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Fragmento de “En diciembre llegaban las brisas”, de Marvel Moreno

Bajo el sello Alfaguara, se acaba de publicar la edición conmemorativa de la emblemática novela de la escritora nacida en Barranquilla. Inspirada en esa ciudad, desnuda el universo femenino en medio del patriarcado tradicional.

Marvel Moreno * / Especial para El Espectador

27 de diciembre de 2022 - 11:41 a. m.
Marvel Moreno Nació en Barranquilla en 1939 y murió en París en 1995. En octubre de 1969 publicó «El muñeco», su primer cuento, en la revista Eco, y poco después en El Magazín Dominical de El Espectador. En "En diciembre llegaban las brisas" (1987), desde París, Lina, la protagonista, recuerda la historia de tres mujeres cuyas vidas transcurren en la conservadora ciudad de Barranquilla. Entre fiestas en el Country Club y paseos a Puerto Colombia se cuenta una historia de sensualidad aplacada por la violencia. Dora, Catalina y Beatriz son solo víctimas de un patriarcado alojado en las delgadas fibras de su tejido social.
Foto: Archivo particular
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I

«Yo soy el señor Dios tuyo, el fuerte, el celoso, que castiga la maldad de los padres en los hijos hasta la tercera y cuarta generación».

Porque la Biblia, libro que a ojos de su abuela encerraba todos los prejuicios capaces de hacer avergonzar al hombre de su origen, y no sólo de su origen, sino además, de las pulsiones, deseos, instintos o como se llame, inherentes a su naturaleza, convirtiendo el instante que dura su vida en un infierno de culpabilidad y remordimiento, de frustración y agresividad, contenía también la sabiduría propia al mundo que había ayudado a crear desde los tiempos en que fue escrito, razón por la cual había que leerlo cuidadosamente y reflexionar en sus afirmaciones por arbitrarias que pareciesen hasta comprender a fondo el cómo y el porqué de la miseria personal y de la ajena. Así que cuando un acontecimiento cualquiera agitaba la empañada, aunque a primera vista serena superficie de existencias iguales que hacía más de ciento cincuenta años formaba la élite de la ciudad, su abuela, sentada en una mecedora de mimbre, entre la algarabía de las chicharras y el aire denso, amodorrado de las dos de la tarde, le recordaba la maldición bíblica al explicarle que el suceso, o mejor dicho, su origen, se remontaba a un siglo atrás, o a varios siglos atrás, y que ella, su abuela, lo había estado esperando desde que tuvo uso de razón y fue capaz de establecer una relación de causa y efecto. (Recomendamos un ensayo sobre la sexualidad en la obrea de Marvel Moreno).

Aquel fatalismo provocaba en Lina una reacción de miedo, no sorpresa —ya a los catorce años había perdido la facultad de asombrarse ante las cosas que su abuela y sus tías decían— sino un oscuro temor que le hormigueaba en las manos mientras se preguntaba por enésima vez a qué calamidad la habría condenado ya el destino. Viendo a su abuela sentada frente a ella, pequeñita, frágil como una niña de siete años, con los blancos cabellos peinados hacia atrás y recogidos en un discreto moño sobre la nuca, tenía la impresión de oír hablar a una Casandra milenaria, no excitada ni histérica, ni siquiera realmente Casandra, puesto que no se lamentaba de su suerte ni de la de los demás, pero cuyas predicciones debían cumplirse inexorablemente. Alguien que llevaba el pasado guardado en su memoria y de él, de su asimilación y comprensión, deducía el presente y hasta el futuro con una imprecisa tristeza, como una diosa bondadosa, pero ajena a la creación, y en consecuencia, incapaz de detener el error y el sufrimiento de los hombres. Por eso, porque siempre había creído que de antemano todo había sido jugado, que una fuerza secreta nos impulsaba a dar cada paso en la vida, ese paso y no otro, se negaría a intervenir cuando ella se lo pidió para salvar a Dora de casarse con Benito Suárez, aunque teóricamente podía hacerlo, pues a nadie en el mundo la madre de Dora respetaba tanto como a su abuela. (La última novela de Marvel Moreno y un manifiesto contra el machismo).

