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Gilmer Mesa: “Nos enseñaron a temerle a la muerte, pero no a entender por qué vale la pena perder la vida”

En la Feria Internacional del Libro de Cali, el escritor antioqueño presentó Los espantos de mamá, su novela más íntima, donde la memoria, el miedo y la ternura dialogan con la violencia y la locura colectiva del país.

Laura Camila Arévalo Domínguez

03 de noviembre de 2025 - 06:39 p. m.
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Comencemos por la génesis del libro...

Hace muchos años, cuando apenas empecé a escribir, recordé que había leído una crónica —nunca supe de quién era— sobre lo que ocurrió después del Bogotazo: cómo algunas personas quedaron tan traumatizadas por esa violencia que se generó a partir del asesinato de Jorge Eliécer Gaitán, que se retiraron al campo. La crónica era sobre un hombre que llevaba muchos años allá, que se fue mimetizando con el entorno. Cuando la leí, pensé: este tipo se volvió el Mohán, se volvió el carrasquillo del monte. Esa fue la primera vez que pensé que todas estas leyendas folclóricas tenían un asidero en la realidad, que trascendía la tradición oral. Estaban más cerca de nosotros de lo que podíamos pensar. Ahí recordé que, de alguna manera, había empezado a pensar esta novela hace unos veinte o veinticinco años, a partir de esa crónica.

Sin embargo, la génesis surge por una vecina de mi mamá. Esa señora tuvo dos hijos: uno de ellos, muy bandido, de la vieja guardia, incluso en la época de mi hermano. Al hombre lo mataron ya adulto —algo raro en esos tiempos—, como a los 35 años. Dos años después, la señora fue a visitar a mi mamá. Mientras hablaban, de repente dijo: “Bueno, Luz, yo me voy, que voy a hacer el almuerzo al Guasca”. Y el Guasca ya llevaba dos años muerto. Ahí empecé a ver que algo estaba pasando. La señora fue decayendo, envejeciendo rápido. Dos años después, su otro hijo —un tipo sanísimo, obrero de fábrica— se fue a trabajar por la mañana y nunca volvió a aparecer. Ahí sí la señora entró a terrenos de llana y lisa locura. En la calle se encontraba a la gente y les preguntaba: “¿Dónde es que están los hijos míos?”.

Como si la señora ya no hubiese resistido más este mundo, como si se hubiese pasado a otro...

Eso siempre me pareció aterrador: en esa otra realidad sus hijos no estaban asesinados ni desaparecidos, sino que los seguía buscando. Y me sonó similar al reclamo constante que se le atribuye a la Llorona, que va por los pueblos buscando a sus hijos. Esa historia se relacionaba con muchas madres que buscan a sus hijos desaparecidos. Ahí empezó todo. Esa Llorona me recordó al personaje del Guasca y a otro hombre del barrio, también muy bandido, que una vez recibió 16 tiros en una pierna —le dispararon con una metralleta, y todos los tiros le dieron solo ahí—. Todos decían que estaba “rezado”. Esas historias que se cuecen en los barrios… Entonces, en la novela, le corto la pierna y lo vuelvo la PataSola. Ya tenía dos de esas leyendas.

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Después recordé otra historia: unas muchachas con discapacidad cognitiva —una de ellas quedó embarazada de un pastor que la había abusado—. De ahí saqué al Cura sin cabeza. Y también la Simona, la Mechuda, la barbacoa del muerto… que además era una leyenda que mi papá me contó, porque él había vivido algo con eso. Entonces ya tenía todas esas historias y me faltaba tejerlas.

Y es que en Los espantos de mamá la memoria se mezcla con el miedo, pero también con la ternura y el dolor. Ese movimiento entre los espantos que acechan en las noches del barrio y los horrores que tienen carne y hueso, sangre y rostro, se revela como si los espantos fueran los bastones de la locura. Hay personajes que, frente a realidades tan duras, terminan locos. Pero esa locura que narra parece ser también una forma de pasarse a otra realidad, casi un refugio. ¿Cómo se acercó a ese tema?

