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La memoria de los aficionados del fútbol colombiano tiene un capítulo campeón en la vida y obra de Gabriel Ochoa Uribe. Los mayores de 80 años fueron testigos de sus victorias como arquero en América de Cali, Millonarios y América de Río de Janeiro. Las siguientes generaciones lo vieron conquistar cinco estrellas como director técnico de Millonarios, una con Santa Fe y siete con América. Trece títulos nacionales y tres finales fallidas de la Copa Libertadores. Se retiró en 1990 y antes de que falleciera este sábado a los 90 años, tres periodistas habían decidido armar una selección de titulares de su vida para contarla.
(Así recordaba Gabriel Ochoa Uribe a Millonarios y América)
El resultado es un libro para recordar con once testimonios para leer más de una vez. Las voces de Cecilia Perea, su esposa. Jaime “El Pantalonudo” Arroyave, su primer colaborador y cazatalentos. Willington Ortiz, la obra maestra. Jorge Luis Pinto, el alumno. Humberto “Tucho” Ortiz, el asistente. Julio César Falcioni, el arquero que lo dejó dormir. Ricardo Gareca, el goleador. Francisco Maturana, el último adversario. Carlos “El Pibe” Valderrama, la unión que no pudo darse. Su hijo Carlos Germán Ochoa, que heredó su pasión por el fútbol y la medicina. El hincha y periodista Iván Mejía.
Todos compartiendo añoranzas de aquellos tiempos en los que Ochoa fue el técnico referente de los campeones de Colombia. La veladora que nunca le faltó prender a San Judas Tadeo antes de cada partido del América, menos un día que enfrentó a Nacional —se olvidó hacerlo— lo hizo Cecilia y ese día Falcioni tapó dos penales. “Jamás vi un técnico tan capacitado en los intermedios de los partidos para darle vuelta a un resultado”, agrega Jaime Arroyave, que lo interpretó por walkie-talkie, en tiempos de Millonarios en los que el médico prefería situarse al lado izquierdo de la tribuna.
La historia de Willington Ortiz que es cuento aparte. Lo llevó Jaime Arroyave, jugaba de 10, pero Ochoa tenía en esa posición a Alejandro Brand. Así que lo puso de puntero derecho y le ordenó terminar su bachillerato en jornada nocturna. Debutó en 1972 y ese mismo año salió campeón. Pero en 1977 los jugadores se le pararon al estricto Ochoa. Willington Ortiz admite que estuvo del lado del grupo y el DT se fue. A los dos años triunfaba con América de Cali, donde el jugador tumaqueño fue a dar en 1983, aunque tuvieron que convencer al médico de que volviera a aceptarlo. Después triunfaron y sufrieron juntos muchas veces.
Lo de Jorge Luis Pinto obedece a que estudiaba Educación Física en la Universidad Pedagógica en Bogotá y un día de 1972 apareció Ochoa ofreciendo una pasantía. Lo escogieron y terminó como preparador físico de las reservas de Millonarios. Cuenta que era tal la obsesión del médico, que tenía un Volkswagen naranja, lo recogía para ir al entrenamiento y en el trayecto escuchaban la grabación del último juego. Lo llama “padre, consejero y orientador” y continúan hablándose. A Pinto le sobran argumentos para defender el trabajo de su mentor y asegurar que su sistema sigue vigente.
Los autores del libro definen a Humberto “Tucho” Ortiz como “el cómplice”. Ni más ni menos, aunque cuando comenzó esa alianza con Ochoa, el estratega también antioqueño ya acumulaba un recorrido respetable. Desde 1955 trabajó con la selección de su departamento y entre 1969 y 1980, con intervalos para dirigir a Medellín y Millonarios, ganó once títulos. En 1979 se fue como el copiloto de Ochoa Uribe al América y lo ganaron todo. En las escasas treguas de la faena de pulir jugadores, hubo tiempo para compartir con sus esposas, noches de tangos y milongas en torno a unas pocas copas.
“No conocí nunca a ningún técnico que descifrara tan bien al adversario. Cuando Gabriel hablaba con cada uno de los jugadores, les daba todo masticado. Les advertía de qué cuidarse, cómo moverse, qué hacer, cuándo ir por dentro y cuándo por fuera. Era extremadamente minucioso”, pormenoriza “Tucho” Ortiz en su testimonio. Los autores agregan que Ochoa y Ortiz disputaban juntos partidos de más de diez horas, que iniciaban a las tres y media de la tarde en el Pascual Guerrero de Cali y terminaban a las cinco de la mañana en la casa del médico revisando y repasando los videos.
