¿Existe algo como la “naturaleza humana”?

La dicotomía naturaleza - cultura parece ser hoy más marcada gracias a los acelerados avances tecnológicos de los últimos 100 años, y, en especial, a la explosión en las tecnologías de la información de las últimas tres décadas.

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Marco Cortés
01 de abril de 2018 - 04:18 p. m.
La naturaleza humana lejos de ser un concepto, es un estado que permanece en constante reconstrucción y resignificación.  / Cortesía
La naturaleza humana lejos de ser un concepto, es un estado que permanece en constante reconstrucción y resignificación. / Cortesía
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La pregunta por el hombre, la naturaleza humana o la esencia del mismo, se hace cada vez más presente en momentos cuando vemos que la tecnología sobrepasa con creces las habilidades que nuestros cuerpos nos permiten, y más aún, si dichas “súper habilidades” se han usado tanto para el beneficio personal como para nuestra destrucción mutua.

En tiempos de guerra la pregunta por aquello que nos hace humanos se convierte en tema de discusión de toda clase de pensadores de diversas disciplinas.

Hannah Arendt, sobreviviente del Holocausto Nazi, y testigo de los poderes aniquiladores de la tecnología sobre Hiroshima y Nagasaki, pero también de los grandes avances de la industria aeroespacial, comunicacional y genética, comenta que el hombre del futuro (o más bien, el hombre contemporáneo) parece desear cambiar por algo hecho por él mismo, pero al tiempo, la misma capacidad nos puede llevar a destruir toda la vida orgánica en la tierra.

Con cada invento nuevo, y de acuerdo con su utilidad, escuchamos decir que cada herramienta se convierte en la extensión de alguna parte de nuestro cuerpo. De esta manera, el martillo sería una extensión de nuestras manos, el cuchillo, de nuestros dientes, y, si damos un paso más grande, de esos que solo la tecnología nos hace dar, llegamos hasta la era de la computación, donde a las computadoras se les cataloga como la extensión de nuestros cerebros.

Bien decía Frederich Engels que el trabajo ha creado al propio hombre. Esta dicotomía entre naturaleza y cultura, o entre lo natural y lo artificial,  Engels la disuelve al narrarnos la manera como el mono pasó a ser hombre. Nos explica cómo la mano del hombre, que posee una destreza diferente a la de los monos, es no solo el órgano del trabajo del hombre sino producto de él.

Lo que Engels nos pretende mostrar es la manera como gracias a la adaptación que nuestros antropoides antepasados hicieron de nuevas funciones, el hombre logró desarrollar los músculos, ligamentos, y huesos de la mano que le ayudaban en sus tareas, cada vez más complejas. Tareas que el hombre mismo iba creando y que a medida que desarrolló presentaban nuevos retos para el creador, para nosotros. El trabajo sería producto y productor del hombre. Al punto de llegar a crear cosas tan complejas como el arte de Miguel Ángel, la música de Wagner, la Odisea de Kubrick o el Smartphone de Jobs.

Sin embargo, se cree que eso que el hombre crea lo aleja de su ser natural. Es decir, algunos suponen que el hombre posee cierto “ser natural” del que se aleja cada vez más, debido a la tecnología, y del que las comunidades más primitivas están más cerca.

Desde esta perspectiva, algunos asumen una posicion “naturalista” del ser humano. Cargados con cierta tecnofobia, perfilan en la tecnología cierto antihumanismo que sería el causante de muchos problemas históricos (la desigualdad, la pobreza, la guerra, etc.) que el hombre ha provocado por sus herramientas artificiales.

Se argumenta también que la tecnología que el hombre crea, dada su no naturalidad, o artificialidad, empieza  a atravesar límites que hacen difusa la línea entre lo humano y lo no humano. Sobre todo, apoyados en explicaciones biológicas o metafísicas, muchas de ellas aún cimentadas en argumentos bíblicos o aristotélicos sobre la separación entre una y otra especie y sobre lo que esta es y no es, sobre alguna esencia que poseen en sí mismas dichas especies. 

