El Magazín Cultural

FILBO 2022: los cuentos de Juan Pablo Parra “río arriba”

Este domingo, 4:00 p. m. en el auditorio José María Vargas Vila, se presentan sus relatos en la Feria Internacional del Libro de Bogotá, bajo el título de “Obituario” y editados por Escarabajo Libro. Publicamos uno de ellos.

Juan Pablo Parra * / Especial para El Espectador
23 de abril de 2022 - 04:56 p. m.
Juan Pablo Parra es estudiante de la Maestría de Escrituras Creativas de la Universidad Nacional de Colombia.
Juan Pablo Parra es estudiante de la Maestría de Escrituras Creativas de la Universidad Nacional de Colombia.
Foto: Archivo particular

Río arriba

—Hay algo enredado en la atarraya. Algo grande.

Santiago escuchó la voz ahogada de Manolo y por fin pudo descansar. Dejó el cuchillo con el que estaba destripando a los peces en el piso del bote y se asomó por la borda. Manolo estaba agarrado con una mano del borde de la lancha y tenía la mitad de su cuerpo sumergido bajo las aguas verdes oscuro del río San Juan. (Recomendamos: El “Hilo de palabras” de la Maestría de Escrituras Creativas de la Universidad Nacional de Colombia).

—Pensé que iba a tener que meterme a sacarte —dijo el viejo Santiago estirando una mano a Manolo para ayudarlo a subir.

—Tiene la piel babosa como los pescados, pero con formas extrañas y duras —respondió Manolo aún colgado del costado de la lancha. Su piel cobriza y mojada brillaba con los rayos del sol.

Los hombres se dieron la mano y Manolo se subió al bote con un solo impulso, haciendo que la lancha se meciera levemente sobre la superficie del agua. La noche anterior una tormenta había azotado la cuenca del San Juan y el río estaba invadido por una espuma blanca como las babas de un muerto. Sobre las aguas también flotaban ramas partidas y hojas de colores que el río se había tragado durante la tormenta y que ahora regurgitaba. Manolo se subió al bote y comenzó a quitarse las hojas que se le habían pegado al cuerpo.

—No te acomodes —dijo Santiago mirando por el costado del bote la parte de la red de pesca que no se había sumergido. Las cuerdas estaban totalmente tensas, prensadas en el lecho del río—, vas a tener que volver a zambullirte si quieres tu pago de hoy.

Santiago recogió el cuchillo del piso de la lancha y repasó uno de los costados del pescado que había estado limpiando. Al terminar, lo dejó en un balde blanco, junto a otros de su cardumen y sacó otra trucha para destripar:

—Apúrate. Los gallinazos me tienen nervioso.

Encaramados en los árboles de la orilla una bandada de chulos tomaba el sol. Eran pájaros grandes con plumas negras y largas, las cabezas calvas y las patas flacas. Sus miradas eran frías, como si tuvieran las cuencas de los ojos huecas, y sus picos estaban curvados levemente como el filo de un puñal.

Manolo se sentó en el piso de la lancha dando la espalda a las aves, escondió la cabeza entre las piernas y cerró los ojos para descansar. El sol de la tarde era cálido y formaba una brecha de luz sobre la superficie del agua que empezaban a ponerse café. Santiago lo miró y le regaló su sonrisa vieja y cansada que iluminó los tintes blancos de su pelo. Con sus manos, de forma casi automática, seguía abriendo la panza de los pescados. Hundía el cuchillo, sacaba las vísceras y las tiraba al río por un costado del bote.

—No se veía nada abajo, pero parecía que lo hubieran trozado con un machete —Manolo hizo una pausa y levantó la cabeza. La selva estaba muda y solo se escuchaba el sonido hueco del agua que golpeaba contra el costado del bote.

El viejo Santiago turnaba sus ojos cansados entre el chico, el cuchillo y los chulos adormilados de la orilla.

—Era demasiado grande para ser un pez —continuó Manolo mirándose la mano de derecha. Luego hizo una pausa y preguntó—. ¿Qué crees que sea?

—Baja y averígualo —respondió Santiago con el cuchillo ensangrentado en una mano y en la otra una trucha con la panza abierta—. Si no quieres el jornal de hoy no es mi problema, pero no vas a dejar mi mejor red aquí.

Desde la orilla llegó el ruido del aleteo de los gallinazos. Lentamente, los pájaros ascendieron y se pusieron a dar vueltas en círculos sobre el río. Sus sombras deformadas por el movimiento del agua planeaban sobre la superficie del San Juan. Santiago terminó de repasar el costado de uno de los pescados y lo puso en el balde junto con el cuchillo. Atravesó la borda y se paró juntó al motor a mirar a los gallinazos que volaban río arriba y volvían dando círculos. El viejo Santiago era un hombre flaco y alto, con un cuerpo compacto y brazos largos, casi como si fuera un árbol. Al entrecerrar los ojos para bloquear los rayos del sol que se reflejaban en la superfi-cie del río, el color amarillo de sus pupilas se atenuaba.

