En efecto, el hallazgo de la fosa común en Dabeiba (Antioquia), más la posibilidad de encontrar muchos más cadáveres de personas asesinadas y presentadas como guerrilleros dados en combate por el ejército colombiano, reviven una de las noches más oscuras del conflicto de la historia colombiana (conflicto que el terco gobierno de Iván Duque se niega a reconocer), y que puede ser leído desde algunas ideas de la gran pensadora alemana.
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No hay que olvidar que se trata de jóvenes cuyos futuros fueron inmisericordemente suprimidos, cuyas vidas fueron consideradas como prescindibles, desechables; allí hubo muchas esperanzas rotas, porvenires aniquilados, frustraciones sociales y pobreza social canalizadas macabramente y dirigidas hacia la muerte. Pero estos asesinatos se entienden si se inscriben en la política de seguridad democrática de Álvaro Uribe, la cual configuró una verdadera razón de Estado, donde el Levitan, el Estado colombiano- la gran máquina de Arendt, buscó eliminar al enemigo interno, es decir, a las guerrillas, a cualquier costo. El resultado es paradójico: hay que inmunizar el cuerpo social, eliminando a los indeseados, para permitir y favorecer la vida de la comunidad política, del Estado comunitario de Uribe Vélez; pero eso exige la muerte no sólo del enemigo, sino de los inocentes sacrificados en los altares de la historia y de la guerra, para convencer a la mayoría que apoyaba al gobierno de que la limpieza era efectiva, es decir, de que la guerra se estaba ganando.
Aquí el fin se impone a los medios y a cualquier estándar ético o del Derecho Internacional humanitario. La política de seguridad democrática, como bandera, configura esa razón de Estado que sobre-determina a la máquina estatal. Esta máquina, recuerda María Teresa Uribe en un ensayo sobre Arendt, se expande en la modernidad, inmiscuyéndose en “todos los resquicios del quehacer humano expandiendo al mismo tiempo la idea de la obediencia, la normalización y el conformismo”.
Es imposible aquí no recordar a Max Weber en su ensayo Sobre la burocratización de comienzos del siglo pasado, donde decía: “es todavía más horrible pensar que el mundo pudiera algún día poblarse de nada más que de pequeñas ruedas dentadas, de hombrecitos asidos a pequeños puestos esforzándose por alcanzar otros de mayor importancia”. Arendt era plenamente consciente del problema de la burocratización y la manera como ésta sustituía la acción por la conducta, es decir, por esa especie de adiestramiento amaestrado. Y fue esto lo que ocurrió en el Estado de los falsos positivos: en él, el ejército, y otros miembros de la fuerza pública, terminaron englobados, como engranajes, en la gran rueda dentada del Estado comunitario de Uribe y cometieron muchos crímenes para obtener beneficios y quizás hasta para escalar “pequeños puestos” u “otros de mayor importancia”.
Obediencia y normalización, entonces, como valores integrantes y constitutivos de la razón de Estado. Los soldados que obedecían órdenes terminaron subsumidos dentro de la política de muerte del Leviatan, sin poder oponerse, sin poder objetar, sin poder decir y hacer nada en muchos casos, tal como lo documenta la JEP con el testigo del ejército que los llevó a la fosa de Dabeiba. En esta situación de subordinación, donde se está bajo la aplastante presión del cuerpo, de tenientes, coroneles, generales, y todos aquellos que hasta el momento permanecen invisibles, pero que sin duda son responsables de las políticas de Estado, se aniquila el pensamiento, la reflexión. Si no hay reflexión ni pensamiento, como sabía bien Hannah Arendt, es imposible pensar en las consecuencias de nuestras acciones, en los pros y los contras de una acción…en fin, se es un autómata, normalizado dentro de la máquina totalitaria, que exige, adiestra y obliga.
El pensamiento permite discernir, calcular, valorar, sopesar, cuestionar lo que hacemos, pero es justamente lo que no pueden hacer los soldados, ya sean colombianos o los que le sirvieron a Hitler. Los soldados no son ciudadanos plenos, con todos sus derechos, por eso obedecen, pueden, seguramente, objetar consciencia, oponerse a las órdenes, y posiblemente terminen en una corte marcial. Por eso su margen de acción es muy corto. Esto, desde luego, no los exculpa, pues algún sentido del bien o del mal debieron tener para percatarse de la gravedad e inhumanidad de los crímenes que ejecutaban; algo les debía decir que la vida de un joven pobre, de una persona en situación de discapacidad, etc., tiene valor, tiene dignidad; de que la vida no se puede tomar como una banalidad, sino de que vale la pena vivirla, lucharla. Pues bien, es justamente por eso, para evitar que la banalidad del mal se convierta en la norma en Colombia, que como ciudadano debemos apoyar a la JEP para que se haga justicia, se llegue a la verdad, y se castigue a los victimarios, a todos aquellos que pusieron la máquina estatal y para-estatal al servicio de la muerte y de sus delirios guerreristas y triunfalistas.