Recibo el mensaje justo cuando he dejado de esperarlo.
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Dice: «Tal vez me recuerde. Deseo verla. Llego en dos días».
Hace años no tengo noticias de él. Ignoro si sigue viviendo en Inglaterra, si aún es profesor universitario, si todavía usa sombreros aterciopelados de copa alta, si carga dentro del bolsillo secreto de su abrigo un pañuelo con las iniciales de su nombre bordadas. Supongo que perdió las pocas pelusas blancuzcas que ondeaban alrededor de su cabeza, hasta debió haber olvidado los poemas de Lord Byron que recitaba de memoria para llamar la atención. Una vez soñé que había muerto y lo enterré en algún recoveco de mi memoria, en dos palabras: lo olvidé. Hasta hace un instante, cuando llegó su mensaje dejando en evidencia tres verdades: está vivo, me recuerda, desea verme. ¿Desea verme o me desea? Cuando no se domina un idioma, la comunicación puede llegar a ser ambigua. Me devuelvo la pregunta: ¿Deseo verlo? ¿Lo deseo? No tengo respuesta. Necesitaría verlo para saber si lo deseo. Hago cuentas con mis dedos. Debe rondar los setenta. Un hombre de setenta es viejo para una mujer recién llegada al cuarto piso. Después de él todas mis parejas han sido mucho mayores que yo, sin embargo, nunca me he acostado con alguien de setenta, si acaso de cincuenta y muchos, puede que de sesenta, no estoy segura. Mi curiosidad se despierta. ¿Tendrá barriga? ¿Estará calvo? ¿Olerá a viejo? ¿Necesitará Viagra? ¿Tendrá pelos asomados por la nariz y las orejas?
En lo que a él respecta, dudo que se conforme solo con verme. Es el tipo de hombre que estira la mano y agarra aquello a lo que cree tener derecho sin preguntarse jamás si acaso hay algo que no le pertenezca. Como buen hijo de su generación le dijeron que el mundo era suyo y salió a tomarlo sin pedirle permiso a nadie. Quizá no sabe que estoy casada. O, peor aún, quizá lo sepa y no le importa. A hombres como él esas cosas no les importan. Tal vez sabe que mi marido está de viaje. ¿Por qué estoy pensando si sería capaz de serle infiel? Amo a mi marido. En diez años de matrimonio jamás se me ha cruzado por la cabeza acostarme con otro hombre.
Ahí está la posibilidad flotando en el aire, tan cerca que bastaría estirar la mano para alcanzarla, tan fácil como agarrar una manzana y devorarla a mordiscos. Ignoro si quiero verlo o que me vea, que vea a la mujer en la que me convertí. Ya no soy aquella niñita a la que puede atraer con un chupete. Not anymore. A lo mejor tan solo busco comprobar si aún me encuentra atractiva. Yo no reconfirmo mi belleza en el espejo, sino en los ojos de los hombres que me miran. Mi vanidad se alimenta de elogios y miradas.
En estos días vi un halcón y recordé la vez que fuimos a Somerset a avistar los nidos de los halcones peregrinos. No tengo fotos ni plumas de aquel paseo, en realidad, no tengo más que las imágenes guardadas en mi memoria. El halcón pudo ser una premonición o quizá tan solo una coincidencia. Creo en la telepatía, a menudo ocurre que entra una llamada de mi marido justo cuando tengo el teléfono en la mano para llamarlo o pienso en alguna amiga y me la encuentro al día siguiente en el supermercado comprando aguacates. A lo mejor verlo de nuevo, después de tantos años, me ofrece una perspectiva diferente de lo que pasó entre nosotros. Esta es mi confesión: nunca me han gustado las historias de amor. Te acostumbran a esperar un tipo de final feliz que rara vez ocurre en las vidas normales de personas normales, como yo. No me gustan porque, apenas terminan, te quedas pensando en qué estarás haciendo mal para que a ti no te pasen esas cosas maravillosas que les ocurren a los protagonistas. Para la mayoría de la gente, las palabras felices y perdices no riman y, antes de que los separe la muerte, hay un montón de cosas que podrían separarlos. La trampa de las historias de amor está en que no logran capturar por completo un sentimiento tan complejo como ese. Pretenden hacerte sentir bien pero, al final, te hacen sentir como una mierda. Esta no es una historia de amor. Hace años nos separa un océano entero. Ocurrió así: él a un lado, yo al otro y, en el medio, el océano salvaje y agitado. Él no quería nadar y yo tampoco. Él porque estaba cansado y yo porque no quería cansarme.
