George Best: “No mueran como yo” (Como de cuento)
Fue uno de los ídolos más impactantes de la hinchada del Manchester United. Debutó allí en el 63, fue campeón de Europa en el 68 y balón de oro el mismo año. Luego jugó en Estados Unidos, el lejano oriente y Australia y se dedicó al licor, hasta que murió en el 2005. Su última frase fue “No mueran como yo”.
Fernando Araújo Vélez
La melena al viento, la pelota casi pegada a sus pies, la mirada en busca del espacio que nadie más va a ver, los dedos de las manos tensos, la cabeza levantada. Más allá, la gente, los hinchas palpitando un desenlace épico, los fanáticos apretando los dientes, intuyendo que la escena acabará con un rabioso grito de gol o con una maldición y el dolor de la derrota. Más acá, los rivales. Unos, con ira, otros con miedo. Alguno, con una alta dosis de envidia que lo corroe, con la imagen de ese tipo en la portada de los diarios de ese domingo atormentándolo. Todos, persiguiéndolo para quitarle la pelota o para derribarlo. Para romperle las piernas o desfigurarlo, aunque no lo digan. Aunque no sean capaces de admitirlo jamás.
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La melena al viento, la pelota casi pegada a sus pies, la mirada en busca del espacio que nadie más va a ver, los dedos de las manos tensos, la cabeza levantada. Más allá, la gente, los hinchas palpitando un desenlace épico, los fanáticos apretando los dientes, intuyendo que la escena acabará con un rabioso grito de gol o con una maldición y el dolor de la derrota. Más acá, los rivales. Unos, con ira, otros con miedo. Alguno, con una alta dosis de envidia que lo corroe, con la imagen de ese tipo en la portada de los diarios de ese domingo atormentándolo. Todos, persiguiéndolo para quitarle la pelota o para derribarlo. Para romperle las piernas o desfigurarlo, aunque no lo digan. Aunque no sean capaces de admitirlo jamás.
El tipo continúa en su carrera. La camiseta roja se llena de aire por momentos. Se infla y se desinfla. El cuerpo parece una figura de ballet. Ni un músculo de menos, ni un gramo de grasa de más. En un momento, frena, y cuando frena, parece que el mundo se detiene. Los hinchas botan el aire que han acumulado para tomar más aire y coger más fuerza. Dos adversarios pasan de largo, y uno más se estrella contra ellos. La pelota está a merced del tipo de la melena. Inmóvil, como domada, asentada en el pasto. Un segundo después del freno, cae un profundo aliento a incertidumbre sobre el Old Trafford. Solo un hombre entre cien mil o más sabe qué puede llegar a ocurrir. El hombre se llama George Best. Juega con la franela del Manchester United, con el número 7 en la espalda.
Pasados uno, dos segundos, el hombre del número 7 vuelve a ser el centro de la escena. Arranca como si jamás se hubiera detenido. El balón a quince centímetros de su pie derecho, la melena alborotada, la mirada puesta en todo y en nada. Se hamaca hacia su lado izquierdo, y luego, hacia su derecha. Cambia de ritmo. Cuando todos creen que se va desprender de la pelota, vuelve a arrancar, más rápido que antes. Los rivales son fantasmas a los que va traspasando. Ingresa al área. Se inclina hacia un lado, otra vez, como tantas veces en su vida, y sale hacia el otro. La pelota está a medio metro de su pie, que va hacia atrás y regresa hacia el balón, abriéndose un poco. Las graderías del Old Trafford son un grito por estallar.
Pie, pelota, número 7, camiseta roja, grito, euforia, tensión, hombre y melena. Corren los años 60. Corren la vida y los cambios. La juventud ya no se aguanta las imposiciones. La juventud quiere y lucha por la libertad. Denigra del racismo, de los homófonos, de las guerras, los militares y los políticos, y repite cada vez que puede peace and love. Los Beatles suenan en el norte y en el sur. Sus canciones atraviesan el mundo de oriente a occidente. Son un canto a la revolución. Las mujeres comienzan a deshinibirse, a decidir por sí mismas. Los niños quieren ser beatles, o futbolistas. ¿De qué van a vivir? Eso no importa. Por lo pronto, lo único trascendente son los beatles y ese hombre de melena al viento marcado con el número 7 y vestido con el uniforme del Manchester United.
