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FILBO 2022: Escribir para que no te lean

A propósito de la Feria Internacional del Libro de Bogotá, la reflexión de un escritor cordobés sobre el proceso creativo del autor frente a los lectores de literatura.

José Luis Garcés González * / Especial para El Espectador
26 de abril de 2022 - 03:35 p. m.
El escritor y colaborador de El Espectador José Luis Garcés González dice: "Escribes para ser, para no desaparecer en la niebla del anonimato".
El escritor y colaborador de El Espectador José Luis Garcés González dice: "Escribes para ser, para no desaparecer en la niebla del anonimato".
Foto: Archivo particular

Tu pregunta se ha formulado centenares de veces y se seguirá planteando muchos años más. Tienes una idea, la piensas, la relacionas con otra u otras, es posible que mentalmente algo desarrolles y luego vas al lápiz, al lapicero o al computador, y la escribes. No confías en ti. Buscas el texto y vuelves a leerlo. Desconfías otra vez y vas de nuevo a la lectura. Encuentras lapsus. Los corriges. Creíste, o crees, que por diversas circunstancias sientes la necesidad de decir algo. Ya sea sustancia o desecho. Ojalá con un mínimo de decencia o de rigor. (Lea otro artículo de José Luis Garcés: Por la valoración de los espacios poéticos).

Lo escribes, sí, pero quizá no para tu deleite personal, no para leértelo y repetírtelo. Y de pronto inflarte, y creer que eres un escritor, que tienes algún mérito. Y vuelves a preguntarte por qué escribiste, por qué escribes. Y es posible que concluyas que escribes no solo para echar afuera lo que por dentro te acosa o te exige. Ernesto Sábato, señaló: “O se escribe por juego, por entretenimiento propio y de los lectores, para pasar y hacer pasar el rato, para distraer o procurar unos momentos de agradable evasión; o se escribe para buscar la condición del hombre, empresa que ni sirve de pasatiempo, ni es un juego, ni es agradable”.

Cierto lo que dice el maestro argentino, pero, para mí, el asunto es más que lúdico: se escribe por más razones. De pronto por motivos oscuros. Por empujones indescifrables. Escribes para compartir, aunque este término suene a desamparo. Para que otros te lean. Para que te aprueben o te rechacen. Para que sepan que tú existes. Aunque nunca lo hubieras imaginado: escribes para ser, para no desaparecer en la niebla del anonimato.

Pero no, a ti nadie te lee. Nadie te publica. La verdad, no solo a ti. Hay muchos editores despreciando escritores. Para enfrentar eso, hace tiempo surgió la autoedición. No es lo ideal, pero para muchos es lo real. Marcel Proust, por ejemplo, tuvo que mandar a imprimir de su propio bolsillo en 1913 el primer tomo de En busca del tiempo perdido; André Gide lo leyó como editor de la Nouvelle Revue Francaise(NRF) y no lo consideró merecedor de publicarse, pecado y remordimiento que lo acompañó toda su vida.

Menos mal que Proust no tiró la toalla, además tenía recursos para hacerlo. La conjura de los necios, novela de John Kennedy Toole, la hizo publicar su madre diez años después de la muerte del escritor, luego de sufrir el desprecio de siete editoriales. El famoso Harry Potter fue rechazado en diez editoriales antes de publicarse el primer tomo. Se afirma que en Londres y Paris, el primer libro de Samuel Becket fue devuelto en cuarenta editoriales. Al comienzo de su carrera Edgar Allan Poe solicitó que le hicieran una edición de cincuenta mil ejemplares, el editor solo publicó cuatrocientos libros. Juan Ramón Jiménez, en los años cuarenta del siglo XX, sufrió el aplazamiento de la publicación en Madrid de su antología Lírica de una Atlántida, y todo debido a que la censura franquista no aceptaba un verso en donde la palabra “Dios” estaba en minúscula.

Después de varias gestiones y diversas agonías solo dos secciones del libro se publicaron en 1948. La novela Berlin Alexanderplatz, de Alfred Doblin, fue rechazada en Berlín dos veces por periódicos que se llamaban liberales, luego se convirtió en un libro fundamental de la literatura alemana del siglo XX: eso lo comenta el mismo autor en un texto fechado en la Selva Negra el 31 de julio de 1955. A Andrés Caicedo, hablando de la gente de la comarca, su progenitora tuvo que mandarle a imprimir con su dinero, en 1975, El Atravesado, su primer libro.

Es muy conocida la frase de Albert Camus que señala que cuando un escritor te diga que escribe para guardar sus textos en el cajón del escritorio, puedes elogiarlo, aplaudirlo, pero nunca creerle. Y los ejemplos prosiguen a montones, y no exagero. En un país de analfabetas o de no lectores, escribir es un sacrificio inútil o una decisión mística. O, practicando la esperanza, escribes para cuando haya mejores tiempos, para cuando surjan lectores, para cuando la cultura lectora haga acto de presencia.

Ahora, escribes para ti mismo, en un soliloquio absolutamente despreciable. O quizá comprensible. Eso de escribir para guardar en cajones, cajetas, fólderes y archivos es excéntrico o sicopático. Y generalmente puede ser una pose para impresionar. O para prevenir un posible fracaso literario. La escritura para exclusivo consumo personal no cumple el objetivo fundamental de la escritura, que no solo es la expresión sino la comunicación. Y para comunicarse hay que publicar el texto. O alguien tiene que leerlo. Sin el estímulo de que alguien te lea, la escritura es sembradío estéril, trabajo inútil. Tristeza o decepción.

Por ello, hay que tener una enorme capacidad de resignación para, en medio de la soledad, el silencio o la algarabía, escribir algo que no va a tener destinatario. O tener una particularidad mental que te lleve a la felicidad cada vez que guardas un texto en la oscuridad de tu viejo escritorio. Pero tú eres una persona empecinada: lees, te cultivas, resistes y continúas. Allí radica tu fuerza y tú esperanza.

* Escritor y catedrático universitario. Director del periódico cultural El Túnel, de Montería, Colombia. Cuentos suyos han sido traducidos al alemán, al francés, al eslovaco y al inglés. Su más reciente novela se titula Las espadas en receso del Conde de la Quimera, segundo tomo de la trilogía sobre el Sinú. E.: jlgarces2@yahoo.es

Por José Luis Garcés González * / Especial para El Espectador

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