Estos planteamientos muestran a la naturaleza como un ente estático de funcionamiento también estático que hay que dominar en lugar de verla como un espacio creativo en constante reinvención.

Sin embargo, la naturaleza misma viola los límites que como seres humanos creemos que posee todo a nuestro alrededor. Basta ver el flanqueamiento de límites que ocurre, por ejemplo, entre especies que nosotros mismos hemos separado. En los virus y las bacterias ocurre ese traspasamiento de la barrera natural en un  proceso conocido como “Transferencia Genética Horizontal” (TGH), proceso que podría ser el responsable de la diversidad genética en toda la biosfera.

Un estudio de la genetista Mae-Wan Ho, reconocida crítica de la ingeniería genética, señala sobre la TGH:

“Si bien, la transferencia horizontal de genes es bien conocida entre las bacterias, es sólo en los últimos 10 años en que su ocurrencia se ha  reconocido entre plantas y animales superiores. El alcance de la Transferencia Horizontal de Genes es esencialmente a toda la biosfera, con bacterias y virus que sirven tanto como intermediarios en el tráfico de genes, como reservorios para la multiplicación y recombinación de genes (el proceso de hacer nuevas combinaciones de material genético)”

Como especie, creemos que por la misma razón de delimitarnos como “seres humanos” poseemos algo exclusivo de “nosotros” como especie. Algo que compartimos y que nos diferencia de los perros, los elefantes, las rocas, los neandertales y las bacterias. A eso que creemos compartir como especie le hemos puesto el nombre de Racionalidad, Lenguaje, Ética, dependiendo del comportamiento al que nos queramos referir, otorgándole exclusividad humana.

Este punto de vista “metafísico” son los intentos clásicos de ver las cosas desde un punto de vista único y considerarlas como un todo. Alguien que considera que los seres humanos poseemos algo así como una esencia o “naturaleza” exclusiva de nosotros, procura colocarse por encima de las multipolaridad de las apariencias con la esperanza de ver cierta unidad si ve el mundo desde cierta altura. Dicha altura, que permite al metafísico encontrar esencias en el mundo, se la proporcionan las herramientas de la ciencia, la religión o la filosofía.

Nuestra llamada era “postmetafísica”, aquella en donde el imperativo compartido por la religión y la metafísica, de encontrar una raíz ahistórica, transcultural, algo dentro de lo cual todo puede encajar, independiente del espacio y el tiempo, ha encontrado inocua esta explicación. En ese sentido, preguntarnos por la naturaleza humana debe ser respondido no en cuanto a fundamentos ideales, sino teniendo en cuenta las experiencias históricas que deben resultar en una revisión constante de ese límite de lo considerado “humano”.

La categorización de “ser humano”, históricamente, nos ha llevado a cometer vejámenes contra otros “pseudo-humanos”, seres aparentemente humanos pero que no lo son: los negros, los judíos, los gays, los otros. ¿No lo son en razón de qué? de ciertas características que hemos considerado necesarias para ser catalogados como humanos: habitar cierto lugar, creer en una deidad o conjunto de ellas, tener cierta posición social, el color de piel, hablar cierta lengua, tener cierta orientación sexual, contar con ciertas habilidades, poseer “razón”, etc. Distinciones que han servido para justificar guerras y para actuar con crueldad contra otros, distinciones que varían según la época y el territorio.

La historia nos ha enseñado lecciones valiosas de las que creemos haber aprendido a ser menos crueles que antaño. De hecho, pensamos que probablemente llegue un tiempo en que llegaremos a niveles de crueldad mínimos o inexistentes, a ser más “humanos”.

La era postmetafísica agradece a quienes lucharon por ya no ver en los relatos dogmáticos la verdad misma, sino que podemos considerarlos un lenguaje más para describir el mundo de acuerdo con nuestras necesidades.

Por otro lado, aún en los diarios y en al realidad de muchos países, seguimos viendo imágenes de crueldad, de discriminación, de violencia en todas sus formas. Y aunque la tecnología y la ciencia nos han permitido conectarnos con la diversidad de los seres humanos en el mundo, haciéndonos conscientes de la multiplicidad de culturas que coexisten en él, aun seguimos referenciándonos respecto a la “naturaleza humana” cuando vemos que algo no concuerda con los comportamientos que vemos en otros que creemos humanos.