Por el equipo de los diablos rojos de los tiempos de Ochoa y “Tucho” pasaron extranjeros memorables —González Aquino, Juan Manuel Bataglia, Roberto Cabañas, César Cueto o Roque Alfaro—, pero hay dos nombres que el fútbol internacional sigue reconociendo: Julio César Falcioni y Ricardo Gareca. El primero durante ocho años fue el cerrojo escarlata de Ochoa. “El médico trabajaba conmigo todos los días de manera separada y aplicaba unas exigencias por encima de lo normal”, comenta. Una raíz de entendimiento desde la misma fórmula: ambos fueron arqueros y directores técnicos.
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En cuanto a Gareca, los autores recuerdan que llegó el 20 de julio de 1985 a América y el 2 de agosto, durante un entrenamiento en Cascajal se rompió los meniscos de la rodilla derecha. Con Ochoa alcanzaron a estar en contravía, pero después ganaron dos campeonatos y El Tigre marcó 85 goles en cinco temporadas. “El médico siempre fue un adelantado del fútbol (…) jugaba bastante parecido a como se juega hoy. (…) La instrucción que impartía es que todo el mundo trabajara en la parte defensiva y en la parte ofensiva. Por eso América llegó tan lejos: era un equipo difícil de superar, donde todo el mundo trabajaba”.
Francisco Maturana fue el defensor central del Atlético Nacional que lo enfrentó en los años 70 y que, a partir de 1986, marcó la transición del éxito en la dirección técnica del fútbol colombiano. Una semana después de ganar la Copa Libertadores de 1989, le escribió al médico una misiva en la que le ofreció el título, “como un afectuoso reconocimiento a su persona y a su ejemplo”. En su testimonio define por qué lo considera su inspirador, el hombre que le enseñó el camino desde el trabajo incansable. Por cosas del destino, Ochoa dejó la dirección de América a Diego Umaña, y este se la dio a Maturana, que salió campeón en 1992.
“Tendría que mandarle un mensaje diciéndole: médico, nos quedamos a un milímetro de la gloria”, apunta el periodista Iván Mejía en su entrevista, como es habitual en él, sin satisfacción completa. El Pibe Valderrama lamenta que no haya podido jugar bajo su tutela porque lo seleccionó para las eliminatorias al mundial de 1986, pero lo dirigió “Tucho” Ortiz, pues Ochoa también jugaba la final de la Libertadores ante Argentinos Juniors, que perdió por un penal. Después fueron dos finales más con River y Peñarol, la última terriblemente perdida en el minuto 120 del tercer encuentro, con un gol agónico que todos recuerdan en el libro.
“Gabriel entró al cuarto y dijo que Dios lo había querido así y respetaba eso”, confiesa su esposa Cecilia Perea. Su hijo Germán Alberto Ochoa lo ratifica, y agrega su testimonio: “ Cabañas me decía, Beto metámonos a la cancha, tiremos balones, acabemos esto, pero papá se percató de lo que estábamos tramando y de inmediato nos frenó (…) Al minuto Diego Aguirre hizo el gol y perdimos la Libertadores”. Momento difícil para la familia americana y para Ochoa. Su hijo Germán Alberto estaba a su lado y lo oyó comentar sin protesta: “Dios no quiso que esta copa fuera para nosotros, estaba en otras cosas”.
(La relación entre Francisco Maturana y Gabriel Ochoa Uribe)
En cambio, no ocultó su dolor un día de enero de 1982, cuando regresaba de un partido y oyó en la radio que había muerto de un infarto en Medellín, el maestro Osvaldo Juan Zubeldía, técnico del Atlético Nacional y revolucionario del fútbol. Su hijo médico lo recuerda en el libro: “Papá se puso mal. Hizo parar el carro, se bajó, prendió un cigarrillo, y ese fue el último de su vida”. Ochoa y Zubeldía fueron rivales en la cancha, pero por fuera se hablaban y, además del fútbol, compartieron otra afición: la hípica, como Maturana. Porque no todo es fútbol en la vida del médico Gabriel Ochoa Uribe.
Los autores lo visitaron su casa en Cali en mayo del año pasado. Constataron que, aunque “se agita al hablar y prefiere el silencio”, conserva una lucidez envidiable para evocar recuerdos. A su lado, desde hace 63 años, se mantiene su esposa Cecilia Perea, a quien conoció en un quirófano, inconsciente, con catorce fracturas después de sufrir un accidente. La curó, la acompañó en sus terapias y después se casó con ella. Entre varias décadas de recuerdos, hoy es la depositaria principal de sus secretos deportivos del médico y sabe, por eso, que lo único que guarda es el tablero de sus alineaciones, un pito, un cronómetro y algunas de sus medallas y trofeos.