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Germán Bula: “El dolor es un maestro, nos enseña nuestros límites”

En entrevista con este medio, el profesor de filosofía de la Universidad de La Salle habló sobre la responsabilidad, el tiempo y el posible cambio del sistema económico y sus dinámicas.

Andrés Osorio Guillott
19 de noviembre de 2020 - 10:35 p. m.
Germán Bula hace parte de la Red de Docentes de Filosofía de Educación Básica y Media, de Alternative Perspectives and Global Concerns y de la Sociedad Colombiana de Filosofía.
Germán Bula hace parte de la Red de Docentes de Filosofía de Educación Básica y Media, de Alternative Perspectives and Global Concerns y de la Sociedad Colombiana de Filosofía.
Foto: Archivo Particular

A modo de chiste se cuenta en redes sociales que es la primera vez que podemos salvar el mundo sin hacer nada. El trasfondo de esto tiene un sentido de la responsabilidad colectiva partiendo desde los actos individuales. ¿Por qué el ser humano había olvidado este concepto de responsabilidad?

No es cierto que la suma de acciones individuales salve el mundo: no salvamos el mundo quedándonos en casa, ni haciéndonos vegetarianos, ni comprando productos de comercio justo (además, no todo el mundo está en condiciones de quedarse en casa o de comer tofu artesanal: si no lo hacen, no es por falta de virtud sino por falta de recursos, y esto es un problema social, no individual). Centrar la atención en las pequeñas virtudes individuales la desplaza de los grandes problemas estructurales del mundo, que toca resolver en cuanto comunidades (regionales, nacionales, como comunidad mundial), y que son de naturaleza política. Puede que esta crisis puntual la superemos (y en algo ayuda quedarse en casa), pero mientras la producción esté organizada de tal manera que haya enormes y veloces movimientos de personas y mercancías por todo el mundo, mientras se estimule la producción industrial masiva de productos cárnicos en malas condiciones de salubridad, mientras vivamos llenos de estrés (por lo tanto, con malos sistemas inmunes) en ciudades aglomeradas y contaminadas, es una certeza que habrá nuevas pandemias.

Los delfines cerca a La Guajira; el jaguar en Ciudad de México; los zorros en Bogotá; los halcones en Santiago de Chile... La naturaleza parece reclamar su espacio. ¿Qué reflexión deja este tipo de sucesos sobre el cuidado del medio ambiente?

La lección es sencilla: el mundo humano industrializado desplaza el mundo salvaje. Esto quiere decir que, si apreciamos el mundo salvaje, debemos reducir nuestra huella en el planeta. No basta con reciclar o usar bolsas de tela en lugar de bolsas plásticas: tendríamos que buscar activamente el control de la población mundial y el decrecimiento económico. Esta lección tiene una dimensión estética: si la idea de jaguares, zorros y halcones recorriendo las ciudades nos conmueve, es porque reconocemos una belleza en el mundo natural que nos toca en algún lugar profundo de quienes somos: ojalá que esta lucidez respecto a nuestros propios sentimientos nos mueva a actuar en concordancia con ellos.

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¿El ángel de la historia que menciona Walter Benjamin en sus tesis podría darnos una luz para comprender la idea de progreso que ahora está más expuesta que antes? ¿Cómo habría que entender justamente la historia ahora?

La idea del progreso, del crecimiento indefinido, de pensar que todo se soluciona con más tecnología, más dinero, más poder, se choca con la sencilla lección de estos tiempos: somos frágiles. El dolor es un maestro, nos enseña nuestros límites. La vida se muestra muy diferente a la luz de nuestra propia fragilidad: nunca seremos todopoderosos ni superaremos nuestro carácter mortal; a lo mejor que podemos aspirar es a ser decentes los unos con los otros, y a reconciliarnos espiritualmente con nuestra propia fragilidad. En un mundo en el que imperara esta claridad, habría salud universal de calidad para todos, y no se desplazarían campesinos para implementar proyectos de megaminería, por poner un par de ejemplos.

¿Qué lecturas recomienda para entender este tiempo?