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Lina pensaba que una sola llamada telefónica, un simple recado haría salir a doña Eulalia del Valle de su encierro y atravesar a pie las cuatro cuadras que la separaban de la casa donde ella y su abuela vivían; creía también, que apenas doña Eulalia le hubiese contado a su abuela esa larga jeremiada que llamaba el calvario de su vida, es decir, cuando imaginara haber conmovido con sus lamentaciones, no ya a su hija y a sus sirvientas, sino a una persona a quien admiraba por su alcurnia y su conducta ejemplar —términos que siempre empleaba al referirse a su abuela— aceptaría cualquier consejo, hasta el de rechazar el matrimonio de Dora, su purificación, pensaba, con un loco semejante como Benito Suárez. Pero su abuela no había querido acercarse al teléfono diciéndole a ella, Lina, si no es Benito Suárez será otro parecido, porque a mi entender tu amiga Dora está destinada a dejarse escoger por un hombre capaz de quitarle el cinturón a su pantalón para darle latigazos la primera vez que haga el amor con ella.

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Muchos años más tarde, en el otoño de su vida, después de haber conocido aquí o allá historias semejantes, de haber aprendido a escuchar y escucharse sin rebeldía, sin pretensiones, Lina, acordándose de repente de Dora mientras veía pasar a una mujer desde la terraza del Café Bonaparte, llegaría a preguntarse sonriendo si a lo mejor su abuela no había tenido razón: razón al decir que Dora debía unirse a cualquier hombre que la hubiese fueteado cuando hicieron el amor, primero por hacerlo, y luego, por haberlo hecho antes con otro hombre. Pero no entonces. Entonces acaba de cumplir catorce años y nadie, ni siquiera su abuela, podía convencerla de que Dora era arrastrada por una fuerza oscura hacia el hombre que sin lugar a dudas iba a causar su perdición, tan inexplicablemente como el instinto lleva a un gato a arriesgar su vida sobre las quebradizas ramas de un guayabo sólo porque un pájaro revolotea entre las hojas, a sabiendas de que no va a atraparlo y a pesar de haber terminado de comer las sobras del almuerzo y encontrarse ahíto.

Las fuerzas que invocaba su abuela —y cuyo nombre apropiado descubría Lina leyendo a Freud no sin un cierto escepticismo— le parecían por el momento uno de esos enemigos que acechan al hombre como la enfermedad y la locura, y contra los cuales es preciso defenderse por dignidad, es decir, para llegar al final de la vida con un cierto decoro evitando en lo posible molestar a la gente, lo mismo que un periódico debe ser cerrado en el estado en que lo abrimos, más manoseado si se quiere, pero de ninguna manera deshojado o destruido. Y no en consideración a nadie, puesto que nadie nos lo dijo ni a nadie debemos devolverlo, sino en la medida en que siempre es preferible luchar contra la negligencia, así se nos diga que a la larga perdemos inexorablemente, porque hasta el mismo periódico irá a parar al tacho de la basura. En otras palabras, ya entonces, y a su manera, Lina consideraba imperdonable ceder a toda forma de abandono, por mucho que su abuela aludiera a la intervención de aquellas fuerzas misteriosas, especialmente si el abandono conducía a casarse con un hombre como Benito Suárez.

Porque Lina lo conocía. Lo había conocido un sábado de carnaval en circunstancias más bien insólitas, aunque este adjetivo, utilizado por Lina deliberadamente al referirle después lo sucedido a su abuela con el fin de no verse acusada de exageración, ni de lejos ni de cerca correspondía a la escandalosa manera como Benito Suárez había surgido ante ella, irrumpiendo en su vida y allí instalándose, pues a partir de ese momento, y dada su amistad con Dora, a Lina no le cupo la menor duda de que aquel hombre iba a cruzar más de una vez su camino y siempre para provocarle el mismo asombro, y a veces, la misma helada rabia que sintió al verle detener su Studebaker en la esquina, y salir de él, y perseguir a Dora que ya había descendido con la cara llena de sangre y corría ciegamente hacia la puerta principal de su casa.

Destaca la editorial: «En diciembre llegaban las brisas» contiene múltiples voces que se tejen alrededor de las contradicciones del mundo femenino, en un universo narrativo que combate tanto las ataduras de una vida burguesa y tradicional como sus formas de representación. / Archivo