Me gusta mucho que lo plantees así. No lo había pensado de una forma tan clara, pero sí creo que la novela alegoriza un poco la figura del espanto y de la locura. Es una gran alegoría de este país, donde frente a realidades tan opresivas, tan jodidas e inenarrables, tenemos que crearnos una realidad paralela. Es otra forma de locura: vivir en medio de la locura para aguantar la locura que es vivir aquí, en un país lleno de asesinatos y desaparecidos. Ahí entra el papel fundamental del mito. Las teorías del mito nos permiten explicar lo inexplicable. Por eso me parece tan importante que le otorguemos tanto poder a los espantos que todos conocemos. Por más positivistas que seamos, si uno va a medianoche por un camino rural y se cruza con algo raro, se santigua. Nadie quiere encontrarse con eso, porque convivimos con esos espantos.

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Pero también hay otros espantos más reales: los de la indolencia, los desaparecidos, los asesinatos, la clase dirigente que roba, miente y mata. Nos hemos configurado una narrativa que normaliza esas cosas.

Les tememos más a los espantos que no tienen cuerpo, como si los de carne y hueso no fuesen los autores del daño real...

Yo quería revisar esas leyendas folclóricas y mostrar que en realidad están más cerca de nosotros de lo que creemos. La Llorona no es la que se aparece en los caminos, sino la mamá del vecino que perdió a sus dos hijos, que prefiere volverse loca antes que enfrentar que el mismo Estado fue quien se los desapareció. También hay otra locura: la de normalizar el horror. Ver todos los días muertos, cuerpos arrastrados por los ríos, y hacer como si nada. Eso nos ha vuelto indolentes. Un capítulo de la novela se llama precisamente Indolencia. Estamos domesticando el horror, y cuando eso pasa, estamos a tres pasos de justificarlo. Ya hay quien dice que hay “muertos buenos”, que hay gente a la que “valía la pena matar”. Esa narrativa del enemigo que merece morir… eso es locura. Y es una patología colectiva.

¿Por qué esta novela es la más personal de todas?

Porque toqué temas que, si bien ya estaban presentes en mis otras novelas, aquí los abordé más de frente. Por ejemplo, el alcoholismo había aparecido antes, pero en esta novela le dediqué páginas a cosas que me costó mucho tiempo pensar, y que llevo años reflexionando. Son asuntos que hablan directamente de mí, aunque, por supuesto, el narrador sigue siendo el mismo de las otras novelas. Siempre dejo claro que, aunque se parezca mucho a mí, no soy yo.

Ese narrador puede llegar a sitios donde yo no. Puede permitirse cosas en ese universo literario que yo no me permito en la vida real. Él tiene indulgencias que yo no tengo, tiene rencores que no me autorizo, noblezas que quizás no alcanzo, odios que no me permito expresar y transa con cosas que yo jamás haría. Porque, finalmente, es un personaje literario.

Pero en esta novela ese narrador sí tocó temas a los que antes yo había dado la vuelta. Y en la voz de la madre del narrador también hay muchas cosas que vienen de conversaciones reales con mi mamá. Ahí está ese amor absoluto que nos tenemos, esa admiración profunda que siento por ella. Mi mamá ha sido una mujer que ha sobrevivido a un montón de jodideces, de muertes, y que aun así sigue teniendo la fuerza para querer a los hijos que seguimos vivos. También era, entonces, una manera de revelar ese sentimiento tan grande que tengo por mi madre.

