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Eternizar la vida, matar la muerte

En Aurora (fragmento 211), sostiene el filósofo alemán Friedrich Nietzsche: “Bastaría que hubiese un solo hombre que fuera inmortal para provocar a su alrededor tal hastío, que generaría una verdadera epidemia suicida”.

Damián Pachón Soto

05 de agosto de 2019 - 12:48 p. m.
Friedrich Nietzsche, quien escribió en "Aurora": “Bastaría que hubiese un solo hombre que fuera inmortal para provocar a su alrededor tal hastío, que generaría una verdadera epidemia suicida”. / Cortesía
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El fragmento de Nietzsche que lleva a pensar sobre lo que significaría soportar la eternidad y el aburrimiento eterno, probablemente influyó en Jorge Luis Borges cuando escribió su memorable cuento “El inmortal”. También, sin duda, hay en el cuento ecos de Arthur Schopenhauer. En su cuento Borges pone de presente que sólo los animales son inmortales, “pues ignoran la muerte”, es decir, no tienen conciencia de ella, mientras que para el hombre “lo divino, lo terrible, lo incomprensible es saberse inmortal”. Lo que Borges quiere decir con esta inusual argumentación, es que el animal no conoce la muerte, ellos no saben que van a morir, mientras el hombre sí, y por eso se desespera, se angustia. Sin embargo, Borges realiza literariamente el inconfeso deseo de inmortalidad humana y la desvaloriza, mostrando su absurdidad.

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El cuento de Borges, como muchos otros, es una obra maestra, donde afloran sus “perplejidades metafísicas”, es decir, filosóficas. Cuestiona lo que sería una existencia eterna, donde toda empresa es vana, donde todo mérito es indiferente, donde eternamente el crimen es crimen y el acto heroico, es heroico: “adoctrinada por un ejercicio de siglos, la república de hombres inmortales había logrado la perfección de la tolerancia y casi del desdén. Sabía que en un plazo infinito le ocurren a todo hombre todas las cosas”.

Ahora, si en un plazo infinito les ocurren a los hombres todas las cosas posibles, podremos visitar todo el planeta, hacer todo lo que soñamos, estudiar todas las carreras, emprender todas las empresas, etc., y al final: la monotonía y el aburrimiento. Es posible que el propio destino deje de preocuparnos. Borges sostiene: “todos los inmortales eran capaces de perfecta quietud; recuerdo alguno a quien jamás he visto de pie: un pájaro anidaba en su pecho”. Desde esta perspectiva infinita, es posible que me dedique 10 siglos a no hacer nada, y otros 50 a mirar el horizonte.

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La pregunta que debemos plantear es: ¿podemos pensar hoy, siendo finitos, qué haríamos en un tiempo infinito?, ¿podemos concebir realmente la infinitud y la eternidad siendo finitos y mortales? Si no muriéramos ¿a qué edad inicio los estudios, me caso, o decido ahorrar para un apartamento?, ¿podríamos soportar el peso del tiempo, de esa eternidad adquirida, sobre nuestra espalda? Las respuestas no son fáciles, porque el mundo que tenemos está diseñado para mortales: las instituciones, las políticas públicas, los planes vitales, los proyectos de vida, el ocio, el tiempo del placer y del trabajo, etc. Por lo demás, sólo valoramos la felicidad por ser excepcional, y lo excepcional por ser único…valoramos la alegría por su carácter de acontecimiento; valoramos la irrupción del placer por su corta temporalidad…de hecho, un orgasmo, con la intensidad que comporta, de prolongarse 1000 años, nos impediría pensar…nos haría monstruosos o hasta risibles…sería una gran mueca de 10 siglos. Las emociones, los afectos, las pasiones, los sentimientos, son interesantes porque son tránsitos, porque van y vienen, porque nos poseen y nos dejan, aunque con distintas temporalidades.

