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Fragmento de “Los espantos de mamá”, la nueva novela de Gilmer Mesa

Random House publica esta ficción inspirada en el barrio Aranjuez de Medellín y en “La divina comedia” de Dante. Tras perder su trabajo, un hombre acepta un puesto burocrático en el Cementerio General. Allí se encontrará con los espantos de la ciudad y su mamá será su refugio.

Gilmer Mesa * / Especial para El Espectador

10 de septiembre de 2025 - 11:00 a. m.
Gilmer Mesa: nació en 1978 en Medellín, Colombia. Es licenciado en Filosofía y Letras y magíster en Literatura de la Universidad Pontificia Bolivariana de Medellín. Es profesor en varias universidades de la ciudad. Es autor de La cuadra (Random House, 2016), ganadora del Premio de la Cámara de Comercio de Medellín, de Las Travesías (Random House, 2021) y Aranjuez (Random House, 2023).
Foto: Camila Granados Arango
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El primer día

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«Por mí se va a la ciudad doliente;

por mí se entra en el dolor eterno;

por mí se llega a la perdida gente».

Dante Alighieri – Infierno, Canto III v. 1-3

¡¡¡Devuélvanme a mis hijos!!!, gritó como recibimiento en mi primer día de trabajo una mujer desgastada y flaca, apostada en la entrada del Cementerio General, mujer que luego se convertiría en mi compañía constante y en la razón de mi permanencia en ese puesto, al que llegué empujado por mi antigua amistad con Jorgito, un compañero de clases, sobrino de un político local, quien además era el dueño de la universidad en la que estudiamos. Hice caso omiso del reclamo pero me llamó la atención su mirada, honda y tenue y con un brillo interior que mezclaba intensa rabia con tristeza. Creí que se trataba de una loca más de las que pululaban en las calles de Medellín, solo que me pareció que su actitud calmada y su vestimenta limpia y en su punto no se correspondían con las de una enajenada, por lo que rápidamente abandoné ese pensamiento peregrino y me dirigí en busca de la oficina de quien sería mi jefe. Me recibió una mujer treintañera muy bonita que se presentó como su secretaria, verificó mi nombre en un listado y me hizo pasar; al franquear la puerta vi a un hombre de unos cincuenta años vestido de bluyín y camisa blanca que me saludó de mano diciendo su nombre, con un gesto me indicó que me sentara y mirándome a los ojos me preguntó: ¿Y usted es cuota de quién? La duda me molestó porque no me la esperaba y cuando pasados un par de segundos pude procesarla me intimidó y me hizo sentir culpable, pues en efecto sí era cuota de alguien, lo que me convertía en lo que había criticado y despreciado toda la vida; un rosquero que aceptaba un puesto para el que no estaba calificado y del que desconocía casi todas sus funciones, amparado en el favor de un político bellaco al que desdeñaba, pero a quien acudí cuando me gasté hasta el último centavo de mis ahorros en una borrachera de veinte días que me dejó sin trabajo y en un hospital con una ulcera estallada y tuve que tragarme mi orgullo y dignidad como me tragué los cuarenta litros de ron y guaro que me hicieron ajustar mi parecer y arrastrarme como un perro a la oficina de Jorgito con la cara ardiendo de contrariada y las manos aún temblorosas que denotaban la grieta en mi sistema nervioso y, masticando las palabras mientras remolcaba la mirada desde el piso por vergüenza, culpa y rabia conmigo mismo, mintiéndole sobre mi situación, aduciéndola a unos ataques epilépticos que fueron reales aunque la causa había sido la abstinencia y no la condición que me inventé cuando inquirió por el motivo de mi ingreso a la clínica y la razón de mi renuncia y actual desempleo, él me escuchó con una expresión neutra —que me desconcertaba a medida que avanzaba porque sentí como una representación que él me permitía hacer para cumplir con nuestra amistad pero que en el fondo sabía la verdad, pues últimamente se habían repetido tanto mis episodios que se estaban convirtiendo en un secreto a voces y cada día más gente se enteraba de mi problema con el alcohol por mis constantes ausencias y las posteriores renuncias a los trabajos— y cuando terminé dejó escapar una sonrisa cómplice que confirmó mis sospechas antes de decirme Qué vaina, güevón, pero fresco, que todos tenemos cosas malucas adentro, y mientras yo balbuceaba un hipócrita y amargo Gracias que me descompuso el estómago como si hubiera tragado una comida pasada, él volvió a su