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A propósito de lo que acaba de decir, hay una pregunta del narrador que me llamó mucho la atención: “¿A quién podría dirigir yo, que a duras penas me mantenía en pie y era un cúmulo de contradicciones, un desobediente de mi propia voluntad?”. Esa reflexión aparece cuando lo nombran jefe en el cementerio, un lugar al que llega sin saber qué hacer. Me llamó la atención por esa circunstancia, pero también porque en esta novela se siente una rabia muy fuerte, es una especie de memorial de agravios hacia el Estado, pero también hacia sí mismo...

Yo creo que, aunque en esta novela se nota más eso que mencionas, toda mi obra está escrita con rabia. Yo escribo con rabia. Hay muchas cosas que me molestan, porque la realidad me parece muy jodida y me saca la rabia todo el tiempo.

En mi caso, la rabia es una cosa obvia. Sé que por el capitalismo en el que vivimos hay ciertos sentimientos que se han denostado, y uno de ellos es la rabia. Pero eso pasa porque solemos quedarnos con su impulso primario: agredir, insultar, hacer daño. En cambio, la rabia, cuando se reposa y uno es capaz de usarla para crear, se vuelve muy fértil. En mi caso, mantenerme rabioso —no para putear a nadie, sino con la realidad— me permite escribir. Esa rabia es lo que me sigue moviendo frente a las injusticias, la corrupción, todo eso que me indigna. Y, claro, parte de esa rabia también viene de una experiencia personal desagradable. Hubo un momento en que me quedé sin trabajo, no por mucho tiempo, mes y medio tal vez, pero uno sabe lo que eso significa. Fui a hablar con un amigo político para ver si me conseguía algo, y terminé en una dependencia manejando una cosa que se llamaba presupuesto participativo.

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Era un platal para la época, me ganaba siete millones y medio, pero duré apenas diez días. Primero, porque no tenía idea de qué era eso; y segundo, porque cuando entendí el mecanismo, vi que era una máquina de corrupción completamente aceitada. Era imposible hacer algo limpio ahí. Todo el mundo agarraba de ahí. Eso me hizo sentir muy mal, porque confirmé algo que siempre he pensado: esa flexibilidad que tenemos los colombianos frente a la corrupción. La criticamos y la condenamos… hasta que nos toca.

Ese “nos toca” es el espejo más duro... ¿Si nos toca? Como ese dicho que parece chiste: “me convertí en lo que juré destruir”...

Es que yo no era capaz de vivir con eso, pero también entendí que no participar tampoco era una solución, porque cuando tienes que llenar la nevera y mantener una familia, te toca hacer lo que haya que hacer. Y ahí es donde uno se da cuenta de lo bien montado que está el sistema: te obliga a participar sí o sí, y si no lo haces, igual sigue funcionando sin ti. Cuando renuncié, me quedó mucha rabia guardada. Y justo cuando empecé a escribir esta novela apareció un amigo que trabajaba en un cementerio. Me contaba historias y secretos de allá, y yo pensé: “Aquí me voy a cobrar todas las que tengo guardadas contra este sistema infame”. Por eso la novela también tiene ese tono de memorial de agravios. Es una forma de decir que todos somos cómplices de lo que pasa: de los asesinatos, de las desapariciones, de la impunidad. Pero cuando uno se da cuenta de eso, también ve que es muy difícil cambiar algo, que el monstruo es demasiado grande. Solo puedo hablar por mí, por lo poco que pienso encerrado en mi casa. Y estoy convencido de que la única revolución posible es la íntima, la pequeña, la individual. Porque el Estado o el mundo son ideas que nos inventamos para entendernos, pero que no nos tocan directamente. La guerra no es guerra hasta que te entra a la cocina. El hambre no es hambre hasta que la sientes tú.

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Es más fácil juzgar la corrupción en grande, los crímenes en grande, pero somos muy laxos con nuestra propia corrupción cotidiana. Ahí es donde realmente uno puede cambiar algo: en el mundo pequeño de uno. No ser corrupto, no ser deshonesto, no ser desleal. Con los que están cerca. Ese es el único terreno donde uno puede tener una incidencia real.