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A pesar de estas inquietantes preguntas, el hombre actual parece empeñado en prolongar la vida y en matar la muerte. Es lo que el filósofo francés Robert Redeker llama “el eclipse de la muerte”, es decir, su negación y su ocultamiento en las sociedades actuales. Este eclipse se manifiesta en lo que él llama “la parodia de la inmortalidad”, donde con cirugía, estética, cosmética y deporte, huimos de la realidad y de la inevitabilidad de la muerte, queriendo eternizar la juventud del ego-body, el ego-cuerpo, que ha sustituido al alma. Esta misma lucha contra la muerte es lo que encontramos, también, en el llamado transhumanismo, al estilo Nick Bostrom, donde la tecnología rediseñará el futuro humano, donde la lucha contra la vejez, la enfermedad, las limitaciones intelectuales, físicas, etc., serán cosas del pasado. Esa “inmortalidad transhumanista”, como la llamada Redeker, es una de las utopías biológicas actuales más fuertes, donde se espera que la ciencia, la bioingeniería, la ingeniería genética, la bioquímica, etc., den las claves para luchar contra lo que hoy es inevitable: la vejez y la muerte. Pero, ¿podemos desechar la muerte y seguir siendo humanos? No lo creo. La antropoiesis (la autocreación y fabricación del hombre) muestra nuestros orígenes animales, la manera como el hombre devino hombre gracias a la técnica (o las artes), y ahora la ciencia puede llevar esta humanidad hasta un “más allá” donde seríamos un Cyborg, con una conciencia digitalizada “ensamblada” en una máquina…en fin, semi-máquinas, semi-hombres.

Lo cierto es que, como dijo Nietzsche, “hay tantos futuros por salir a la luz”, que aún no avizoramos del todo las posibles consecuencias de estas bio-utopías. Hasta ahora estamos pensando en ellas. Por lo demás, en el caso de la inmortalidad, hay que decir que, de lograrla, debemos pensar que la vida no tiene sentido en sí misma, y que es el hombre el que se lo otorga. Darle sentido a un tiempo futuro interminablemente abierto es lo difícil, es el reto. Por ahora, el hombre tiene que aceptar que nace, se abre al tiempo, navega en él y luego envejece y muere. El tiempo, ya decía María Zambrano, “no deja a nadie…en paz”, de ahí que, si nacer es advenir a la luz, la muerte completa la unidad de la vida, la hace ver como una, con un determinado valor. Y entre el nacimiento y la muerte está la existencia, con sus pesares y sus alegrías. Es en el lapso entre el nacimiento y la muerte donde aparece la vejez, y con ella, las enfermedades. La vejez y la muerte siempre son realidades en marcha, anidan en cada uno de nosotros. La vejez y las enfermedades son el preámbulo de la muerte, su irrevocable anuncio. Y frente a lo irrevocable, sólo queda mirarlo a los ojos, así como lo recomendaba el filósofo romano Cicerón en ese bello libro que es De Senectute (La ancianidad). Allí nos dice: “ya que he vivido de tal modo que considero que no he nacido en vano; y me alejo de la vida como de una hospedería, no como de una casa: porque la naturaleza nos dio una posada para estar por un tiempo, no para establecerse”.

La muerte y la vida son co-originarias, pues nacer es empezar a morir. En cada momento de nuestra existencia estamos muriendo lentamente, caminado hacia la tumba, camino a convertirnos en un esqueleto. Si la muerte es un misterio, al final se resuelve, pero para ese momento ya será demasiado tarde, pues nos llevamos el secreto de los instantes últimos ya que no podremos comunicarlo. La muerte como acontecimiento escapa al lenguaje y cuando nos llega no podemos decir cómo es, pues, de lo contrario, no estaríamos muertos sino vivos. La muerte siempre la vivimos, como dice Vladimir Jankelevitch, “en segunda persona” o, mejor, en tercera, pues “es otro y no yo” el que muere. A cada uno le llegará su turno en esa procesión, pero, mientras tanto, somos sólo espectadores más o menos afectados. Por lo demás, de lo dicho se hace comprensible que la explicación biológica de la muerte resulte tan insustancial para el hombre, pues la muerte es, ante todo, un problema metafísico.  

Sólo hay que entender que la muerte es lo más democrático que existe, pues nos arrastra a todos sin importar la clase, el sexo, la raza, la religión y la riqueza; o como decía Borges: “no hay rostro que no esté por desdibujarse como el rostro de un sueño”. Ahora, si bien hay que pensar en ella, de vez en cuando, pues constituye nuestra humanidad, patenta nuestra finitud, lo mejor es no dejarnos gobernar por el miedo a la muerte, esa anticipación irracional frente a la misma. No vale la pena, en fin, gastar la vida -que por ahora es la única certeza que tenemos- pensando en aquello que no está en nuestras manos y que es ineluctable. 

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dpachons@uis.edu.co

 

Por Damián Pachón Soto

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