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Gabo: cartas y recuerdos

Recordó en su presentación cuando le sugirió a García Márquez que eliminara un capítulo de ‘La hojarasca’, gesto que fue agradecido por el Nobel, quien tuvo a bien retirarse a tiempo del periodismo para dedicarse a la literatura.

Isabel-Cristina Arenas / Barcelona
14 de febrero de 2013 - 10:00 p. m.
Plinio Apuleyo Mendoza admitió en Barcelona que no tuvo la fuerza que se requería para dejar el periodismo.  / Archivo
Plinio Apuleyo Mendoza admitió en Barcelona que no tuvo la fuerza que se requería para dejar el periodismo. / Archivo

En 2005 el huracán ‘Rita’ terminaría con Houston, lo iba a dejar igual que el Nuevo Orleans de Katrina pocas semanas atrás. Las personas que vivíamos allí en ese entonces teníamos que tomar una decisión, irnos o quedarnos. Ninguna de las dos tenía sentido. Era necesario escoger algunas cosas para una muerte segura, como si estuviéramos preparando una tumba egipcia sin lujos. Por lo menos así me sentía yo. Entonces elegí tres cosas, dos por esperanza y la otra porque hay que morirse lo más feliz posible: 1. el pasaporte colombiano envuelto en una bolsa plástica, 2. dólares en efectivo envueltos en una bolsa plástica, y 3. Vivir para contarla de Gabriel García Márquez. Y me senté a esperar, a leer y a esperar.

El pasado 11 de febrero el periodista colombiano Plinio Apuleyo Mendoza presentó su libro Gabo. Cartas y recuerdos (Ediciones B, 2013), en la Casa América de Cataluña. El autor comentó inicialmente la forma en que había conocido a Gabriel García Márquez, leyendo e interpretando con gracia algunas líneas del primer capítulo. Después recordó el momento preciso en que se hicieron amigos, en el invierno de 1955, en París, cuando el Nobel vio por primera vez la nieve. Ese fue el clic del autor, la foto mental que describe con exactitud de escena cinematográfica en su libro. Sin embargo, no tenemos la versión de García Márquez, y no tanto en este tema preciso, sino en otros tratados a lo largo del libro.

“La vida no es la que uno vivió, sino la que uno recuerda, y cómo la recuerda para contarla”, dijo García Márquez en sus memorias Vivir para contarla (Editorial Normal, 2002). Gabo. Cartas y recuerdos es exactamente eso, cómo recuerda su autor tantos años de amistad. Durante la presentación del libro se refirió a García Márquez como un amigo muerto en vida, pero feliz, quién había hecho lo que tenía que hacer: salirse un poco de periodista, sólo un poco, lo suficiente para poder mirar al pasado, y ser escritor, sin los afanes que implica la actualidad, y que en cambio él (Mendoza) no lo había hecho. Lo que me recuerda que en una de las cartas García Márquez le dice: “*escribe”. Y finaliza con esta posdata: “*en todos los sentidos”.

¿Cuál es el instante preciso, la foto mental —clic— que sirve como prueba del inicio de una amistad? Los clics no son simultáneos y quizá García Márquez tiene otro instante en su memoria, o en su corazón, que no es el momento en que vio por primera vez la nieve. Quizá fue antes, cuando Plinio Apuleyo Mendoza le dijo que a La hojarasca le sobraba un capítulo y entonces se dio cuenta de que podría contar con alguien que le dijera la verdad “en ese terreno sagrado que es la literatura, en donde no cabe la mentira”, como el autor dice en el prólogo.

Las cartas publicadas en el libro fueron escogidas con la ayuda de Rodrigo García, ahijado del autor, hijo del Nobel, y son documentos valiosos por su valor histórico y por las revelaciones que hace de su proceso de creación, de sus miedos, sobre todo al escribir Cien años de soledad. El autor se refiere a ellas como largas, constantes, ansiosas, sin sombra de prudencia, como se escriben los amigos que lo han compartido todo. En la del 22 de julio de 1967, García Márquez expresa su felicidad al sentir que la novela que está escribiendo desde los 17 años por fin llega a su fin; también confiesa que la disciplina de hierro que su amigo le atribuye no lo es tanto, que la disciplina se la da el tema y que cuando uno escribe algo que realmente le interesa, nada en el mundo es más importante que eso.

En medio del libro hay una serie de fotografías: García Márquez leyendo en un parque de Barcelona en los años setenta; en otra: Mario Vargas Llosa, Plinio Apuleyo Mendoza y sus esposas; y una especialmente particular: Estocolmo, octubre de 1982. García Márquez en ropa interior térmica blanca con sus amigos colombianos antes de recibir el Nobel, en donde se pueden distinguir la rosa amarilla de la suerte que Mercedes Barcha les había puesto a los amigos. Muchos de estos amigos hoy ya están distanciados, no se hablan por razones geográficas, discusiones que hace rato debieron caducar, o simplemente porque ya no es posible. Algunos son más célebres y ricos que otros, pero todos tienen algunos de los mismos recuerdos, o por lo menos, versiones parecidas.

Tomo prestada la idea del poeta y traductor catalán José María Micó cuando habla de sus poemas preferidos, y la adapto un poco: si tuviera que elegir cinco libros de García Márquez, no escogería Vivir para contarla, pero si tuviera que elegir uno solo, sería ese, y le pegaría con grapas, simulando los acordeones de pasaportes antiguos, Gabo. Cartas y recuerdos.

La posibilidad de ver nadar las hojas del libro no me dejaba concentrar en la lectura durante el huracán ‘Rita’, en 2005. Me lo imaginaba como pétalos sueltos de rosas amarillas de la suerte, por eso para la siguiente ocasión espero tener a la mano una bolsa plástica. Me sentaría a releer y a esperar.

Por Isabel-Cristina Arenas / Barcelona

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