Hay varios textos que recomendaría para esta época, por varias razones. A quien le gusten las lecturas científicas recomendaría “Las edades de Gaia” de James Lovelock: propone que la tierra es un ser vivo, un sistema autorregulado. Vale la pena porque nos enseña una manera de pensar diferente a la que enseña la economía: la vida humana no es un asunto de dólares y pesos, de oferta y demanda, sino de oxígeno y dióxido de carbono, de una materialidad que está inevitablemente conectada con el sistema de vida planetario. En ese mismo sentido recomendaría “Armas, gérmenes y acero” de Jared Diamond, que cuenta cómo factores materiales tan básicos como los gérmenes o la disponibilidad de metales han dado forma a la historia humana, y cómo muchas civilizaciones (como Rapa Nui, los habitantes nórdicos de Groenlandia o la civilización Maya clásica) han colapsado por desatender a esta materialidad. Para el aspecto político de la situación, recomendaría “La doctrina del choque” de Naomi Klein, que explica cómo las fuerzas de ultraderecha aprovechan situaciones de crisis como esta para implementar ideologías extremistas. Desde el punto de vista espiritual, recomendaría el Baghavad Gita, que tiene lugar, si se quiere, al comienzo del fin del mundo, y nos enseña cómo lidiar serenamente con situaciones extremas, cómo ser soldados en la guerra que nos puso por delante el destino.

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Otro debate entre la sociedad en redes sociales es sobre esa necesidad, tal vez anclada al capitalismo, de producir todo el tiempo aprovechando que se está en casa. ¿Qué decir de esa relación que le dan a la productividad con el éxito?

Lo primero que hay que decir es que este nuevo tiempo libre es sólo para unos pocos; para muchos, la cuarentena ha empeorado sus condiciones de vida y su disponibilidad de tiempo: están los trabajadores independientes, que hoy se rebuscan la vida de cualquier manera, están los padres que hoy combinan el teletrabajo con el cuidado de sus hijos pequeños, etc. Ahora bien, entre los pocos con suerte que contamos con tiempo de ocio, creo que podemos hacer tres reflexiones. La primera, que el nivel de competencia que prima en la mayoría de las profesiones es innecesario: hoy en día hacemos apenas lo justo, y, ¡oh sorpresa!, con eso basta; no hace falta matarnos como lo hemos venido haciendo. La segunda, que en este ritmo de vida más lento, la gente no es que haya dejado de hacer cosas, sino que ha desplazado su atención a temas más bellos, que despiertan sus intereses personales: dibuja, aprende idiomas, lee los clásicos, da teleconferencias y cursos gratuitos. De las dos primeras se sigue la tercera lección: no hace falta el motivo de la competencia para que la gente sea productiva. A nadie que no esté exhausto le gusta tenderse en la cama a no hacer nada. Por lo tanto, podemos organizar productivamente a la sociedad sin que en ella prime la competencia a toda costa, el publicar o perecer en la academia, el producir o morir. En España, a raíz de la crisis, se ha propuesto la Renta Básica Universal, una renta mínima que recibiría cada ciudadano sólo por el hecho de ser ciudadano; me parece una idea prometedora: la gente quedará libre para hacer y producir lo que realmente quiere.

Muchas preguntas se remiten a la forma en que estábamos concibiendo el tiempo. ¿Cómo se explica desde la filosofía ese peso de pensar y comprender este concepto?

Esta experiencia de cuarentena nos ha permitido demorarnos, en el sentido de que habla Byung-Chul Han en “El aroma del tiempo”: lavamos las verduras con detenimiento, organizamos la casa, sorbemos lentamente el café y lo degustamos. Y esto, a pesar de todas las restricciones del encierro, enriquece la vida. Ojalá nos demos cuenta de la importancia de vivir despacio. Por otro lado, y en línea con lo que este mismo pensador llama “la sociedad del rendimiento”, “la sociedad del cansancio”, hay muchos (¡yo incluido!) que han pensado que podrían usar la cuarentena para desatrasarse de todos sus proyectos de trabajo, para producir mucho más. Y para su decepción, y ojalá aprendizaje, han descubierto que no les ha rendido tanto como querían. Resulta que, cuarentena o no, el ser humano tiene unos ritmos de vida insoslayables: tiene tiempos de trabajo y tiempos de descanso que no se pueden forzar. La idea de producir al máximo, de trabajar 24/7, es una mentira: o descansamos por iniciativa propia, o nos enfermamos y descansamos a la fuerza. De pronto esto es lo que está pasando a nivel global.

El capitalismo ha exacerbado el individualismo desde la competencia, ¿Qué hay que entender por empatía, por comunidad, inclusive por todos los valores que promueve una democracia?