seriedad impostada de servidor público y rebuscando una carpeta de manila repasó en ella un listado de empleos disponibles para, sin mirarme, preguntarme ¿Cómo la vas vos con los muertos? No supe qué responder hasta que me interrogó con los ojos y yo le dije, haciéndome el divertido, Pues bien, hermano, no he tenido quejas al respecto hasta el momento, él volvió a mirar la lista y me respondió Entonces te voy a poner en el Cementerio General, eso te queda cerca de la casa y el sueldo es decente, ¿Y qué voy a hacer yo en el cementerio, hermano?, le pregunté y él con su cara de político que finge un apuro que no tiene para despacharme rápido me dijo Ah, yo no sé, allá hay mucho que hacer, eso está tirado, presentáte el lunes a las 8:00 a m y hablás con el coordinador, él te dirá qué tenés que hacer porque yo de eso sí no sé nada y ahora sí, hermanito, te dejo porque tengo una reunión, yo me levanté y tragándome de nuevo la rabia por mi falsedad le di la mano y le agradecí echándome a la espalda con esa despedida el fardo grande de la impostura de una vida que promulgamos recta y digna hasta que nos apremia y contemplamos con sorpresa degradada que somos capaces de hacer lo que juramos que no, y que lo que considerábamos indigno en los demás ahora lo justificamos en nosotros mismos porque en esta vida y en esta sociedad sí que somos hijueputamente flexibles para amoldarnos a cualquier tipo de corrupción siempre y cuando nos favorezca, pero si beneficia a otros denunciamos, pataleamos y maldecimos a quienes participan de ella, qué ética tan plástica y amañada mantenemos, porque en realidad lo que nos molesta no es la corrupción sino que no nos toque. Ese peso se presentó de nuevo hundiéndome hasta el fondo de la silla cuando estuve frente al coordinador majadero que con su pregunta ponía las cosas en su lugar y me daba un baño de realidad como bienvenida. Entre dientes le respondí diciéndole el nombre del tío de Jorgito y noté cómo su cara se distendió, y simulando una sonrisa que se le caía de la boca me respondió con la sobradez moral que exhiben los torcidos cuando se dirigen a un cómplice de menor rango pero igual de corrupto: Ah, no, hermano, entonces aquí vamos a trabajar muy bien y sin problemas, usted viene para el puesto de coordinador de campo, por lo tanto va a tener un equipo a su cargo, ellos deben llegar entre esta semana y la otra, porque apenas estamos en contratación, usted bien sabe que con el cambio de administración mientras se acoplan pueden pasar años, pero aprovechemos para que conozca el lugar y se vaya enterando de sus funciones y de cómo se mueven las vainas aquí, y sin más preámbulo se paró de su escritorio y tomando su chaqueta para sacar un paquete de cigarrillos me convidó, Camine le muestro el patio de juegos de los muertos pobres. Al salir encendió un cigarrillo, yo hice lo mismo y empezamos a caminar desde el fondo del cementerio, donde quedaba su oficina al lado del horno crematorio recién remodelado, por la calle central en dirección a la entrada; el camino, de unos quinientos metros, atravesaba el camposanto y lo recorrimos despacio deteniéndonos cada tanto en los lugares significativos mientras me contaba su historia: la necrópolis había sido diseñada por el maestro Pedro Nel Gómez en 1933 como parque cementerio, pero como todo en este país el impulso duró apenas lo que duró la administración que lo contrató, pues las siguientes perdieron el interés y ejecutaron apenas el veinte por ciento del diseño original, por lo que estábamos paseando por un cadáver arquitectónico desfigurado, mutilado, olvidado, alterado e irreconocible como la mayoría de los muertos que ha albergado desde su origen, porque al quedar incompleto su objetivo primordial, que era alojar cadáveres de todos los credos y condiciones, como lo indica su nombre, también quedó menoscabado y la gente prejuiciosa y recelosa de la ciudad lo desdeñó por feo, inconcluso y decadente con lo que quedó reducido a ser el cementerio de los pobres, los desahuciados, los desamparados y los sin nombre ni familia desde el principio, que era lo mismo que yo había escuchado sobre el sitio toda la vida, me contó que había algunos mausoleos pertenecientes a gremios y organizaciones, como el de los linotipistas, el de los bomberos —que alguna vez tuvo un bajorrelieve del maestro Octavio Montoya—, el de los policías y el de las fuerzas militares —que no quisieron usarlo porque cuando lo instalaron ya el cementerio cargaba su nefanda fama—, el de los