Es decir, como lo afirma Clément Rosset, en su obra La antinaturaleza: “la naturaleza jamás ha sido un concepto sino solo una palabra que sirve de punto de apoyo para eliminar todo lo que no es tolerado” .

Muchas personas hoy, en nuestra llamada era postmetafísica, religiosos y ateos, aún creen que, por ejemplo, ser homosexual es algo contra natura, que se sale de la naturaleza humana, creyendo que la biología es lo único que define ser hombre, en nombre de cierta moral que hemos aceptado como válida.

Sin embargo, si aceptamos un punto de vista más estético y menos dogmático de la naturaleza humana, podremos aceptar que los seres humanos tendríamos la capacidad de describir y narrar nuestros actos y creencias y dejar el peso de herederas concepciones pasadas que se enfrentan por obtener el título de “la única” manera de ser, ver y sentir el mundo.

Parecería entonces que eso que llamamos “naturaleza humana” no es algo que debamos encontrar con la ayuda de la metafísica, la ciencia o la religión, sino que es algo que tenemos la capacidad de construir.

Retomando a Engels, si el hombre es creador del hombre, si existe algo esencial a eso que llamamos “humanidad”, es nuestra capacidad de cambio, transformación y redescripción constante. Es en ese sentido que la era postmetafísica entiende la humanidad, no como algo esencial sino en construcción constante. Fuimos humanos cuando empezamos a manipular el fuego, lo seguimos siendo cuando dejamos de ser nómadas, lo fuimos cuando inventamos reinos, cuando levantamos democracias, y en nombre de la humanidad defendimos la ciencia, porque ella, creímos, nos permitiría vivir una vida más satisfactoria. En nombre de la humanidad inventamos las prótesis, los analgésicos y la inseminación artificial, la televisión, el arte.

Si aceptamos esto, la dicotomía natural - artificial se rompe y vendrían siendo un continuum del mismo sentido de lo humano. Lo artificial sería solo una manera de extender una parte de aquello que llamamos naturaleza en un momento de la historia. Lo artificial no sería “artificial“ en el sentido opuesto a lo natural, si no que sería solo una manera de potencializar lo natural.

Llamar, como Edgar Morin, al hombre un ser “biocultural” es continuar con la dicotomía natural /artificial  o naturaleza / cultura. En lo que sí habría concordancia con el pensamiento de Morin es en afirmar un humanismo antihumanismo, es decir, rechazando que existe alguna esencia que nos haga más humanos. Pues dicha demarcación será siempre contingente.

Pero quienes exaltan una posición esencialista del hombre no lo comprenden así. Creen poder hallar una postura que se aplica a todos los seres humanos en todos los tiempos y que bordea los peligrosos contornos de la crueldad al hacerse con los discursos y la tecnología necesaria para enfrentar, callar o exterminar a esos otros humanos o “pseudo humanos”.

Nuestro modo de vida, eso que llamamos cultura, la construcción del mundo simbólico del hombre, el lenguaje que usamos para representarlo, es también todo un mundo de metáforas cambiantes que resignifican y modifican nuestro modo de enfrentarnos al mundo y de relacionarnos con él. De ahí que nuestras sociedades occidentales post metafísicas estén en constante cambio y resignificación de aquellas estructuras consideradas monolíticas y perennes, o al menos es el ideal de quienes creen haber dejado atrás la fundamentación del mundo en la religión.

Estructuras que considerábamos inmodificables por tener una especie de carga esencial que  fundamentan las instituciones y relaciones sociales como la familia, el estado, la religión, la cultura, etc, están sufriendo una “crisis”, no por verse abocadas a su extinción sino por la necesidad de su resignificación.

En ese sentido, ser conscientes de la contingencia de la noción de humanidad puede ayudar a que seamos conscientes de la crueldad que nuestros límites morales pueden cometer.

 

 

Por Marco Cortés

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