No le robe al vecino, no le haga daño al vecino, sea cívico. Son cosas mínimas, pero que tienen una incidencia verdadera en el gran problema. Y sin ingenuidades: nosotros no vamos a cambiar el mundo, pero sí podemos cambiar nuestro mundo. Y ahí es donde podemos actuar de verdad.

Este es un fragmento de la novela: “Uno estando niño no tiene mucha cabeza para entender eso, pero sí entiende mucho el miedo, porque eso se siente en todo el cuerpo. Es como un vacío hacia adentro, como una fuga de uno mismo, como un hervor al otro lado de la piel, pero un ardor frío”. Hablemos de ese miedo que narra en esta novela, que creo que tiene que ver con el que empezó a sentir cuando se dio cuenta del riesgo que corría su hermano...

Sí. Creo que mi primera sensación real de lo que los griegos llaman el “sentido trágico de la vida” fue precisamente esa. El sentido trágico de la vida es cuando uno toma conciencia de la muerte. Pero no una conciencia teórica, porque esa la tenemos todos: desde que nacemos sabemos que algún día vamos a morir, aunque eso no incida en nuestra vida. La verdadera conciencia aparece cuando uno conoce la muerte real de quienes lo rodean. Eso sí lo cambia todo.

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Cuando se empiezan a morir los que uno ama, uno entiende que ya sigue en la fila, y eso lo obliga a enfrentarse a la vida de otra manera. A mí esa sensación me llegó muy niño. Todos los días sentía que mi hermano podía morir, que mi mamá podía no volver. Viví dos o tres años con esa angustia, desde que él empezó a meterse en esas vainas hasta que lo mataron. Era una especie de desdoblamiento: yo no podía habitarme a mí mismo porque siempre estaba habitando el lugar donde él estaba. Pensando en qué peligro estaba.

Eso es tremendamente jodido. Y sé que ese mismo sentimiento lo han tenido madres, padres, hermanos, novios, esposos de casi todo el mundo en este país.

Antes me habló de la locura y del miedo, del pánico que tenía a algo que, finalmente, pasó: ¿cómo se ha librado usted de la locura? Porque ha estado en el abismo, no solo por ese hecho concreto, sino también por el entorno, los vecinos, su mamá...

No sé si me he librado. Yo siempre he pensado que escribir es una suerte de esquizofrenia controlada. De alguna manera, escribir me ha permitido estar en la piel de muchas situaciones que primero configuro en mi cabeza, y luego divido al convertirlas en ficción. Eso ha sido muy importante para mí.

No me gusta ser profeta del pasado, pero no sé qué habría sido de mi vida si no hubiera encontrado la literatura. Antes me daba pena decirlo porque sonaba a campaña institucional, pero ahora lo digo con toda tranquilidad: la literatura me salvó la vida. No me imagino cómo habría podido tramitar muchas cosas que apenas estoy procesando, si no fuera a través de la escritura.

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En la novela aparece el cementerio general: un lugar hostil, pero revelador de lo que somos como país. Y hay un diálogo que me conmovió: “Vea, hijo, que esta vida es como una prendería, siempre tentándonos con menudencias a cambio de lo poquito de valor que tenemos: la dignidad, el amor propio, el carácter. Eso que no tiene precio, pero le da a uno todo el valor”. Esa frase, que podría haber dicho su mamá, me hizo pensar en el contraste entre lo que no tiene precio —pero vale— y ese éxito que anhelamos...

Desde hace mucho arrastramos esa idea nefasta de que el éxito está ligado exclusivamente al dinero. Y eso ha hecho mucho daño. Valoramos el capital económico, no el capital ético. Y eso es grave, porque el primero se consigue —y hasta se compra—, pero el otro no. Ese, el ético, se tiene o no se tiene. Mi mamá alguna vez me dijo algo que incluí en la novela: “La ética es como la inteligencia, no se puede disimular: se tiene o no se tiene”. Puede parecer una obviedad, pero no lo es. Entenderlo y aplicarlo son cosas muy distintas.