A lo lejos, en algún punto entre la selva, se venía una pequeña estela de humo negro.

—Prende la radio y sintoniza la emisora —ordenó Santiago—. Parece que hay un incendio en el monte.

Manolo se puso de pie y fue por la maleta escondida junto al motor de la lancha. Del bolso sacó una radio de pila y una camisa vieja con la que se cubrió el torso. Lue-go se sentó en la borda y empezó a mover la pequeña perilla del dial. La franja roja que marcaba la emisora sintonizada se movía de aquí para allá entre los números negros de las frecuencias. Solo se escuchaba el granizo metálico de la interferencia.

—No hay nada —dijo Manolo con sorpresa—. Pare-ce que dejaron de transmitir.

Santiago seguía mirando la columna de humo. Los gallinazos, que pasaban una y otra vez frente a él, se alejaban lentamente. El viejo se dio vuelta, le quitó la radio al chico e hizo un par de intentos por encontrar la emisora comunitaria repasando el dial con la perilla. De la radio solo salía, con mayor o menor intensidad, un sonido como de pedrisco. Con grandes zancadas y levantando con una mano el radio tan alto como podía, Santiago atravesó la cubierta, pero no encontró la emisora. Giró la perrilla por completó y apagó el aparato. El olor a quemado comenzaba a llegar a la cuenca del río.

—Atacaron la emisora —concluyó Santiago. Luego guardó la radio en la maleta junto al motor y le entregó el cuchillo a Manolo—. Corta la red y prepara la lancha para el regreso.

Manolo recibió el cuchillo y se quedó parado un segundo con el arma en la mano. El mango estaba empapa-do de sangre y vísceras, y expedía un olor profundo a entrañas de pescado. El chico se dio la vuelta y vio la columna de humo en mitad de la selva. Era apenas un trazo negro que ensuciaba el firmamento azul. El leve olor a quemado que llegaba arrastrado por el viento, dulzón y penetrante, se fundía en la nariz de Manolo con el olor nauseabundo del pescado.

—Solo es humo —comentó el chico. Luego se agachó y sumergió el cuchillo en el río para limpiarlo—. Tal vez son los rivereños haciendo quemas para la cosecha.

Santiago negó con la cabeza. El sol comenzaba a bajar y el rostro de Santiago se había cubierto de sombras gruesas que revelaban su edad. Era como si la tarde hu-biera terminado para él y desde los pliegues de sus arrugas ya surgiera la noche.

—Aún faltan varias lunas paras las cosechas —respondió Santiago de forma lúgubre—. La última vez también quemaron la repetidora.

Manolo estaba parado en medio del bote con el cuchillo en la mano. En los pies sentía el leve movimiento de la lancha que se oponía al río.

—¿Quemar la repetidora? ¿Para qué?

—Sin repetidora el pueblo está incomunicado. Necesitan tiempo y silencio para lo que piensan hacer.

—¿Hacer quiénes? —preguntó Manolo.

Santiago miró a Manolo a la cara, pero no respondió. El viento bajaba caliente y oscuro sobre el cauce del río. En el agua se pintaban los reflejos boca arriba de los pescadores.

—No podemos solo cortar la red y navegar río arriba en la oscuridad porque viste humo en monte, viejo. Si navegamos en los rápidos de noche vamos a naufragar.

—No hay tiempo —respondió el viejo Santiago de forma brusca y señaló a los gallinazos. Los pájaros habían comenzado a desaparecer, pero unos cuantos seguían volando en trance como hojas que arrastra la ventisca—. Si esperamos aquí será demasiado tarde. Cuando lleguemos al pueblo mañana ya se habrán comido a todos.

Manolo sonrió e intentó devolver el cuchillo a Santiago. El viejo se quedó mirándolo con severidad, así que Manolo cambió de estrategia, alzó los hombros para restarle importancia al asunto y dejó el cuchillo en el balde de las truchas.

—No sé qué te pasa, viejo. Solo son pájaros y humo.

El chico se quitó la camisa, la colgó en el borde del bote y se inclinó dispuesto a saltar al agua. Justo antes de hacerlo, cuando ya tenía un pie puesto en la borda, la mano de Santiago en su brazo lo detuvo. Los dos hombres se miraron en silencio por unos segundos, tratando de adivinar qué iba a decir el otro. La selva estaba muda. Una muralla verde y negra llena de ángulos y en completo silencio los rodeaba. Santiago caminó hasta la parte de adelante del bote y con la navaja que guardaba en el bolsillo comenzó a cortar la red.