Las lecciones más evidentes de este periodo de cuarentena son dos: la primera, que el destino individual está entrelazado con el colectivo- mientras más personas se contagien, más probable es que yo me contagie; la pobreza de otros me afecta a mí también; etc. La segunda, que los seres humanos necesitamos los unos de los otros: no sólo económicamente, no sólo en términos de servicios, sino que necesitamos del contacto humano, del afecto; sentir los abrazos, escuchar las voces, ver los rostros de los seres queridos. Mi esperanza es que salgamos de esto con una renovada empatía, una atención al sufrimiento y la necesidad del prójimo, una conciencia de que flotamos todos o nos hundimos todos. En ese sentido, resultan importantes las nuevas tecnologías, las redes sociales, que tienen el potencial de formar nuevas comunidades, y de activar lo que Pierre Lévy llama “inteligencia colectiva”, una especie de cerebro social hecho de cerebros individuales, para resolver los enormes retos que nos pone el presente.

En relación con la empatía quisiera decir otra cosa: hoy todos hemos vivido la experiencia del encierro: el desasosiego, el extrañar a los seres queridos, el mirar por la ventana con añoranza. Deberíamos usar esa experiencia propia para pensar en la experiencia de los prisioneros. Es como lo que hemos vivido, sólo que sumándole el hacinamiento, las pobres condiciones sanitarias, la inseguridad, las violaciones, el abuso de poder por parte de los carceleros. Dicho en pocas palabras: el encarcelamiento es tortura. Si pensamos, como sociedad, que deberíamos lidiar con el crimen a través del aprisionamiento, entonces somos una sociedad que aprueba de la tortura. Existen mejores maneras de lidiar con el crimen: en Holanda se ha reducido considerablemente la población carcelaria (al punto de que se han demolido prisiones para construir viviendas) gracias a políticas que enfatizan en la rehabilitación por sobre el castigo, a un sistema de monitoreo electrónico de personas que han sido condenadas pero pueden andar libres, y a una política de drogas más sensata y menos punitiva. Entre los guaraníes de Brasil y Paraguay, el sistema de sanción y rehabilitación por parte de la propia comunidad (que decide reunida qué acto de reparación debe cometer el infractor, y cómo rehabilitarlo y reintegrarlo a la comunidad) conduce a una mínima criminalidad sin necesidad de aprisionamiento. Sin duda en Colombia podemos pensar un mejor sistema que el actual.

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En ese mismo camino: ¿qué puede decirnos el existencialismo sobre este presente? Le pregunto en el sentido que muchos sienten una especie de nostalgia por el pasado, una incertidumbre que se convierte en tedio y en un absurdo por no comprender lo que estamos viviendo. Desde la filosofía qué podemos decir del aburrimiento.

Este tiempo como detenido, como entre paréntesis, debería ser un tiempo de reflexión. La nostalgia, al entronizar al pasado, obstruye esta reflexión: los problemas que hoy vivimos son producto de nuestra negligencia del pasado: la desigualdad, la precariedad en la salud, la malsana interdependencia entre los países en cuanto a mercancías esenciales como el alimento o los suministros médicos, ya eran problemas graves antes del COVID-19; éste sólo ha servido para ponerlos de relieve. Este tiempo suspendido debería ponernos de frente a la condición humana: siempre frágil, siempre en un tenue presente ignorante de lo que traiga el mañana, siempre conminada al cuidado de los otros.

Parece que el mundo no estaba preparado para detenerse, y eso en parte obedece a las lógicas del mercado. ¿Cómo habría que entender ahora el sistema económico que reina en el mundo?

Efectivamente, la actividad económica se ha disminuido considerablemente, se ha reducido a lo esencial (salud, alimentos, educación); y el mundo no se ha acabado. Esto muestra que el decrecimiento es posible, que podemos reducir el ritmo de vida, el ritmo de circulación de mercancías y personas, el ritmo de consumo y contaminación, sin que se lesione gravemente la sociedad. En el mundo actual, la competencia no sirve para garantizar la producción de bienes necesarios sino para decidir sobre su distribución: quien no produce, pierde el puesto y no recibe salario. Pero este orden de cosas es innecesario, hay capacidad de producción suficiente para todos, sin necesidad de que nos matemos en una carrera loca para ver a quién le toca y a quién no.

Otra lección crucial: el trabajo importante lo hacen los médicos, los maestros y los campesinos, no los corredores de bolsa ni los publicistas ni los futbolistas. Quizás en el futuro remuneremos el trabajo de forma más proporcionada con el aporte que éste hace a la sociedad.

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