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Entre balas, persecuciones, gritos, traiciones, miedo y un metálico olor a sangre del que no pudo desprenderse ni siquiera 13 años más tarde, mientras escribía 1984, George Orwell se fue desencantando de la gran izquierda del mundo europeo de la primera mitad del siglo XX, casi que balazo a balazo y muerto tras muerto, batalla a batalla y mentira tras mentira. En diciembre de 1936 viajó a Barcelona para enrolarse en el POUM (Partido Obrero de Unificación Marxista) y luchar por sus ideales en la guerra que había comenzado el 17 de julio. Fue herido en Tarragona, las secuelas de un tiro en el cuello le cambiaron la voz para siempre, y contrajo en un hospital la tuberculosis que lo llevó a la muerte 14 años después. Se batió a punta de disparos y golpes contra los enemigos “oficiales”, y luego, en 1937, mayo del 37, se refugió en el teatro Poliorama, en plena Rambla, desde donde combatió a los anarquistas e izquierdistas que se enfrentaban a los republicanos.
Era la guerra entre los guerreros que en teoría defendían los mismos ideales. El absurdo, la constatación de que los humanos eran capaces de ensuciar hasta el más alto de los ideales a cambio de poder y por vanidad. Para Orwell, aquel fue el momento del desengaño, el detonante de su frustración. Cuando se fue de España, escribió algunas de sus vivencias en un libro que tituló “Homenaje a Cataluña”. Allí, más que de fechas y de nombres y lugares y recuentos de victorias y derrotas, habló de los obreros, de las mujeres, y de la gente que había creído y que se había ido desilusionando del marxismo, o de como se llamara aquello, y retrató la Barcelona a la que había llegado con un par de botas de su talla colgadas del hombro para escribir como periodista sobre los sucesos de una lucha y causa y gesta que desde las noticias que leía y escuchaba en Inglaterra le habían parecido sublimes.
Octavio Paz conoció a Orwell entonces. Temeroso de ser el único ser de aquella guerra que se había decepcionado de los líderes y los supuestos ideales, iba por Europa como invitado a un Congreso de escritores de izquierda, y buscaba a alguien con quien conversar más allá de los radicalismos. Él, que poco a poco también se había desencantado, leía los textos de Orwell en la London Letter. Se los había recomendado otro desertor del fanatismo, Victor Serge, que había sido primer secretario de la Tercera Internacional y había conocido a Stalin, e incluso, a Lenin y a Trotski, y fue desterrado a Siberia, y después, expulsado de la Unión Soviética, según Paz, “gracias a Gide y Malraux”. Orwell, escribiría muchos años más tarde Octavio Paz, era claro, audaz y sobrio, y “se había liberado completamente, si alguna vez los padeció, de los manierismos y bizantinismos de mis amigos, los marxistas y exmarxistas franceses”.
Orwell, que en realidad se llamaba Eric Blair, y quien había cambiado su nombre por George, en homenaje al patrono de Inglaterra, San Jorge, y se había puesto de apellido el Orwell por el río de Suffolk, consideraba que lo que le había dicho una y otra vez su profesor Aldous Huxley en la escuela de Eton sobre el riesgo de los radicalismos y la mentira que había detrás de cada utopía, o detrás de aquellos que vendían utopías, era falso. Cuando publicó “Sin blanca en París y Londres”, una radiografía de lo que se vivía en los barrios más humildes de esas ciudades, consideró que ya había plasmado la verdad, o por lo menos, una gran y dolorosa verdad de la realidad. Luego viajó a la India, donde su padre, Richard Walmeseley Blair, había sido funcionario británico del servicio civil indio, y fue hasta Motihari, donde nació el 25 de junio de 1903 y vivió sus primeros años. En aquel viaje Orwell se afianzó en su perspectiva. Cada vez era más anarquista, menos imperialista y más “socialista”, o “humanista”.
“Días en Birmania”, su segundo libro, surgió de sus experiencias en la India y de sus muy lejanos recuerdos de niñez. Aunque aquellos dos libros no tuvieron mayor resonancia, Orwell seguía buscando temas para escribir, y encontrando historias por doquier. Historias e indignación, traiciones y desengaños. De alguna manera, era un temerario de la verdad. En una carta que se hizo pública en 1950, pocos días después de la muerte de Orwell, y que Jennie Lee, política irlandesa que había ido a España para luchar por sus causas republicanas, le envió a una amiga, Margaret M. Goalby, lo definía como “un autor satírico que no transigía con ninguna ortodoxia política ni social”. Orwell decía, o escribía desde España, que creía necesario combatir “por el socialismo y contra el fascismo, y me refiero a combatir físicamente, con las armas en la mano, aunque antes habrá que distinguir lo uno de lo otro”.
Cinco años más tarde, mientras trabajaba para la BBC en la India, en Indonesia y la Malasia ocupada a favor de los aliados en la Segunda Guerra Mundial, se pronunció sobre la violenta forma de trasladar a los prisioneros nazis: Escribió que “Hay una profunda diferencia moral entre la democracia y el fascismo, pero si empezamos a regirnos por el principio de ojo por ojo y diente por diente, conseguiremos que se olvide dicha diferencia”. Muchos de sus amigos, de sus examigos, y de la gente que no lo conocía, pero estaba impregnada de odio y radicalismo, lo tachó de traicionero. Lee, en cambio, lo definió como “un hombre de una integridad absoluta, muy bondadoso y dispuesto a sacrificar todo lo que tenía —nunca tuvo mucho— por la causa del socialismo democrático. Parte de su malestar procedía de que era no solo socialista, sino también profundamente liberal. Detestaba la organización burocrática allí donde la veía, incluso en las filas socialistas”.
En el 43, se dedicó al periodismo y publicó una serie de ensayos sobre Charles Dickens y su visión sobre los bajos fonos de Londres y la gente humilde. Un año más tarde, enterado de los gulags y de la verdadera razón de las purgas de finales de los 30 del estalinismo, escribió “Rebelión en la granja”, una fábula sobre la revolución de Octubre en Rusia, y sus consecuencias, en la que al final los abusos de quienes tenían el poder eran similares y en algunos casos peores que los del capitalismo que tanto había criticado. Para él, tanto el nazismo como el estalinismo eran absolutamente condenables. En 1948, emprendió la tarea de concebir y de plasmar en papel una novela a la que le puso por título “1984”, después de trastocar las dos últimas cifras del año. Allí, recordó a Huxley y sus utópicas sociedades condenadas al error y creó al Gran hermano, un vigilante totalitario que era en últimas un sistema de represión en el que se prohibían la libertad y todos los actos que surgían de ella. “1984” fue el retrato de los “ismos” de la primera mitad del siglo XX, y la visión a futuro de una humanidad sentenciada a repetirse en sus inhumanidades.
