La leyenda que se transmitió de generación en generación a través de cientos de años decía que Leonardo da Vinci sólo había trabajado en una pintura, “Bautismo de Cristo”, mientras estuvo como aprendiz en el taller de Verrocchio, y que el mismo Verrocchio abandonó su labor porque se había sentido inferior a su discípulo, que había plasmado un pequeño ángel con una excelsa calidad. Giorgio Vasari, el primer biógrafo de Da Vinci, y quien lo incluyó en su libro “Las vidas de los más excelentes arquitectos, pintores y escultores italianos”, relató aquella historia y escribió que algunas de las colaboraciones del muchacho, de acuerdo con la tradición de la época, habían consistido en posar para cuadros de su maestro, y que fue él el modelo del “David” de Verrocchio y el del arcángel Rafael en su obra “Tobías y el ángel”.
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Cuando Vasari nació, en 1511, Da Vinci estaba a menos de diez años de fallecer. Y cuando se dedicó a escribir su gran historia del arte italiano, ya su biografiado era algo más que un mito, y corría por las calles de Florencia, de Milán y de las ciudades intermedias el rumor de que una de sus obras, “La batalla de Anghiari”, había sido tapada por uno de los murales de Vasari que hicieron parte de las paredes de la “sala de los quinientos” del palacio Vechio de Florencia, donde reflejó varias escenas de la vida florentina y de las batallas de sus ejércitos, así como el momento en el que lo nombraron Gran duque de Toscana. En los costados del salón, Vasari puso seis estatuas. Entre ellas, el “genio de la victoria”, de Miguel Ángel, quien estuvo a sus órdenes en la “Academia del Arti del Disegno”, que fundó en 1563.
En una de las banderas de sus frescos, Vasari escribió “Cerca Trova”, en español, “Busca y hallarás”, una frase que a la vez era una especie de enigmática pista sobre el cuadro de Da Vinci que se creía sepultado bajo sus pinturas. Entre sus trabajos como arquitecto, sus obras pictóricas, sus enseñanzas y sus textos, Vasari se convirtió en un hombre fundamental de su época, y para muchos fue el primer historiador del arte de Europa. Dejó un invaluable legado con su libro y sus apuntes, en los que acuñó por vez primera en la historia el término de “Renacimiento”, y bautizó uno de los retratos más conocidos de Da Vinci, la “Mona lisa”. De algún modo, era una de las mayores autoridades de Florencia, y su voz, sus ideas, sus logros, acabaron diseminados por la ciudad, igual que sus excentricidades.
Los documentos en los que se basó para escribir su tratado los fue encontrando en sus múltiples viajes por Italia y en los trabajos que desempeñó desde niño en algunos talleres de arte. Para los historiadores posteriores, estaba repleto de imprecisiones con respecto a las fechas y los lugares de los artistas sobre los que escribió, pero contenía algo más valioso: su espíritu. Más allá de exactitudes o no, Vasari dejó un legado fundamental sobre el arte y sus hacedores desde la antigüedad, pasando por la Edad Media y finalizando en los tiempos que llegaron después de que Europa fuera llamada “Urufa”. Profundizó en sus diversas técnicas y sus hallazgos, y en las razones por las cuales surgieron todas las obras que reseñó. El libro se lo dedicó a Cosimo de Médici, duque de Florencia
En su dedicatoria escribió: “Puesto que Vuestra Excelencia (...) no deja de favorecer y exaltar toda clase de virtud, dondequiera que se encuentre, y tiene una especial protección de las artes del dibujo, inclinación a sus creadores, conocimiento y deleite de sus bellas y raras obras, creo que agradecerá este esfuerzo realizado por mí para escribir las vidas, obras, costumbres y condiciones de todos aquellos que, ya extinguidas, las han resucitado (...) y finalmente llevado a ese grado de belleza y majestuosidad en el que hoy se encuentran”. Luego, se explayó en más de dos mil quinientas páginas en las que relató la vida de 150 artistas, aproximadamente, haciendo un especial y tendencioso énfasis en los que habían nacido en la Toscana, la región en la que estaba ubicada su ciudad de nacimiento, Arezzo.
Uno de los apartes memorables de su libro, cuya primera edición fue de 1550, fue el que le dedicó a la “Mona Lisa” de Da Vinci. Ahí, dijo: “Leonardo se encargó de ejecutar, para Francesco del Giocondo, el retrato de Mona Lisa, su esposa, y tras cuatro años de dedicación, lo dejó inacabado; la obra se encuentra hoy en posesión del rey Francisco de Francia, en Fontainebleau. Cualquiera que deseara ver hasta qué punto el arte podía imitar a la naturaleza podría percibirlo fácilmente en la cabeza, pues en ella se imitan todas esas minuciosidades que con sutileza se pueden pintar: los ojos tenían ese brillo y esa humedad que siempre se ven en la criatura viviente, y alrededor de ellos estaban las pestañas y todos esos tintes rosados y nacarados que exigen la mayor delicadeza en la ejecución. Las cejas, al haber mostrado la forma en que los pelos brotan de la carne, aquí más juntos y aquí más escasos, y se curvan según los poros de la carne, no podrían ser más naturales”.
Luego describió la nariz, la boca, la garganta, en la que “se percibía el latido del pulso”, y afirmó que mientras pintaba el retrato, y pese a la belleza de la Mona Lisa, Da Vinci había contratado a algunos músicos “para mantenerla alegre, a fin de disipar esa melancolía que los pintores suelen dar a sus retratos. Y en esta obra de Leonardo había una sonrisa tan agradable que era algo más divino que humano de contemplar, y se consideraba algo maravilloso, pues no era otra cosa que vital”.