La fusión del arte con el comercio, del dinero con la seguridad, de las facilidades económicas y la creación, fue uno de los sucesos que contribuyeron a forjar El renacimiento, y de algún modo, quedó retratado en un cuadro de Jan van Eyck, “El matrimonio Arnolfini”. Según la historiadora Lisa Jardine, la obra de Van Dick no fue solo un retrato de una pareja del siglo XV, sino una muestra de la importancia de la propiedad. La composición, como lo dejó escrito en su libro “Wordly goods”, fue un “tributo a la mentalidad del comerciante de éxito: su deseo de tener y de mantener”. En la escena aparecían el comerciante Giovanni Arnolfini y su esposa, Giovanna Cenami, “unidos con ternura”, como los describió Peter Watson.
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Más allá de la serena expresión de los esposos, burgueses de “gesto piadoso y sereno, pero ligeramente autosuficiente”, de la luz y el manejo del pincel, la pintura mostró un “abanico de posesiones con las que la nueva pareja ha sido bendecida”, de nuevo en palabras de Watson. Alfombras, candelabros, sillas, tejidos, espejos venecianos, ropas suntuosas, encajes, y hasta un par de zuecos abandonados al lado de los protagonistas, daban cuenta de la importancia que empezaban a tener el comercio y la finanzas en Europa, un fenómeno que comenzó a debatirse en el siglo XIX, luego de que Jacob Burkhard afirmara en sus trabajos sobre El renacimiento que éste había sido de “trascendental importancia” para el desarrollo de la humanidad.
Con el paso de los siglos, y de los estudios y las memorias, de los artistas y sus obras, Florencia se fue erigiendo como el epicentro del Renacimiento. A mediados del siglo XV tenía un poco menos de cien mil habitantes. Sin costas, y por lo tanto, sin puerto, los comerciantes florentinos encontraron la manera de llevar sus productos a Venecia, por ejemplo, o hacia el sur, gracias a un sistema de relevos en el camino que incluía, o se basaba en un factor que había logrado marcar la diferencia con las demás ciudades-estado de la península, la banca. Con las telas florentinas, con los trabajos de madera, la orfebrería, etcétera, el comercio de Florencia le ofrecía a sus compradores seguridad y un entramado de facilidades económicas.
De acuerdo con los registros del historiador Peter Burke, por aquellos tiempos en Florencia había doscientos setenta talleres que producían telas, una tercera parte de esa cantidad que se dedicaba a la ebanistería y la talla de maderas, y otros doscientos y tantos que trabajaban la orfebrería, la seda y las piedras, tanto para la construcción de los distintos palacios de la ciudad, como para obras de fontanería y demás. Más allá de sus talleres y fábricas, los florentinos comprendieron que el conocimiento de sus diferentes aprendizajes y su transmisión también podía ofrecer réditos. Desde todos aquellos frentes, Florencia logró crear y sostener una economía más fuerte que la de sus vecinos y la de la mayoría de ciudades de Europa, y lo hizo aunando la producción, esencialmente de telas, el comercio y los bancos.
Como lo plasmó Watson en su libro “Ideas, historia intelectual de la humanidad”, “Italia en general y Florencia en particular fueron la cuna de una revolución económica en la que el comercio, y en especial el comercio internacional, constituía la base de todas las demás actividades. Por ejemplo, a mediados del siglo XIV, la familia Bardi tenía agentes comerciales en Sevilla, Mallorca, Barcelona, Marsella, Niza, Aviñón, París Lyón, Brujas, Chipre, Constantinopla y Jerusalén. La familia Datini realizaba transacciones con doscientas ciudades desde Edimburgo hasta Beirut”. Para Roberto Sabatino López, investigador de la Edad Media y del Renacimiento, las empresas florentinas generaron un impacto fundamental para la historia económica de Europa, casi tan determinante como el de la Revolución Industrial en el siglo XVIII.
En su libro “Cities in civilization”, Peter Hall hizo un pormenorizado estudio sobre algunas de las ciudades más influyentes de la historia, donde escribió que tanto Atenas como Florencia, por citar dos ejemplos, albergaron en sí tanto diversas manifestaciones del arte, como de la tecnología y la economía. Debía ser así, en contextos en los que se necesitaban mutuamente, y en un panorama en el que era muy complejo determinar qué había ocurrido primero y qué era más importante. En las ciudades-estado de la península itálica, “la primitiva búsqueda de beneficios se reemplazó por el oportunismo, el cálculo y la planificación racional a largo plazo”, lo que derivó en una especie de revolución de tipo administrativo que llevó a diversos pensadores a preguntarse si allí había surgido el capitalismo.
Para Peter Watson, la respuesta era afirmativa “en el sentido de que hubo una acumulación de capital constante y un aumento en el uso de crédito, y en que se separó la gestión de la propiedad del capital y de la fuerza de trabajo”. Como consecuencia, “se realizaron intentos deliberados de ampliar el mercado a través de operaciones a gran escala”, y para que todo ello se pudiera lograr y no quedara en una aislada explosión de ideas y acciones, los actores principales de aquellos procesos crearon las condiciones necesarias para que los jóvenes aprendieran “las destrezas propias del comercio”, tanto a nivel local como a nivel internacional. Aquel entramado económico, comercial, laboral, social, político, educativo e incluso artístico, estaba guiado, jalonado, por la banca, “una revolución en sí misma”, como lo sustentaría Watson.
El comienzo y la trascendencia de los banqueros italianos y de sus familias, los Bardi, Penizzi, Amieri, Scali y Acciaiuoli, se dio a finales del siglo XIII e inicios de los años de mil trescientos. Hacia 1350, como quedó reseñado en “Ideas”, “habían establecido una red de subsidiarias en todos los principales centros de comercio: Brujas, París (viente casas en 1292 y Londres (catorce). Muchas de las operaciones modernas ya habían sido introducidas para entonces: el cambio de divisas, el depósito, la transferencia, el crédito a interés, el descubierto”. Los demandantes, ante todo, eran los príncipes y las familias de la alta aristocracia del continente, que forjaron el intercambio de objetos lujosos y de obras de arte, hasta el punto de que el historiador Richard Goldthwaite afirmó que habían sido los creadoras del Renacimiento.
Goldthwaite, estudioso de los fenómenos que se dieron entre los florentinos, escribió varios libros al respecto, como “Patrimonio Privado en la Florencia Renacentista” y “La Construcción de la Florencia Renacentista. Una historia económica y social”, y profundizó en las relaciones que se forjaron entre los procesos económicos y los artísticos. Para él, igual que para Peter Burke y Watson, el dinero comenzó por aquellos tiempos a definir el rango social de la gente. Lo que los mercaderes no podían lograr por la sangre, lo empezaron a conseguir con el dinero. “Los comerciantes, e incluso los tenderos en caso de ser suficientemente ricos -escribió Watson-, fueron con frecuencia nombrados caballeros, y con bastante asiduidad imitaron a la antigua aristocracia construyendo palacios y comprando propiedades en el campo”.