Todos se conocen su historia de tanto repetirla. Que nació en Belfast, Irlanda del Norte (su aeropuerto fue llamado muchos años más tarde George Best). Que jugaba en las calles a la pelota con quien se atreviera. Amigos y no tan amigos, viejos y no tan viejos. Niños y adolescentes. Que un día, un buscador de talentos lo ve y le dice que tiene un gran futuro, que se vaya con él. Los dos llegan a las oficinas del club del United. Matt Busby, el entrenador, los recibe. Le oye decir al buscador de talentos que ese muchacho es un genio. El muchacho mira al piso. No sabe qué ocurre, y menos, qué le espera. Quiere jugar al fútbol, como antes, como siempre. Seguir jugando. Las gambetas, correr, el pase profundo que nadie presiente. Los goles. Celebrar con los amigos del barrio. Creer por un segundo que juega con la camiseta verde de su selección.
Dos años y algunos meses más tarde, el muchacho, que se llama George Best, está jugando en la primera división del United, al lado de Bobby Charlton y de Denis Law, dos sobrevivientes de la tragedia de Munich, en la que murieron ocho de sus compañeros cuando el avión Airspeed Ambassador en el que iban no logró despegar del aeropuerto de Munich Riem y se estrelló contra una montaña, el 6 de febrero de 1958. Quienes ven a Best y escriben sobre él dicen que es un fuera serie, que será la cuota de desequilibrio del United durante muchos años. Busby cree lo mismo. Lo cuida, le da consejos. Le pide a Charlton que esté a su lado. El muchacho toma vuelo, y en el vuelo, se cree inmortal. Empieza a beber y a salir con algunas de las mujeres que lo buscan.
Se forma la leyenda de que al final de los partidos, él se queda en los vestuarios con algunas de sus fans. Sexo, trago y rock and roll. La prensa lo bautiza “El quinto beatle”. Best empieza a aparecer en la primera plana de los diarios sensacionalistas de la tarde y a soltar frases que acaban por ser inmortales, como “Tenía una casa cerca del mar, pero para ir a la playa había que pasar por delante de un bar. Nunca me bañé”, o “Si yo hubiera nacido feo, ustedes jamás habrían oído hablar de Pelé”. El fútbol sigue siendo una razón para levantarse todas las mañanas, pero ya no es sólo el fútbol. Son las mujeres y el trago, todo aquello que lo saque de la realidad. Juega para evadir la vida, y juega en la vida y a la vida. “El fútbol es un arte. Entonces, yo soy un artista”, dice.
Juega a ser artista. Deja de ser George Best, el irlandés hijo de obreros que jugaba en la calle, el flacuchento que tenía que ganar siempre para que le pagaran un refresco, y se convierte en un personaje de George Best, que va acumulando elogios, triunfos y polémicas. Un día confiesa que “Cada vez que entro en un sitio hay sesenta personas que quieren invitarme a beber, y yo no sé decir que no”. Al día siguiente sacude a la pacata sociedad británica con un “Gasté un montón de dinero en coches, mujeres y alcohol. El resto simplemente lo malgasté”. Un día sale en los diarios del brazo de una Miss Mundo, y al otro, celebrando un gol. Es todo o nada, y en ese todo o nada, va comprendiendo que el fútbol es un juego triste.
Aún así, él es la estrella del momento. El mejor jugador de Europa, según France Football. Uno de los mejores del mundo, según todos. Y ahí está, como siempre, a punto de pegarle el balón y de anotar uno de los 181 goles de su carrera con el United. El pie ligeramente abierto. El cuerpo, tenso. Y el golpe a la pelota. El efecto. El balón que se abre y se cierra y gira y se mete lejos de las manos del portero rival. Old Trafford es una caldera. Sus goles valen por dos, o por tres, simplemente porque son sus goles. Más que un futbolista, Best es una leyenda, el hombre al que todos quieren tocar y nombrar. La melena al viento y el número 7 a la espalda. La franela roja, el escudo del diablo en el pecho.