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Cosmografías, Gabriel Silva (Meninas frente al espejo)

La exhibición “Entre visiones y lugares”, en la que participan los artistas Gabriel Silva y Valeria Alfonso, estará abierta en la Galería El Museo hasta el 5 de julio. Este texto explora los intereses de Silva y los procesos detrás de su obra.

María Elvira Ardila

17 de junio de 2025 - 07:23 p. m.
“El guía” (2024) es una de las obras de Gabriel Silva que hacen parte de la muestra.
Foto: Galería El Museo
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Cuando veo a Gabriel Silva lo saludo y le digo: ¿qué dice el Bosco contemporáneo? No es una frase lanzada al azar, ni una analogía gratuita, y mucho menos estoy tomando del pelo al artista. Esa relación la he pensado varias veces, y cada vez me convenzo más de que existe un puente entre El jardín de las delicias de Hieronymus Bosch y las pinturas y los objetos de Silva.

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De hecho, ya lo había intuido en su exposición “La nave de los locos”, donde algunas de sus piezas —árboles secos, cerámicas, escenas fragmentadas— convocaban esa atmósfera de visión, de exceso, de exilio voluntario. En ese momento señalé cómo ciertas pinturas suyas parecían evocar no solo el mundo del Bosco, sino también las visiones de William Blake. Hay algo de revelación y desorden sagrado en lo que Gabriel construye. Al igual, cuando visité su estudio encontré una joya: una edición maravillosa del Bosco que compró en Bélgica. Está allí como un libro de estudio y cargado de sentido. No se trata de una referencia impuesta desde afuera, sino de algo que ya forma parte de su archivo vital. Como si, en algún momento, ese Bosco lo hubiera elegido también a él. Una forma silenciosa de confirmar que esa relación entre ambos no es invención, sino afinidad profunda. Visiones que se reconocen, aunque hablen en lenguajes distintos.

La obra de Silva no se impone ni se explica. Aparece como un campo sensible donde lo vegetal, lo volcánico, lo animal, lo psíquico, lo esotérico coexisten sin jerarquía. No hay una escena central, no hay moraleja. Como en el Bosco, la imagen se expande hacia los márgenes, crece hacia adentro, se abre al delirio y al detalle. Las figuras mutan, las escalas se borran. Uno no sabe si está viendo una célula, un planeta o una fuente de energía en plena expansión.

Nacimientos cósmicos, ritos, irradiaciones estelares que evocan fuerza, vibración, transformación y desborde sin quedar en lo literal: todo se condensa en su pintura creando nuevos territorios. Silva trabaja con lo invisible, como si cartografiara lo que no ha sido nombrado. Sus obras podrían leerse como cosmografías sensibles: mapas de un universo íntimo, donde lo que fluye no son coordenadas, sino estados de energía. En ese mismo registro aparece una pintura donde figuras en peligro de extinción flotan entre bosques incendiados, como si esa geografía del colapso condensara no solo el presente ecológico, sino también el fuego simbólico del Bosco.

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Sus pinturas sugieren una atmósfera en donde paisajes y cuerpos están presentes en distintas escalas, hay conciencia de lo enorme y lo pequeño, de lo interior y lo exterior; todo lo que allí sucede configura en la exposición un viaje por distintas dimensiones que podría incluso no tener un tiempo asegurado: en un posible pasado, presente o futuro. La exploración del espectador exige una mirada introspectiva, de detalle, en la que hay que dejar libre el inconsciente.

La pintura evoca la grandeza del universo, sus niveles, dimensiones y cómo la vida humana entra en diferentes escalas a habitarlo. Algunas veces incluso se filtran figuras del Bosco: la jirafa, sirenas volando, seres antropomorfos, fuentes y otros detalles del tríptico. No lo hace como cita literal, sino como aparición, como eco. Los personajes de Silva no buscan protagonismo: a veces apenas se perfilan, son como cuerpos astrales, cuerpos en tránsito de un mundo a otra dimensión. También encontramos seres en peligro de extinción y un bosque calcinado; en el primero se hallan figuras atrapadas en un paisaje que evoca los infiernos del Bosco. No es una pintura que hace referencia al castigo, sino una visión de lo que queda después del colapso: residuos, supervivencias, pasajes intermedios. Como si el infierno no fuera una condena moral, sino un estado mental, o una capa más de la materia. Hay una resonancia inevitable con el incendio del Bosco, ese fuego caótico que arrasa con todo. Pero en Silva no hay condena ni redención: hay memoria del daño y una advertencia muda. Una visión que no separa lo simbólico de lo actual, sino que los funde, como si el apocalipsis ya no fuera una amenaza futura, sino una imagen del presente.

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Silva no parte de una idea fija. Sus obras no se planifican, se van descubriendo. A veces parece que las pinta, pero en realidad muchas veces las deja aparecer. Es como si se pusiera al servicio de la imagen, y no al revés. Trabaja por capas, sin prisa. Hay una relación con el tiempo que no se acomoda a los calendarios ni a las exigencias de producción. Él deja que las cosas respiren, que sedimenten. Muchas veces guarda una pieza durante semanas o meses, la deja secar, la raspa, la reabre, y en ese ir y venir va encontrando las formas. No se trata de cubrir o borrar, sino de permitir que algo emerja.

Mucho menos trabaja con bocetos. Las figuras no se imponen, se intuyen. Y cuando aparecen no son centrales, no se anuncian. A veces son manchas que se convierten en cuerpos, otras veces son rastros, bordes, líneas que apenas susurran una forma. Sus materiales son acrílicos trabajados como si fueran acuarelas, pigmentos, residuos, tierras, barnices, a veces ceniza o polvo. Y sus soportes tampoco son convencionales: papel, cartón, cajas, maderas —el mismo soporte que usó el Bosco en su tríptico—, estructuras irregulares, superficies que ya tienen historia.

Aunque entre Gabriel Silva y el Bosco encuentro afinidades profundas —en su manera de construir mundos paralelos, simbólicos, desbordados—, también hay diferencias que marcan la singularidad de cada uno. El Bosco organiza sus visiones desde una estructura teológica: hay juicio, culpa, paraíso y castigo. En cambio, Silva no narra ni advierte, no ilustra dogmas ni ordena sentidos; su obra es atmósfera, campo vibrante, aparición. Los cuerpos del Bosco están en acción —desean, sufren, se transforman—, mientras que los de Silva apenas se insinúan: son presencias etéreas, sin identidad, que transitan planos más sutiles. Donde el Bosco trabaja el detalle como alegoría contenida dentro del marco, Silva deja que la materia se expanda, que los pigmentos respiren, que el accidente guíe. El Bosco nos pide leer; Silva, simplemente, nos pide mirar y sentir. Uno nos lanza a la complejidad del mundo moral; el otro nos lleva al umbral de lo inasible.

La afinidad entre Silva y el Bosco no pasa por el estilo ni por la época, sino por la potencia de la imagen como territorio simbólico. Ambos artistas —a su modo— abandonan el mundo conocido para cartografiar lo invisible. Por eso hablo de un exilio voluntario: no se trata de una marginalidad impuesta, sino de una elección lúcida. Silva ha decidido mantenerse a cierta distancia del ruido, del sistema, del deber de explicar. Su taller, sus clases, sus procesos silenciosos son una forma de resistencia y de permanencia. Desde allí, como un visionario sereno, sigue pintando lo que no tiene nombre.

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Así, la exposición es un viaje a este mundo, a otros planetas, a otros estados del ser.

La exposición se puede observar en la Galería El Museo.

Por María Elvira Ardila

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