Cada costa tiene una brisa característica, o al menos yo le encuentro una piel diferente a cada una cuando he visitado diferentes playas. La brisa de Santa Marta es fresca y liviana; la de La barrosa, en el estrecho de Gibraltar, es densa, caliente y llega con la tierra de África, y según mi abuelo, huele a moro; los vientos de Cartagena son impávidos ante sus murallas, pero son tan tímidos como los primeros amores; y por último, para mí, la más emblemática, la brisa de La Habana, huele a tabaco y son. Mientras uno va caminando por La Habana antigua el sonido del viento se mezcla con un timbal o unas maracas que cambian de ritmo en cada esquina.
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Recordé mi viaje a Cuba. Los pies me dolían por caminar y recorrer cada calle de La Habana antigua, una y otra vez, pero aún quería seguir caminando las mismas calles que caminaron grandes escritores como Federico García Lorca, Ernest Hemingway o Gabriel García Márquez.
Este último estuvo por primera vez en 1955. Cinco años más tarde volvió. En algún momento escribió: “El 18 de enero, cuando estaba ordenando el escritorio para irme a casa, un hombre del Movimiento 26 de Julio apareció jadeando en la desierta oficina de la revista en busca de periodistas que quisieran ir a Cuba esa misma noche. Un avión cubano había sido mandado con ese propósito. Plinio Apuleyo Mendoza, y yo, que éramos los partidarios más resueltos de la Revolución Cubana, fuimos los primeros escogidos”.
Dentro del afán por viajar el escritor dejó el pasaporte. La persona encargada de inmigración le pidió papeles, cualquiera que constatara que él era García Márquez, “el agente venezolano de inmigración, más cubanista que un cubano, me pidió cualquier documento de identificación que llevara encima y el único papel que encontré en los bolsillos, fue un recibo de lavandería. El agente me lo selló al dorso, muerto de risa, y me deseó un buen viaje”.
Ese papel de la lavandería significó el comienzo de un camino político. Un camino basado en la búsqueda del bien común, de la salud y el estudio gratis y la paz.
Él y los demás periodistas aterrizaron entre las mansiones de los ricos de La Habana, en el aeropuerto de Columbia, el cual después fue bautizado con el nombre de “Ciudad Libertad”, una antigua fortaleza batistiana donde unos días atrás había acampado Camilo Cienfuegos con su columna de guajiros atónitos. “La primera impresión fue más bien de comedia, pues salieron a recibirnos los miembros de la antigua aviación militar que a última hora se habían pasado a la Revolución y estaban concentrados en sus cuarteles mientras la barba les crecía bastante para parecer revolucionarios antiguos”.
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En esta primera visita dejó una parte de él, una promesa de entrega y enamoramiento que después, para finales del 86, con Fidel Castro, provocó la creación la Escuela Internacional de Cine de San Antonio de los Baños, que resultó ser no solo un acto de coherencia con su obra y su pasión por el cine, sino también otro modo de decirle al mundo que su relación con los territorios que habitó iban más allá de sus ideologías, pues siempre lo que buscó fue un fin mucho más noble que estaría ligado siempre a las artes. Y como hecho anecdótico del cine con García Márquez, habría que mencionar aquella vez que actuó y juntó a grandes referentes de la cultura en América Latina. En la adaptación del cuento En este pueblo no hay ladrones, el escritor colombiano aparece en pantalla junto a Juan Rulfo, Luis Buñuel y Carlos Monsivais.
La relación con Fidel Castro le trajo críticas de las personas más conservadoras y elitistas a nivel mundial. Pero como en todo, hay una parte positiva. Desde su cercanía a la dictadura, que buscaba el bien social, a García Márquez se le abrió el apetito por luchar por la paz en su país natal, por luchar por cada injusticia, hasta el punto de llegar a hablar con Bill Clinton y pedirle un acuerdo con Cuba que mantuviera la educación y la salud gratis en la isla como una de las condiciones que quería mantener ante el posible retiro del embargo de Estados Unidos.
“Una cosa se sabe con seguridad: esté donde esté, como esté y con quien esté, Fidel Castro está allí para ganar. Su actitud ante la derrota, aun en los actos mínimos de la vida cotidiana, parece obedecer a una lógica privada: ni siquiera la admite, y no tiene un minuto de sosiego mientras no logra invertir los términos y convertirla en victoria. La nuestra es una amistad intelectual, cuando estamos juntos hablamos de literatura”
Gabriel García Márquez.