su casa, delante de su mujer y sus hijos. No se asesina (ni conductores ni candidatos presidenciales ni líderes sociales. No). Hay que escribirlo para que quede así, en papel y tinta. Para siempre.

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Por Jairo Patiño

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