«Veámonos», escribo.
, borro.
«Veámonos», vuelvo a escribir.
La palabra veámonos titila frente a mis ojos. Siento un vacío en el estómago y un ligero temblor en los labios. Trago saliva. Leo y releo pensando en cómo el hecho de dar esa respuesta podría desacomodar mi vida. Aun así tomo aire, deslizo el cursor con el dedo corazón de mi mano izquierda, vuelvo a leer una vez, dos veces, tres veces y, antes de quedarme sin aire, le doy a enviar. Mi corazón palpita con fuerza advirtiéndome el peligro.
A veces me aterro de mí misma. Hoy es una de esas veces.
Mi marido también me lleva muchos años. Igual que el novio de antes y el de antes de antes y el de antes de antes de antes. Viéndolo bien, todos ellos tendrían que agradecerle al inglés. Él me inició. No fue mi primer hombre, no lo amé, si acaso lo quise un poco, sin embargo en asuntos de cama sí fue el más determinante. De un hombre experimentado no se vuelve. Te enseña que una cosa es el sexo y otra es el amor y que la una no necesariamente tiene que ver con la otra. Te enseña a ejercer tu libertad.
Yo creía conocer el significado de esa palabra a los doce años cuando anunciaba con certeza que iba a ser una mujer libre, sin marido y sin hijos. Pero una cosa era anunciar la libertad y otra muy diferente ejercerla, sobre todo cuando veía a mis compañeras del colegio poner tanto esmero en jugar al matrimonio, la cocinita y las mamitas. Todo con tal de poder envolverse en una sábana blanca y usar las cortinas de tul de la sala para simular el vestido de boda. La dificultad era encontrar alguna niña que quisiera hacer el papel de novio. Esta era la cuestión: el novio era tan aburrido y tan prescindible, salvo para la escena de la iglesia, que todas rechazábamos el papel. La solución fue incluir novios imaginarios. La que hacía el rol de sacerdote se pintaba la barba y luego casaba a la novia con un novio invisible que todas fingíamos ver, luego lo olvidábamos por completo. Ninguna pensó que podría ser necesario después para engendrar los bebés con los que jugaríamos a las mamitas, cómo íbamos a pensarlo si vendían muñecas listas para sacar de la caja, vestidas, peinadas y bien comportadas. Muñecas que no lloraban ni había que cambiarles el pañal, hasta incluían el cochecito y cuando una se cansaba de ellas podía meterlas en el baúl de los juguetes y olvidarlas días, semanas, meses o el resto de la vida.
El mensaje estaba claro desde el principio, pero ninguna lo vio y las que lo vimos lo olvidamos después en algún lugar del trayecto. Hoy miro hacia atrás y me sorprende la facilidad con la que me dejé convencer: una escapada romántica en Cartagena de Indias, unas copas de más, un anillo de piedra brillante y ahí estaba yo, tirando por la borda mis planes de libertad. ¿Qué sabía esa niña de doce años que luego olvidó la mujer de veintiocho aquella noche en Cartagena? Le pido perdón por haberle fallado. Reconozco que todavía me giro por las noches para el otro lado de la cama cuando la oigo preguntar por qué me casé. ¿Por qué me casé? Mi marido es arquitecto y cree que todo en la vida debe construirse basado en un plan meticulosamente diseñado. Él piensa en la familia como si fuera un proyecto en desarrollo, por eso insistió en lo del matrimonio. Quería sentar desde el inicio una buena estructura que sostuviera el engranaje de la que sería nuestra vida conjunta. La casa donde vivo está a mi nombre. Él lo dispuso así porque sabe que mi obsesión por buscar un papá refleja mi obsesión por buscar seguridad y para un arquitecto el símbolo de la seguridad es tener una casa propia. Accedí a casarme porque su abogado dijo que era la mejor forma de proteger el patrimonio en caso de que alguno de los dos faltara. Y por «faltara» entendimos que podíamos morirnos, incluso siendo jóvenes. A él la idea de morirse jamás se le había pasado por la cabeza, yo en cambio crecí mirando la muerte a la cara. Cuando pierdes a tu padre a una edad temprana entiendes que morirse es una posibilidad tan factible como cortarte el pelo, ver marchitarse una orquídea o perder un arete. Lo tienes, no lo tienes. En mi caso fue así: un día tenía papá, luego sonó el teléfono y ya no tenía papá.