A Lina le llevó mucho tiempo comprender el alcance de lo ocurrido, en fin, no supo que el simple hecho de haber sido testigo de aquella escena la había cambiado, o más precisamente, había puesto en marcha el mecanismo que de manera irrevocable iba a cambiarla. Fue algo que intuyó después, con los años, al advertir que su memoria conservaba hasta el último detalle de aquel sábado de carnaval en que vio por primera vez a Benito Suárez: el Studebaker azul frenado bruscamente en la esquina de su casa, ella mirándolo aturdida desde la ventana del comedor, sentada frente a la mesa de caoba donde podían comer doce personas y sobre la cual había sus cuadernos, el rollo de papel pergamino que acababa de cortar para dibujar el mapa de Colombia con sus ríos y montañas; había también un gomero y un frasco de tinta china, y el montoncito de arena que pensaba pegar allí donde las cumbres se abrían en volcanes: recordaría siempre el plumero saltando de sus manos y manchando la encerada superficie de la mesa, la enloquecida, vacilante carrera de Dora, Benito Suárez alcanzándola en el jardín y dándole otra bofetada en aquella cara que la sangre casi impedía reconocer, y luego ambas, Dora y ella, precipitándose a la puerta de entrada, Dora todavía por el jardín y ella atravesando la galería y abriendo la puerta y, de repente, golpeando con una de las sillas del corredor a Benito Suárez para impedirle, no entrar, ya había franqueado el vestíbulo y mostraba tanta determinación en su mirada que parecía imposible hacerlo retroceder, sino detenerlo. Sí. El asombro de verla a ella, la niña de trece años que acababa de reventarle en el hombro una silla de Luis XVI mientras le decía: “solté al perro y viene a destrozarlo”. El asombro y el golpe, quizás el dolor, eso lo detuvo.

Los segundos, se acordaría Lina, en que pudo coger la mano de Dora y arrastrarla por la galería hasta el comedor y allí esconderse con ella detrás del saibor donde se ocultaba de niña cuando su abuela la perseguía llevando en la mano el aborrecido frasco de Magnesia. Jadeando, de imprevisto bañada en sudor, la cara de Dora recostada sobre sus piernas y aquella sangre pegajosa que le manchaba el blue-jean; diciéndole a Dora en voz baja: “deja de llorar o nos matará a las dos”. Porque Benito Suárez quería matarlas: así lo gritaba mientras recorría la casa desierta dándoles puntapiés a los muebles y tratándola a ella, Lina, de criatura malparida. Se lo había oído gritar cuando entró al comedor y de un manotazo tiró al suelo sus cuadernos; había escuchado su respiración jadeante, esa entonación de su voz desprovista de toda cualidad humana, que era, le pareció, el gemido de un animal tratando rabiosamente de producir sonidos susceptibles de transformarse en frases. Fue tal vez aquel tono desarticulado a fuerza de ira, lo que trajo a la mente de Lina la imagen del perro; no el recuerdo de los setters que sin embargo estaban ladrando histéricamente en el patio: el perro, que no tenía raza ni nombre, jamás ladraba: pero había en su silencio la misma capacidad de odio, el mismo impulso asesino del hombre que pateaba el saibor detrás del cual ella apretaba la boca de Dora para impedirle gritar. Así que pensó en el perro, y no de la manera atolondrada en que lo hizo al reventarle a Benito Suárez aquella silla en el hombro, sino con frialdad, con una repentina astucia que más tarde la asombraría a sí misma; es decir, cuando le contó a su abuela cómo se había deslizado por la galería apenas dejó de oír el balbuceo disparatado de los insultos, y se acercó al árbol donde el perro estaba amarrado, y, llevándolo sujeto por la argolla del collar, buscó a Benito Suárez hasta encontrarlo en el corredor, junto a la silla caída en el suelo. Sorprendida, más sorprendida aún cuando su abuela le comentó: “yo, en cambio, te imagino muy bien trayendo a ese condenado perro para echárselo a Benito Suárez”.

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Sin embargo, mucho antes de lo que llamaría la primera escaramuza (habría tantas otras que Lina terminaría acostumbrándose a reconocer en aquel hombre un enemigo natural, casi inofensivo a fuerza de prever sus reacciones y, cosa para ella inexplicable, de quererlo sin dejar por ello de considerarlo un enemigo) Lina había comenzado a hacerse una idea sobre la clase de individuo que era Benito Suárez.

* Se publica con autorización de Penguin Random House Grupo Editorial, sello Alfaguara. La novela “En diciembre llegaban las brisas” fue merecedora del Premio Grinzane Cavour en 1989 y finalista del Premio Literario Internacional Plaza y Janés. Marvel Moreno publicó en 1992 su segundo libro de cuentos, “El encuentro y otros relatos”. Murió en 1995 en París, poco después de terminar un tercer libro de cuentos, “Las fiebres del Miramar”, que hace parte de la compilación de sus “Cuentos completos” (Alfaguara, 2017), y su última novela, “El tiempo de las amazonas” (Alfaguara, 2020).

Por Marvel Moreno * / Especial para El Espectador

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