ferroviarios, el de los funerarios y el de los pensionados y jubilados, y yo escuchaba sus ilustraciones con curiosidad creciente porque era un buen narrador y porque el sitio se prestaba; era una ruina decadente, nada en él brillaba y hasta lo nuevo parecía gastado, como el mausoleo que acababan de inaugurar en honor a las víctimas del conflicto armado o como las hileras de bóvedas pintadas de colores que simulaban barras estadísticas nomencladas con los años en que habían muerto quienes las ocupaban. Dichas bóvedas recibieron los restos de un antiguo cementerio de la ciudad llamado San Lorenzo, cuando la administración de turno decidió transformarlo en un parque porque se había convertido en plaza de vicio y de consumo de los drogadictos del barrio Niquitao, en donde estaba ubicado, y que era uno de los más sórdidos e inseguros de la ciudad, famoso por su vida narcótica, nochiega y delincuencial, como si todo lo que intentara pelechar en ese suelo naciera extinto, agonizante, mortecino, como si cada cosa, cada emplazamiento, árbol y manga estuvieran patinados por el tufo de la muerte. Aunque me atraía poderosamente el aire tumefacto que se respiraba y el contexto que mi interlocutor nombraba, empecé a sentir lo que se convertiría en una constante durante mi estadía en ese lugar; una desazón sin nombre, una congoja genuina sin motivo aparente, un envejecimiento del alma y los sentidos, un cansancio que oprime y ahoga y que luego entendería como las emociones que experimenta el que custodia la muerte de otros mientras tempera la propia que vigila a lo lejos discreta pero segura; con esa sensación en el estómago arribamos a la entrada y, mientras el coordinador me contaba sobre la fuente que diseñó y construyó el genio de Anorí, volví a contemplar a la mujer marchita parada donde la había dejado hacía rato; al vernos nos gritó con una voz rotunda que no parecía salir de su cuerpo enjuto: ¡¡¡Devuélvanme a mis hijos!!! El clamor nos convocó a ambos, pero mi compañero hizo un gesto de desagrado y entró a la caseta del celador dejando atrás el grito y a quien lo prorrumpía, yo, en cambio, me quedé mirando a su autora ensimismado en esos ojos hondos e increpadores hasta que la voz de mi jefe me convocó de nuevo a seguirlo ¿Qué hubo pues, se va a quedar ahí mirando a esa loca? Caminé hacia él para preguntarle quién era la mujer y él repitiendo el mohín desganado me contestó No le pare bolas, que está loca, Es difícil no pararle bolas a esa mirada, pero ¿quién es? Y ¿por qué grita eso?, le dije y él, observándola de soslayo mientras me empujaba adentro de la caseta, me dijo Una loca que viene todos los días a reclamarnos los cuerpos de sus hijos porque jura y rejura que están aquí, pero no tiene ninguna prueba que la avale, solo la intuición de madre y seguramente las ganas de encontrarlos porque están desaparecidos, así que hermano acostúmbrese a verla porque lleva viniendo desde hace mucho tiempo, todos los días a gritarnos lo mismo… Ya hace parte del inventario, dijo sonriendo y continuó: Y no es solo ella, que es la más incisiva, sí, pero casos así nos toca atender todo el tiempo, gente que reclama cuerpos porque sospechan, o alguien les dijo, que están aquí; en este país hay más desaparecidos que cementerios, y se calló de golpe. Yo pensé para mí, sin decírselo porque desconocía por completo al tipo y lo que había visto de él no me producía confianza, que el país entero era un amplio cementerio de muertos sin nombre y sin historia que alguien o álguienes decidieron utilizar como fosa para tapar sus crímenes y que no aparecieran en los listados y estadísticas; esa es la historia de los desaparecidos, no es que nos matemos menos o que hayamos dejado de matarnos, es que ahora escondemos mejor a los muertos: ¿Y sí están aquí?, pregunté, y él, mirándome extrañado, me dijo: ¿Quiénes? Sus hijos, respondí yo, el coordinador agachando la cabeza mientras me invitaba a sentarme en dos sillas plásticas y le pedía dos tintos al celador me dijo soltando un suspiro de decepción Ay, mijo, lo dudo, pero no lo descarto, esto aquí está lleno de muertos anónimos, sin procedencia ni relación, sin memoria ni familia porque de verdad no tienen o porque quienes los pusieron aquí se las quitaron para que nadie los encontrara.

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* Se publica con autorización de Penguin Random House Grupo Editorial.

Por Gilmer Mesa * / Especial para El Espectador

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