El tema de los hijos ni siquiera fue negociable. Nunca lo ha sido. Mi regla era mencionar mi negativa a tenerlos desde la primera salida y no dejar ni un solo hueco para la duda, la posibilidad o el arrepentimiento. No quiero hijos hoy, ni voy a quererlos mañana, les dije a todos los hombres con los que salí desde la primera cita. No voy a cambiar de opinión a los treinta, no se me va a despertar el instinto maternal, no creo que una mujer sin hijos sea un ser incompleto, al revés: llegas completa al mundo, tienes hijos y entonces debes repartirte entre ellos. Te devoran a pedazos: primero tu cuerpo, luego tu tiempo, tu profesión y tu dinero, más tarde tus intereses. Casi sin darte cuenta, tu vida gira exclusivamente en torno a ellos y entonces se sacian de ti, crecen y se van sin dar las gracias; en dos palabras: quedas vacía. Estabas llena y luego estás vacía. ¿Por qué lo sé? Porque entre mis hermanos y yo devoramos a nuestra madre. Cuando el papá faltó nos la consumimos entera hasta casi hacerla desaparecer, la diferencia es que ella no estaba jugando a los maridos invisibles, el suyo era tan real como lo fue después su ausencia.
Muchos prospectos salieron corriendo cuando mencioné que no quería ser mamá. Otros dijeron: «Ya se te pasará». O: «Te vas a arrepentir». Antonio, mi novio de ese entonces, dijo: «Congela los óvulos antes de que envejezcan, no quiero hijos defectuosos», como si no fuera demasiado obvio que no iba a ser propiamente él quien renunciaría a sus privilegios para cuidarlos. El que sería mi marido dijo: «Lo que tú quieras». A partir de esa frase supe que me quedaría con él y sería feliz y fiel. ¿Fiel? Reviso el email constantemente esperando del inglés una respuesta a mi respuesta. No me extraña que se demore en enviarla. Es profesor de Literatura y dramaturgo, por lo tanto, maneja conceptos como tensión dramática, suspenso y creación de expectativa. Sabe que las cosas buenas se hacen esperar y que no hay nada más deseable que lo que parece a punto de perderse. Cometí un error de principiante: contesté demasiado pronto a su email. Debe estar imaginando que ya me tiene, que me tiene otra vez, así como me tuvo durante el año del lobo, el año del dolor de espalda, el año del cansancio, el año de la orquídea, el año de las telarañas, el año del sexo en cuartos de hotel. Riego las plantas y reviso. Me tomo un café y reviso. Me asomo a la ventana y reviso. Me pinto las uñas de rojo y reviso. Pero no hay nada en mi mail.
Aún no tengo claro quién fue el ganador y el perdedor de esta historia, quién ostentó el poder, quién se aprovechó de quién. Sin duda quiero averiguarlo y para ello necesitaría verlo de nuevo, decirle a la cara lo que nunca fui capaz de decirle y escuchar de su boca lo que él no fue capaz de decirme a mí, aquellas palabras que yo misma lancé al río después de nuestra última noche juntos para que la corriente se las llevara, por eso me levanto, camino hasta la biblioteca, abro el mail y reviso otra vez.
Cada minuto de espera rejuvenezco. Cuando leí el mensaje esta mañana tenía cuarenta y dos años, luego treinta, después veintiocho, ahora tengo veintitrés y estoy a punto de aullar, de andar en cuatro patas y agitar la cola como cuando era libre y salvaje y nadie me había domesticado.
* Se publica con autorización de Penguin Random House Grupo Editorial. Sara Jaramillo Klinkert (Medellín, 1979) es comunicadora social y periodista por la Universidad Pontificia Bolivariana y ha trabajado en varios medios de comunicación colombianos. Cursó el Máster de Narrativa de la Escuela de Escritores de Madrid, donde le fue otorgada la beca al rendimiento académico. En 2021, Donde cantan las ballenas, fue ganadora del XXVI Premio San Clemente. Vive en Medellín, es profesora de narrativa, tiene una columna semanal en prensa. “Escrito en la piel del jaguar” fue su tercera novela.