La vida y la obra de Francisco Cano (1865-1935) se desarrollaron en medio de una transición entre la tradición decimonónica y la modernidad de las primeras décadas del siglo XX. Por ello, como afirma Santiago Londoño Vélez, curador de la exposición ‘Francisco Cano: la mano luminosa’, Cano experimentó las fricciones causadas por la búsqueda y valoración de un arte que expresara valores nacionales frente al arte académico, que se percibía como algo foráneo, ajeno. Como dibujante, pintor y escultor trabajó en encargos que alimentaron el imaginario patriótico e institucional y, de manera marginal, en una serie de pinturas caracterizadas por la interpretación libre del paisaje en las que, tal vez sin quererlo, terminó alejándose de las convenciones académicas que defendió para acercarse al impresionismo, un movimiento vanguardista.
Francisco Cano nació en Yarumal, en el seno de una familia rural humilde. Fue hijo de un artesano, José María Cano, con quien aprendió a usar sus manos, a desarrollar la habilidad básica del oficio artístico. En ese entonces, estaba vigente un régimen federal basado en libertades individuales que fue sucedido por un período de hegemonía conservadora, la Regeneración. En oposición al modelo precedente, se adoptó una Constitución basada en un gobierno central con amplios poderes. En ese lapso el arte académico cobró importancia, tanto que en 1886 entró en funcionamiento la Escuela de Bellas Artes, cuyos focos temáticos fueron el retrato, la pintura de paisajes y las imágenes religiosas, que por ese entonces recuperaron su protagonismo. Esos también fueron los temas más trabajados por Cano antes de viajar a Europa, y junto con las obras históricas conmemorativas se convirtieron en los temas más frecuentes a lo largo de su carrera.
Durante su trayectoria, Cano se vinculó al Club de los Amigos, un grupo de jóvenes que buscaban promover la cultura y las buenas costumbres en Yarumal. Aunque carecían de imprenta y de recursos, publicaron un periódico manuscrito en tres ejemplares, para el que Cano colaboró como uno de los ilustradores. Hizo dibujos y viñetas que hoy se cuentan entre sus obras más tempranas. También subsistió como retratista de personas vivas y fallecidas, a las que pintaba a partir de descripciones orales o fotografías. Dictó clases de pintura y dibujo y se acercó a la fotografía, el grabado, la ilustración y la edición. Se vinculó a la Escuela de Bellas Artes, de la cual fue nombrado director en 1923. Por último, en 1930 fue elegido como integrante de la Academia Colombiana de Bellas Artes, que buscaba promover y proteger el patrimonio cultural de Colombia.
Su carrera muestra, entonces, que Cano fue todo un artista del siglo XIX, porque el arte fue algo más que su oficio, fue su vida entera. Ese es el caso de los artistas decimonónicos, para quienes el arte y la vida eran términos indisolubles. Algo más que esa manera de vivir compartió con los bohemios y dandis europeos -aunque se alejara de ellos en términos artísticos-; esto es, que para ser artista y un intelectual, había que estar en París. Lo mismo pensaban las clases educadas de aquella nación que se iba constituyendo en este territorio a lo largo del siglo XIX: había que ir París; la Ciudad Luz, la capital del mundo, la capital del arte.
Así lo hizo: viajó a Europa en 1898 e ingresó a las academias Julian y Colarossi en París, mientras subsistía con colectas que se hacían en Yarumal, gracias a las cuales pudo permanecer más tiempo en Europa y visitar los museos de varios países.
De vuelta en Bogotá, donde permaneció desde 1912 hasta el año de su muerte, pintó uno de sus cuadros más importantes: Horizontes (1913), que puede leerse como una interpretación visual del ideario republicano defendido por Carlos E. Restrepo, presidente de Colombia entre 1910 y 1914 y primer propietario de la obra. El cuadro representa a una pareja de campesinos, con su pequeño hijo en brazos, que hace un alto en la búsqueda de una tierra para asentarse. El gesto del brazo izquierdo extendido del padre colonizador es una cita de la mano del Creador dándole vida a Adán en el fresco de Miguel Ángel Buonarroti en la Capilla Sixtina. No sólo por eso Horizontes es renacentista: lo es porque está construida a partir de la proporción áurea y con una rigurosa estructuración geométrica (en el Renacimiento la ciencia estaba detrás del al arte, eran disciplinas que se fundían). Y es “miguelangelesca” no sólo por la mano humana que se extiende para tocar a Dios, sino por las formas robustas que se asemejan a las figuras escultóricas de las pinturas de Miguel Ángel, los colores, los protagonistas de la pintura, las texturas. El parecido de Horizontes con La Sagrada Familia (1507) de Miguel Ángel salta a la vista. Seguramente la pudo apreciar en algún viaje a Florencia.
Pobre, marginado como académico y criticado como artista académico por las nuevas generaciones, Francisco Cano murió en Bogotá a los 69 años, el 10 de mayo de 1935. En su testamento señaló que moría fuera de toda religión y dispuso que lo enterraran sin ninguna identificación.
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