De un modo paradójico, uno de los libros de la Biblia guarda una definición justa del erotismo. Es más, el goce del Cantar de los cantares es una tregua a la orgía de sangre y cuchillo del Viejo Testamento. Es el único milagro de las sagradas escrituras. El Cantar narra el amor entre el rey Salomón y la reina de Saba, pero, en los ocho capítulos del libro, no aparece la palabra sexo, y no hay necesidad, estaría de más, porque el deseo está implícito en todas las manifestaciones del periplo amoroso. Ocurre, así, que el erotismo deviene como metáfora y se sirve de variadas imágenes para hilar similitudes con la sexualidad.
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Baste tan simple y precario esbozo del tema para referir un cuento que hace temblar el tabernáculo de los remedos del erotismo. Es una descarga de pólvora. Un relato colmado de ímpetu y vértigo que sonroja cualquier rostro. Hablo de Noticias de un convento frente al mar, de Germán Espinosa, “una especie de emanación de La tejedora de coronas”, según admitió el mismo autor. Todo sucede en un enclave geográfico que Espinosa fantaseó, aunque sus ruinas resultaron ser reales. Es una historia dentro de otra: a principios del siglo XX, en un convento de Carmelitas, una hermana, Helga, y una novicia, la narradora, encarnan una historia de amor. Todo empieza por un deseo, tal vez inocente, de la novicia hacia Helga. Vienen los encuentros temerosos y las pasiones. Los tocamientos y la lengua. Luego el deseo se arruina con las magias inútiles del amor. Espinosa ocupa un tiempo de la historia para mostrar las escenas y recodos del despertar sexual de ambas mujeres. Es, se sabe, una abierta transgresión del orden eclesiástico, del espacio sagrado.
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Luego de un tiempo, mientras se agitan en manoseos escondidos, las tiernas amantes son atrapadas por Nicolasa, la hermana mayor. Para que no se repita, Nicolasa decide ser centinela del cuarto de la novicia. Busca ahogar toda tentativa de pecado. Pierden contacto. Se extrañan en desespero. Al cabo de unas noches, la vigía que les interrumpió el amor cae enferma. Del pueblo más próximo viene un médico a asistirla. La novicia siente atracción por él, y con gestos atrevidos se lo hace saber. Pero siente furia y turbación por creer que traiciona a Helga. Más tarde, en la víspera de la muerte de sor Nicolasa, la novicia busca a su monja, pero la sorprende con las manos en otras tetas. Se deshace en llanto. El engaño la precipita a arrastrar al médico a la cúbica torre de la campana y allí, ante unos ojos perplejos y cansados, se desnuda del hábito. También lo desnuda. Tira la ropa desde el campanario, se cuelga de la soga y toca las campanas con arrebato. Satanás se adueña de la torre.
Toda la historia es contada por la novicia, ya anciana, desde una casa de lenocinio. Otro convento, pero de lujuria. Han pasado setenta años.
Las primeras páginas del cuento plantean un claro desafío al recinto sagrado. Un desafío a la tradición y a los preceptos sociales y religiosos; y a su paso, entre los juegos de la pulsión, se levanta una doble transgresión: la natural exploración del cuerpo y del deseo y la atracción hacia el mismo sexo. Y se controvierte la moral mojigata y castigadora de la tradición cristiana, aquella que impone a monjas, monjes y sacerdotes entregar su vida al dios sin caer en las tentaciones de la carne. Y aquí un trazo del genio creativo de Espinosa: la capacidad de crear una ficción tan verosímil que el lector no juzga ninguna de las “infracciones morales”. Nos vuelve cómplices del celo desenfrenado y pecaminoso de la novicia. Pero no solo eso. El lenguaje que emplea es fundamental para comunicar el amor, es en esa funcionalidad de la expresión en la que se vuelve posible el deseo. El lenguaje como lugar de encuentro.
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Barthes decía que el amor se comunica a través de la sensualidad del lenguaje, y relaciona ese amor, esa “intensidad de lo inexprimible”, con el lirismo de las sensaciones y emociones. También sugiere que en la descripción de los cuerpos hay una conexión íntima entre la sensualidad y el lenguaje. En todo caso allí se manifiestan. Y la explicación es hermosa: ocurre porque al describir los cuerpos se da la asociación de sensaciones y sentimientos con las partes del cuerpo. El tacto consigue sabor, por ejemplo. Al describir esas sensaciones, Espinosa da vida a las partes del cuerpo, las hace hablar y sentir: “Vestíamos sendos camisones, y yo metí la mano bajo el suyo hasta comprobar la suave dureza de sus nalgas, cuya superficie era como la de un durazno fresco. Busqué luego el vellotado del sexo y sus delicados labios, que acaricié con mis dedos. Helga empezaba a desvariar de placer y palpaba todo mi cuerpo, al tiempo que susurraba en mis oídos palabras de legítimo amor”.
En términos más precisos: el objeto se transforma aquí en sujeto erótico. El Génesis, que con las epístolas de Pablo podrían ser los libros más misóginos de la biblia, acusa a la mujer de comer el fruto prohibido y luego dárselo a su hombre. Pero en ella recae la culpa y el escarmiento. La mujer como incitación al pecado. O ella como el pecado mismo. El cuento de Espinosa contraviene todo. La mujer ya no es una cosa deseada ni es la causa del pecado: desea y vive el goce sexual con plena libertad. El mérito del cuento es que, a través de una experiencia, conlleva a la emancipación del erotismo.
En Noticias de un convento frente al mar, el lector acepta complacido el erotismo como acción y emoción de los sentidos. Halla la forma de perderse en el relato en medio de episodios prohibidos de intensos deseos. Es cómplice, en ese mar de vibraciones sexuales, de una transgresión a los preceptos cristianos, caducos, sobre el cuerpo y la sexualidad. Sin embargo, ese puede ser un artificio para embelesar los ojos del lector; hay algo que se reafirma allí: la mujer no puede ser objeto marginal de ninguna concepción religiosa y social. Otra cosa: qué admirable cómo Espinosa revela sin prohibiciones la condición humana.
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Decía al principio que el cuento es una evocación de la anciana novicia desde el retiro. Un relato enramado en las fisuras de la memoria, como en La tejedora de coronas, cuya historia es trenzada con los hilos del recuerdo. Y al final, cuando la novicia concluye, es inevitable preguntarse si hay algún tipo de arrepentimiento. La pregunta no es gratuita ni insolente, pues es fama que a los rebeldes empeñados en cumplir sus más caros sueños les espera el ostracismo. Pero no. Sólo hay nostalgia, y tal vez resignación.