—¿Cómo puedes estar seguro? Es solo humo.

—He visto cosas que tú no. Cosas que nunca se olvidan —respondió Santiago ofuscado.

El viejo le dio la espalda a Manolo. La red medio rota, apenas unas hebras tensadas, seguían soportando el peso de la pesca. Santiago terminó de serruchar las cuerdas y luego las vio desaparecer en el agua.

—¿Estás seguro? —insistió Manolo.

—Hay cosas que no deben salir a flote.

Los dos hombres se miraron de nuevo. Ambos tenían los ojos tristes. Apenas un par de chulos se movían sobre el río.

—¿Por qué odias a los gallinazos?

—Son devoradores de hombres.

—¿Qué? —preguntó Manolo con incredulidad.

—Se alimentan de los muertos.

Manolo asintió y se sentó en la borda. Su piel dejaba de brillar con el fin de la tarde.

—Son solo animales, viejo. Suenas a loco.

Santiago negó con la cabeza y se sentó en la punta de la lancha dándole la espalda al sol naranja que se sumergía en el horizonte.

—Yo lo he visto, Manolo. Algo terrible está por suceder en el pueblo. Están hambrientos.

El viejo, se puso de pie y atravesó el bote. Guardó la navaja y puso los baldes de pescado en la parte de atrás. Tomó la maleta en que estaba la radio y sacó una botella de ron a la que le dio un sorbo largo. Manolo seguía recostado contra la borda en la mitad del bote, su camisa colgada de un costado.

—A mí me suenas a loco —repitió el chico.

Santiago se quedó mirándolo y le dio un segundo trago largo a la botella. Los últimos rayos del sol se reflejaban en el cristal.

—Eran más joven que tú cuando los pescadores comenzaron a encontrarse con los que viven en el río —dijo Santiago con la voz ronca por el ron—. Y con estos mismos ojos vi como en las orillas del San Juan encallaban cuerpos que los gallinazos se devoraban como las hormigas devoran a los perros que mueren en el monte.

Santiago se echó un buche largo de ron y se lo tragó con los ojos cerrados. Con el dorso de la mano se limpió el mentón y le ofreció la botella a Manolo que dudo en agarrarla.

—Eso fue hace mucho. La guerra terminó.

Santiago soltó una risa irónica.

—Y en aquél entonces no había comenzado. Era otra guerra, pero los gallinazos ya estaban ahí. Los mismos que ahora vuelan río arriba.

Manolo se puso la camisa y fue a sentarse junto a Santiago. El motor expedía un olor penetrante a gasolina. Tomó la botella y se metió un trago corto. El ron le quemó la garganta. Santiago recuperó la garrafa y lanzó a su garganta una bocanada de alcohol que lo hizo sacudir todo el cuerpo. A lo lejos se veía la estela de humo gruesa sobre la selva y el sol que perdía fuerza.

—¿Qué crees que había en la red? —preguntó Manolo.

Santiago alzó los hombros y le pasó la botella a Manolo. El chico la rechazó con un movimiento de la cabeza. Santiago dejó el ron en la maleta y se puso a revisar el motor. Agarró el tirador de arranque y jaló con fuerza. La máquina ronroneó y calló de inmediato. Hizo un segundo envión, pero el motor apenas burbujeó lo suficiente para que la hélice hiciera un buche de agua.

El día agonizaba y desde la selva surgió un resplandor naranja. Manolo sacó la botella de nuevo y le dio un trago. Luego se la pasó al viejo, que se aventó dos sorbos seguidos mientras intentaba prender el motor. En las márgenes del río, el agua había tomado un tono azul zafiro y cerca a la orilla los árboles reflejados en la superficie del San Juan parecían surgir desde sus ramas. Manolo se puso en pie y encendió la radio. Solo se escucharon ecos lejanos y un chillido como el de los metales que se frotan entre sí. Al fondo, mientras se cambiaba entre emisoras, se escuchaba una voz lejana y gutural.

—Parece la voz de un muerto —comentó Santiago con una sonrisa triste y la botella de ron medio llena en la mano. En el piso de la lancha había un pequeño charco con agua y sangre.

Manolo apagó la radio y se sentó junto al viejo. La noche había comenzado y los chulos se habían fundido con ella. Los dos hombres se miraron en silencio, ya sin poder verse los ojos por la falta de luz.

—¿Qué crees que había en la red? —susurró Manolo.

No hubo respuesta. Poco a poco, comenzaron a aparecer los sonidos nocturnos de la selva interrumpidos por la tos seca del motor. A lo lejos, la selva ardía y brillaba, y bajo el bote, el río seguía pasando sin inmutarse, arrastrando los restos de la tormenta.

Por Juan Pablo Parra * / Especial para El Espectador

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