Todos entendemos eso, pero lo difícil es incorporarlo, ¿cómo logró mantenerse al margen? Porque es una revolución interna que nadie más entiende...

Creo que por dos cosas: porque soy hijo de mis papás y amigo de mis amigos. Esa fue una educación sentimental muy poderosa. No es que no me sonaran los cantos de sirena que tenía alrededor —claro que me sonaban—, pero desde niño aprendí a pensar mucho las cosas, quizá por la angustia con la que crecí. Ver a mi hermano tan cerca de todo eso me hizo entender rápido las consecuencias. Y cuando lo mataron, había muchas voces hablándome de venganzas, de cobrar, de no dejar eso así. Pero el afecto me salvó.

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Ver a mis papás envejecer de golpe, sacar fuerzas de donde no las tenían para seguir criando a los otros hijos, me hizo imposible pensar en causarles más dolor. Si los quería como los quería, no podía propiciar que perdieran otro hijo. Todo, al final, tiene que ver con el afecto. El afecto hace que uno tome decisiones que quizás no sean las mejores, pero sí las que menos daño hacen.

Nos referimos también a esa viveza colombiana de la que, a veces, nos sentimos tan orgullosos por “rápidos”, pero el fondo es vergonzoso... Y doloroso.

Entender qué es el bien y qué es el mal no es difícil. Lo difícil es aplicarlo. Kant lo plantea muy simple: no le haga a otro lo que no quiere que le hagan a usted. Si no quiere que le roben la grabadora, no se la robe a nadie. Si no quiere que le den en la cara, no le dé en la cara a nadie.

Lo complicado empieza cuando empezamos a justificar las acciones: “Si no me la robo yo, se la roba otro”. Ahí es donde se tuerce todo. Kant decía también que antes de cualquier acción uno debería pensar si querría que eso se convirtiera en una ley universal. Y el otro imperativo: no tomar a nadie como medio para algo, sino como un fin en sí mismo. Es simple, pero cumplirlo es otra historia.

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Uno quisiera poder elegir lo que lo representa, construir su identidad desde las elecciones. Pero también estamos hechos de lo que no controlamos: el origen, la familia, el barrio, el país, los traumas. Muchos lectores sienten que usted ya se reconcilió con esa cercanía involuntaria con un entorno tan cercano a la muerte, con esa realidad que ha marcado su literatura. ¿Se siente así?

No sé si reconciliado, pero sí consciente. Lo que sí sé es que nos enseñaron a temerle a la muerte, pero no a entender que no es tan importante. Es lo único seguro que tenemos. Lo importante es saber por qué vale la pena perder la vida. Nos han enseñado a perderla por minucias, por cosas sin valor. Pero lo único verdaderamente valioso es el afecto, la amistad, la familia, las cosas que te sostienen. Yo sé perfectamente por qué estaría dispuesto a perder la vida mañana. Por eso mismo, la muerte ya no me asusta. Y claro, también me equivoco mucho. Hago mal, a veces sin querer. Pero creo que uno tiene que aprender a vivir con sus errores. Saber cuándo metió la pata y hacer todo lo posible por no repetirlo. Llenar cada error de la nobleza suficiente para pedir disculpas y no persistir en el daño.

Nadie busca la perfección, mucho menos la perfección moral, que es imposible. Pero sí se puede ser consciente. Quiero ser cada vez más consciente de mis errores, no para celebrarlos, sino para reconocerlos. Porque solo así uno puede intentar no repetirlos.

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Por Laura Camila Arévalo Domínguez

Periodista en el Magazín Cultural de El Espectador desde 2018 y editora de la sección desde 2023. Autora de "El refugio de los tocados", el pódcast de literatura de este periódico.@lauracamilaadlarevalo@elespectador.com
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